Al artículo de Javier Marías lo leí casi de pasada pero me quedó dando vueltas. Quizás fue por el título: “Se buscan razones para asesinar”. En ese artículo cuenta Marías que Guillermo Cabrera Infante al referirse a diversos dictadores (Hitler, Stalin, Pinochet, Castro, entre otros) afirmó que ellos no mataban por razones superiores, como ellos mismos decían, sino simplemente porque les gustaba matar.
Al decir lo que dijo, Cabrera Infante estaba re-formulando, tal vez sin darse cuenta, una conocida tesis de Freud: En el alma de cada ser humano se anida el deseo de matar. No todos lo hacen, pero cuando encuentran razones que les permiten actuar con impunidad no vacilan en hacerlo. Primero viene el deseo de matar, decía Freud en su Tótem y Tabú (Capítulo ll.4). Solo después aparecen sus razones (legitimaciones). Lacan lo dijo incluso mejor: “El deseo del sujeto precede al objeto del deseo”. Por lo tanto no es el objeto lo que hace al deseo sino el deseo al objeto. Como si fuera un tigre hambriento, el deseo busca su objeto.
En la teoría política las razones que llevan a matar reciben el nombre de ideologías (religiosas y laicas). No hay ningún dictador que no haya hecho matar en nombre de una ideología. En términos más exactos, el artículo de Marías podría haberse titulado “Buscando ideologías para matar”. Dicho en el sentido de Cabrera Infante (es también el de Freud) no solo las ideologías son las que inducen a matar, sino el deseo de matar es lo que induce a buscar una ideología para matar. Las ideologías son legitimaciones de deseos pre-ideológicos.
La tesis de Freud parece alejarse mucho de la idea roussoniana del “hombre bueno por naturaleza” y acercarse más a la del “hombre-lobo” de Hobbes. Pero analizando el tema con cierta detención, no se trata ni de lo uno ni de lo otro. El deseo de matar, según Freud, no tiene nada que ver con nuestra naturaleza. Más bien proviene de una condición social y existencial a la vez: a saber, del deseo de adquirir poder (poder-ser), poder que solo logra ser conseguido en contra de otros poderes, los cuales en la infancia de la historia aparecían concentrados en torno a la figura del padre totémico. En fin, no se trata solo de los padres sino de los “padres y a-poderados”.
El deseo de matar sería, antes que nada, el deseo de poder matar al sujeto que ejerce o representa, real, simbólica, o imaginariamente, al poder.
La historia narrada por Freud en Tótem y Tabú es conocida: Un día los hermanos mataron al padre y luego de comérselo (interiorizarlo) se apoderaron de las mujeres del clan. Después, y para evitar futuras guerras fraticidas, crearon los tabúes, es decir, las primeras leyes de la historia. Para reforzar la autoridad de las leyes las impusieron en nombre del dios totémico: el antiguo padre asesinado. Eso nos lleva a pensar que el primer dios de la historia no fue el “padre nuestro” como dice el rezo, sino el “padre muerto”.
El deseo de matar al padre –fue la necesaria aclaración a Freud que hizo Rene Girard (La Violence et le Sacré)– no va dirigido en contra del padre-biológico, sino en contra del padre-poder. Eso quiere decir, el hijo desea matar al padre, o quien ocupe ese lugar, no porque es padre sino porque es poder. ¿Y qué es el poder? El poder es lo que se antepone a la posibilidad de ser. O dicho de modo tautológico: el poder es lo que no deja ser lo que uno cree que podría llegar a ser si no existiese el poder.
Esas son las razones –es el argumento de Freud– por la cual en todas las culturas del mundo encontramos dos prohibiciones: La de matar y la del incesto. No obstante, en los comienzos de la humanidad ambas prohibiciones eran solo una. Pues la razón de cada asesinato era apoderarse de las mujeres de otros clanes (¿El Rapto de las Sabinas?) y cuando no era posible, de las del mismo clan, propiedades del Padre, el Gran Macho totémico. Afirmación que no contradice, más bien afirma, la tesis marxista relativa a que el poder reside en el apoderamiento de los medios de producción social, sobre todo si tomamos en cuenta que en los albores de la historia no había separación entre los niveles de la producción y los de la reproducción: la mujer era un medio de producción y de reproducción a la vez.
En consecuencias, quien se apoderaba del medio de producción de la especie, aseguraba la persistencia del clan en el tiempo. En cierto modo el primer objeto del deseo de matar fue el propietario de las mujeres, fuera y dentro del clan. La verdad es que si uno analiza algunos thrillers, las cosas no han cambiado mucho. Con razón los comisarios de la policía francesa, cuando se trata de aclarar un crimen, dicen: “Cherchez la femme”.
Con perspicacia de comisario, Freud encontró en la mujer primitiva el objeto del deseo de matar a padres y a hermanos. Podríamos pensar entonces que los primeros crímenes de la historia no fueron pasionales, pero sí fueron sexuales. Más, tampoco eso es muy cierto. Si consideramos que el asesinato del Padre o del hermano ocurrió para arrebatar el poder –que en esos tiempo era poder sobre la mujer– podría deducirse que “la causa” (la razón) del asesinato no era la mujer, sino el poder del otro (padre o hermano) representado en la posesión de la mujer. La mujer –esto es lo importante- no era el objeto del poder, sino la representación del objeto del poder. Según la gramática troglodita, el sustantivo era el poder y la mujer su adjetivo. En muchos casos esa gramática –basta leer la prensa- continúa vigente.
Ahora, si seguimos extendiendo el hilo podríamos llegar a la asombrosa conclusión de que los asesinatos sexuales no existen pues solo hay asesinatos por el poder, aunque este poder solo sea simbólico o imaginario. De un modo aún más taxativo: el deseo de matar es el deseo de matar el poder del otro y cuando el poder del otro reside en la persona, vale decir, en el cuerpo del otro, matan al otro. El poder –tesis central de Foucault– es y será siempre un poder sobre otro cuerpo, un “bío-poder”. El cuerpo del delito es entonces la representación del cuerpo del poder. En ese poder –que en última instancia es el ser del poder- yacen, a la vez, las razones de la muerte deseada al otro. En el caso de los asesinos islamistas, deseo de asesinar al poder del deseo al otro. Freud lo dijo muy claro: mientras más fuerte es el deseo al objeto prohibido, más fuerte será el deseo a asesinar a ese deseo.
Cada asesino tiene sus razones. Incluso los (tan mal) llamados psicópatas tienen sus propias razones.
El llamado psicópata, a diferencias del asesino “normal”, tampoco mata por matar. Mata, al igual que los asesinos “normales”, solo a quienes considera símbolos del poder, es decir, representaciones del poder. El asesino de mujeres que todos hemos visto alguna vez en el cine cuando mata en serie a los símbolos de su “mala madre”, es un buen ejemplo. Desde una perspectiva más política, Behring Breivik, el asesino de Oslo, asesinó a 77 jóvenes socialdemócratas porque ellos eran para él la representación simbólica de un poder que entregaba a su amada Noruega a las hordas islamistas. Lo mismo ocurre con los decapitadores del ISIS. Cada cabeza cortada es un símbolo del pensamiento (el poder) del hombre occidental del mismo modo que el falo era un símbolo de poder del hombre pre-histórico. Y no por último, los asesinos islamistas también eligen un símbolo: Sea en Nueva York o en Paris, en Niza o en Munich, ellos asesinan en nombre de Dios a gente cuyo gran pecado es querer vivir, sea en los restaurantes, en los centros comerciales, al aire libre. ¿Y quién es Dios para ellos? Dios es la representación del principio de la muerte. Es por eso que todos esos pobres infelices, creen ser héroes. Y desde su pervertida perspectiva religiosa, lo son. Pero desde una perspectiva clínica podrían ser también considerados psicópatas.
En las tortuosas representaciones de Hitler –a quien casi nadie está dispuesto a quitar el bien ganado título de psicópata– el pueblo judío era la proyección alucinada de su propia ausencia de ser, la que lo acosaba con su horrible vacío (ausencia de Dios, dijo Ratzinger). Distinto era el caso de Stalin, quizás el asesino más grande de la historia universal.
A diferencias de Hitler, los asesinados por Stalin eran menos simbólicos. La “clase campesina” que prácticamente eliminó, era una amenaza real para su ideal de socialismo. Y si pasó a la historia como el dictador que más comunistas ha asesinado (superó la marca de su colega Hitler) fue porque vio en ellos una amenaza real para el ejercicio de su poder. Desde esa perspectiva, la eliminación física de la vieja guardia bolchevique (justamente la que hizo la revolución) poseía cierta lógica. Una lógica infernal, pero no por eso menos lógica. Eso quiere decir, mientras Hitler era un asesino “psicópata”, Stalin era un asesino algo “normal”. Pero –y esto es lo importante en los dos casos– las víctimas eran para ambos asesinos, representaciones corporales del poder del “otro”. La muerte del otro había encontrado –para decirlo con Javier Marías- sus propias “razones”.
Los asesinatos fundamentados en una religión, en cambio, actúan guiados por la eliminación del principio del placer cuya base es la propia vida. En el fondo, comandados por el deseo de muerte que se ha apoderado de sus almas, los asesinos religiosos intentan eliminar a todo lo viviente, incluido a ellos. Su dios es la muerte. Su dios es su muerte.