La historia del siglo XX vio hacerse realidad esa aberración desmesurada que fue la barbarie nazi. Vio, también cómo, en nombre de futuros de igualdad y justicia social, fueron masacrados en la Unión Soviética, durante los años del estalinismo, millones y millones de seres humanos, y cómo en nombre de la paz social y la seguridad del Estado, miles de disidentes fueron internados en clínicas psiquiátricas. Descubrió, también, cómo las ideologías que por décadas ocultaron la diversidad de regionalismos culturales que hervían al interior de los diversos estados socialistas, resultaron inútiles mordazas de la voz y el grito de las tradiciones de las colectividades. La ideología acalló por mucho tiempo el diálogo entre esas colectividades. Las incomunicó. Las hizo callar. Ahora, los particularismos culturales silenciados reviven cubiertos con sangrientas máscaras de odio y de rencor. Muchos de ellos parecieran exigir, junto a la propia afirmación, la negación del otro; junto a la propia vida, la muerte ajena. En la ex-Yugoeslavia regiones entre sí, y dentro de ellas ciudades y aldeas, y, en ellas, barrios contra barrios, se destruyeron en nombre de una pequeña historia, del derecho de hablar una lengua, de venerar un héroe, de ritualizar un recuerdo o de practicar una religión. El mundo descubrió con horror la posible inhumanidad de lo heterogéneo: rencores imborrables, desconfianzas y odios interminables, deudas infinitas. Reaparecieron, atroces, imágenes que se pensaron postergadas para siempre: campos de concentración y exterminio; asesinatos masivos de civiles; emigraciones de poblaciones enteras; ancianos, mujeres y niños masacrados… Todo en nombre de una tradición y del derecho a honrar un pasado. La diversidad cultural, identificada por siempre con el exultante rostro de la vida, muestra, ahora, a veces, una faz muy cercana al negro vacío de la muerte.
Otra desilusión del siglo XX: la muerte de las utopías. Ella llegó junto al inesperado desenlace del rápido hundimiento del bloque socialista. Fue un desmoronamiento que tomó a todos por sorpresa. Súbitamente, la humanidad se descubrió a sí misma viviendo dentro de un mundo otro: gobernado por nuevas leyes, dominado por diferentes relaciones entre las naciones, por otros principios de convivencia y otros poderes. Con el fin de la Guerra Fría el mundo se descubrió a sí mismo más paradójico e irreal, más complejo, menos blanquinegro. Por largas décadas el hombre se acostumbró a un mundo dividido en irreductibles extremos. Se creyó que la victoria de uno de esos extremos -comunista o capitalista- se daría a través de un poderío atómico que disolvería las oposiciones ideológicas en medio de la hecatombe nuclear. Un bueno absoluto enfrentado a un malo igualmente absoluto. Un bloque, una ideología, unos valores en pugna con otro bloque, otra ideología, otros valores. Reparto ético del mundo: capitalismo o socialismo: uno de los dos tenía razón y era el otro quien estaba equivocado.
El desmoronamiento del imperio soviético pareció ir acompañado de un suspiro de alivio universal: se había postergado la amenaza de una guerra nuclear. Sin embargo, el aplazamiento del riesgo significaba, también, el desvanecimiento de otra ilusión: la de un mundo más justo e igualitario, menos despiadado. Ciertos valores del desaparecido socialismo dejaron un vacío que no logran llenar ni ese espejismo de felicidad llamado consumismo ni ese dios de la eficacia llamado Mercado. Es demasiado evidente la inhumanidad de este último, también lo es su injusticia, especialmente en aquellos países ricos donde la miseria muchos es más hiriente al sobrenadar en la abundancia de muy pocos.
En nuestro tiempo presente la prosperidad de algunas naciones contrasta, grotesca e inhumanamente, con la realidad de centenares de miles de seres humanos muriendo de hambre y guerras en otras. Inercia de un mundo donde la abundancia y el despilfarro pertenecen sólo a unos pocos elegidos. La inercia pareciera, también, habernos acostumbrado al espectáculo de países poderosos que producen y consumen, y producen más para consumir más; países a quienes el tiempo histórico convirtió en dueños de todas las potestades.