Acabo de calzarme por segunda vez los cuarenta y ocho episodios de la serie Fauda –que significa desorden o caos en árabe–, que narra las andanzas de un grupo de agentes judíos infiltrados en territorio enemigo. La he vuelto a disfrutar porque está muy bien hecha; y siendo israelí como es no resulta, dentro de lo que cabe, en exceso maniquea, o no del todo, con hijos de puta repartidos por todas partes, como Dios manda. Y es el caso que la serie me ha traído –me ha vuelto a traer– algunos recuerdos curiosos de cuando el arriba firmante se ganaba la vida de otra manera. Que tienen mucho que ver con el hotel Commodore de Beirut.
Cada uno de los conflictos que conocí como reportero tuvo su hotel, donde por buena situación, comunicaciones razonables o facilidades para trabajar nos alojábamos la mayor parte de los periodistas. En aquel disparatado hogar de la entonces reducida tribu de los enviados especiales que cubrían guerras –hablo de los años 70 y 80–, mi primer hotel fue el Ledra Palace de Chipre; y el último, veintiún años después, el Holiday Inn de Sarajevo. Entre éste y aquél hubo muchos otros, y entre ellos ocuparon lugar destacado dos hoteles en Beirut: el Alexandre, donde me alojaba cuando estaba en la zona cristiana, y el Commodore al otro lado de la línea de frente, en zona musulmana.
El Commodore era casi perfecto: tenía buen servicio de télex y teléfono, un bar acogedor y estaba en el barrio de Hamra, entre edificios que lo protegían de los impactos directos de artillería que Coco, el loro del bar, imitaba con aterradora perfección. Aún así, eran más caras las habitaciones que daban al este –de donde solían venir los cebollazos– que las del otro lado. Yusuf, el dueño, sabía buscarse la vida entre las diversas milicias y el mercado negro, y todo funcionaba razonablemente. Repartiendo dólares conseguías cualquier cosa –me refiero literalmente a cualquier cosa–, y de eso se trataba: cubrir guerras, donde todo es fauda, resulta un oficio incómodo y peligroso, pero sobre todo muy caro. Para hacer bien nuestro trabajo, el Commodore era una inversión adecuada cuando las empresas periodísticas aún invertían en ello, que ya no es el caso. Ahora las guerras las cubren drones, teléfonos móviles y chicos valientes que se meten en los fregados –cuando lo hacen de verdad– sin dinero, sin seguro de vida, sin otro amparo, ellos y ellas, que sus exclusivos cojones.
Los del Commodore de Beirut todavía eran otros tiempos. Me alojé en él muchas veces, y a finales de 1981 estuve tres semanas trabajando en uno y otro lado de la ciudad. Hakim, uno de los conserjes, me facilitó –previo engrase adecuado– un taxista de confianza, porque el mío habitual había desaparecido. Y al subir al coche, un mendigo desastrado, mugriento, que solía buscarse la vida en la puerta del hotel haciendo pequeños servicios a los periodistas –cigarrillos, un taxi, ayudar con los equipos– abrió la puerta y colocó mi mochila a mi lado, en el asiento. Le di un dólar y me dediqué a lo mío. Días más tarde, mi periódico me envió a Argentina para cubrir la guerra de Las Malvinas. Pasé varios meses allí, y a finales de junio, recién terminada esa guerra, me enviaron otra vez al Líbano, que acababa de ser invadido por el ejército israelí, que cercaba y ocupaba Beirut. Allí, cubriendo los combates y luego la evacuación de los palestinos de Arafat –la matanza de Sabra y Chatila estaba al caer–, me encontré con varios queridos amigos: Tomás Alcoverro, decano de corresponsales, el fotógrafo Claude Glüntz, el viejo Louizet, de Le Figaro –que como yo venía de Buenos Aires– y el entrañable Manu Leguineche. Y también con el mendigo del hotel Commodore, aunque ya no era tan mendigo como la última vez que lo vi.
Ahora imaginen el bar del hotel lleno de periodistas, a nosotros tecleando en las Olivettis portátiles o escuchando noticias en las radios Sony ICF –al loro Coco lo habían secuestrado y nunca volvimos a saber de él–, y a Manu Leguineche señalando hacia la puerta mientras decía: «Mirad quién acaba de entrar». Y quien acababa de hacerlo era el mendigo, cuyo paradero ignorábamos todos desde hacía varias semanas. Pero ya no vestía con harapos y llevaba la cara sucia de mugre, sino que, acompañado por varios israelíes y libaneses, iba lavado, peinado y vestido con uniforme de capitán del ejército israelí. Entró despacio, dirigió una mirada en torno mientras se interrumpían todas las conversaciones y lo mirábamos estupefactos, dio media vuelta y se marchó de nuevo. Tuvo el temple de ni sonreír siquiera, pero nunca en mi vida vi un desquite tan perfecto como ése.