He visto la fotografía que circula en las redes del padre Adolfo López de la Fuente asomándose a la puerta de la casa comunal de los jesuitas, donde vivía en Managua. Ahora, a sus 98 años, lo han expulsado de allí. Aparece como yo lo recuerdo, junto a esa misma puerta, en su papel de portero voluntario de la Villa El Carmen, situada dentro de los predios de la Universidad Centroamericana. Tras la confiscación de la universidad, acusada de terrorismo, los expulsaron a todos bajo fuerza policial. Incluido el padre Adolfo.
Venía a abrir la puerta, la pequeña cruz colgando del cuello de la guayabera gastada de tanto lavarla, la barba cana, los ojos alertas tras los gruesos lentes; sonreía al verme, y casi siempre callaba. No sé si su oficio de portero se lo había impuesto él mismo, o era parte de sus obligaciones, asignadas por la comunidad. Fernando Cardenal me contaba que en la casa de los jesuitas en Medellín, uno de sus deberes era salir a comprar el pan del desayuno todas las mañanas.
Tulita, mi esposa, que trabajó cerca del padre César Jerez cuando fue rector de la universidad, y que vivía él mismo en la Villa El Carmen, recuerda que cada uno de los curas recibía su mesada, una suma modesta de dinero para sus gastos personales. Cigarrillos para quien fumara, una entrada al cine para quien quisiera ir al cine.
Tengo en la memoria esa casa de Villa El Carmen, un tanto escondida del tráfago del campus jesuita entre árboles, amoblada con mecedoras, de las que en Nicaragua llamamos “sillas abuelita”, un pequeño televisor, un comedor como de pensión de barrio. Una casa de hombres solos y hacendosos, nadie diría que llena de eminencias académicas, con dos y tres doctorados, investigadores científicos, teólogos, sociólogos, historiadores. Humanistas.
El padre Adolfo, por ejemplo, ese que abría la puerta. Nacido en Neguri, Bilbao, estudió matemáticas e ingeniería, se especializó luego en malacología, autor del libro Moluscos de Nicaragua (Bilvalvos). Defensor de la biodiversidad, se opuso a la fallida construcción del canal interoceánico, porque devastaría la riqueza del Gran Lago, convirtiéndolo en un lodazal. Su hermano Julio, jesuita e ingeniero también, muerto hace diez años, y experto en ondas cuadradas, elaboró un conjunto de mapas que detallan la radiación solar en Nicaragua, 25 años consagrados a estudiar el tema.
Entre todo lo confiscado a la universidad, edificios de aulas, auditorios, laboratorios, bibliotecas, campos deportivos, se encuentra el “Laboratorio de Ingeniería Julio y Adolfo López de la Fuente S.J”., dedicado a la investigación de “estructuras, de materiales y suelos, hidráulica y fluidos, métodos y tiempos, y simulaciones de procesos productivos”. No hay otro en el país; como tampoco hay ningún otro Instituto de biología molecular.
Nunca estudié con los jesuitas. Me bachilleré en un colegio de secundaria laico, y fui a estudiar derecho a la Universidad Nacional en León, laica por excelencia, bajo el rectorado de un liberal humanista, Mariano Fiallos Gil. Los Somoza apoyaron la creación de la Universidad Centroamérica en Managua, para neutralizar a la de León, cuyo lema, creado por el rector Fiallos, era “A la libertad por la Universidad”. Pero muy pronto la de Managua se volvió un foco de agitación estudiantil igualmente candente contra la dictadura de Somoza, luego un centro irradiador de la teología de la liberación, y en abril de 2018 un refugio para los jóvenes perseguidos a muerte, bajo el valiente rectorado del padre José Idiáquez, nicaragüense, quien vive ahora desterrado en México.
Cuando me cerraron las puertas de mi propia alma mater, prohibido presentar mis libros en sus recintos, la Universidad Centroamérica me abrió las suyas, y fui acogido como si me hubiera graduado allí. La mejor universidad del país, la más abierta, la más libre, cuando todas las universidades públicas habían caído bajo el yugo monocorde de la arcaica ideología oficial.
Empecé a conocer a los jesuitas a través de Fernando Cardenal, hermano de Ernesto Cardenal, curas los dos, y con quienes conspiré para el derrocamiento de Somoza; Fernando entró en la compañía de Jesús con una vocación temprana, y Ernesto, que quiso hacerse primero monje trapense, terminó siendo ordenado sacerdote secular. Los castigó Roma suspendiéndoles ad divinis sus votos, y Fernando tuvo que hacer de nuevo el camino desde cero, como novicio, para ser readmitido en la orden, el primer caso en la historia de la Compañía de Jesús. A Ernesto el papa Francisco le devolvió su condición de sacerdote, poco antes de su muerte.
Fernando, igual que muchos jesuitas, proclamaba la teología de la liberación, en auge en América Latina en la segunda mitad del siglo pasado, convertida en los setenta en uno de los puntales ideológicos de la revolución sandinista, y en fuente de conflictos dentro de la iglesia, cuando al llegar al papado Juan Pablo II se declaró en contra de sus postulados.
Cercano fue también para mí el padre César Jerez. Guatemalteco, nacido en el pueblo indígena de San Martín Jilotepeque, estudió teología en Frankfurt y obtuvo el doctorado en ciencias políticas en la Universidad de Chicago. Un idealista maduro y centrado, pero inflexible en su convicción ética, no se concebía a sí mismo sino al servicio de la transformación social. Un gran conversador, con un agudo sentido del humor. “Hay gente de la oligarquía en Guatemala que se extraña de que un indio sanmartineco como yo hable alemán y hable inglés”, se reía, gozoso.
Inolvidables y ejemplares Xavier Gorostiaga y Amando López, rectores también de la universidad, Amando asesinado brutalmente en San Salvador por el ejército en 1989, junto con otros cinco sacerdotes de la orden. Y el padre Álvaro Argüello, que creó de la nada el Instituto de Historia de Nicaragua y Centroamérica, donde queda, librada a su suerte, la colección documental más importante del país. Nada menos que su memoria.
Otra puerta cerrada al humanismo. Un país de puertas clausuradas. Se cierran puertas, el ruido se desvanece y solo queda la oscuridad.
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