En los partidos políticos y movimientos sociales afectos a la Revolución Bolivariana, es un dolor de cabeza el balance que se tiene sobre la gestión de las instituciones públicas y la situación que éstas viven en todos sus niveles territoriales y funcionales. Los hechos y circunstancias que condicionan las actuaciones del poder del Estado, comienzan con la infame agresión externa de EEUU, la Unión Europea y los lacayos en Latinoamérica y terminan con nuestras propias contradicciones, cuyas principales manifestaciones son la corrupción, el burocratismo y la ineficiencia institucional.
Sobra señalar que todas las instituciones públicas están lastradas por la infame agresión extranjera y los lastres históricos dichos, pero donde se sienten con mayor rigor es en la “pata coja” del Estado: el Poder Judicial. Allí, los estigmas de la corrupción y la ineficiencia son tan notorios que a lo largo de estos años se han tomado iniciativas para producir cambios sustanciales, sin poder lograr una administración de justicia idónea, oportuna, transparente, proba, autónoma y garante fiel del Estado de Justicia.
El contraste entre lo que ordena la Constitución y la realidad actual, obliga abordar el problema sin esguinces ni excusas. Toda radiografía y balance sobre el Poder Judicial resulta dramática, lamentable. Veamos algunos ejemplos: La Constitución establece que “el Poder judicial no está facultado para establecer tasas, aranceles, ni exigir pago alguno por sus servicios”; que el ingreso de jueces y funcionarios judiciales se hará por concursos para asegurar “la idoneidad y excelencia de los participantes”; que las normas procesales “establecerán la simplificación, uniformidad y eficacia de los trámites”; que en aras de materializar el Estado de Justicia “no se sacrificará la justicia por la omisión de formalidades no esenciales”; que las comunidades deben contar con Tribunales de Paz cuyos jueces “serán elegidos por votación” popular y democrática; que deben existir medios alternativos de resolución de conflictos y “la ley promoverá el arbitraje, la conciliación, la mediación y cualesquiera otros medios” que faciliten la solución de asuntos para el impere el Estado de Justicia.
El principio constitucional de la Justicia gratuita está pisoteado. Las dificultades del Estado causadas por la agresión económica extranjera y la corrupción, ha sido la excusa perfecta para imponer, normalizar y hacer costumbre en los despachos judiciales, los cobros -directos o indirectos- por todo tipo de acción y trámite procesal. En el caso de los tribunales penales, la situación es asqueante. Hay orden -no escrita por supuesto- de hacer “autogestión”, vale decir, pedirles a los abogados, víctimas y procesados -les dicen “usuarios de tribunales”- los recursos para cubrir los gastos de funcionamiento que son obligación del Estado, pero lo deleznable es que detrás de esa práctica se esconde un bochornoso acto de corrupción, evidente en el nivel de gastos que exhiben unos cuantos funcionarios, imposibles de cubrir con el pírrico salario mensual que devengan. Este asunto es medular: Como en todas las instituciones públicas, los exiguos sueldos y salarios judiciales han instaurado, en la generalidad del funcionariado, el ejercicio de la corrupción famélica, convertida en modo de ingreso para alcanzar el fin de mes.
Las dificultades financieras del Poder Judicial han permitido el ingreso a los estrados de personal sin evaluar la idoneidad y excelencia que debe tener un funcionario, exigidas por la Constitución. Por ello -con las excepciones de rigor- nunca antes hubo despachos judiciales con tantas carencias sobre el conocimiento indispensable que deben tener jueces, secretarios y alguaciles para la tarea de administrar justicia. Evidentemente, la principal consecuencia es la precariedad de las garantías que debe el Estado en la vigencia efectiva de los derechos fundamentales.
Son innegables los esfuerzos e iniciativas adelantadas para transformar la crónica realidad del Poder Judicial y “ponerlo a circular” por el “riel” constitucional. En varias ocasiones se han ejecutado acciones orientadas en ese objetivo. La primera en 1999 por la Asamblea Nacional Constituyente cuando decretó la “emergencia judicial” que concluyó con la destitución de casi 500 jueces -32 en el Táchira-, principalmente señalados por corrupción y retardo procesal deliberado. Luego, en 2002, 2005 y 2009, desde el mismo Tribunal Supremo de Justicia se intentaron reformas judiciales para atender el retardo procesal, la provisionalidad de los jueces, los concursos de oposición, el combate a la corrupción y la impunidad y el mejoramiento y modernización tecnológica. Se diluyeron…
Al inicio del año judicial en enero de 2020, el presidente Maduro pidió a la Asamblea Nacional Constituyente revisar el sistema de justicia y le propuso nombrar “una alta comisión para hacer una reforma profunda del Poder Judicial y llevar a un cambio a todas las estructuras…”, afirmando en su discurso que “hay cosas que están mal, y no es por culpa de Donald Trump, es culpa de nosotros…”. Nada ocurrió.
En junio de 2021 de nuevo el presidente Maduro manifestó su preocupación y propuso una “revolución judicial” mediante una “revisión profunda y acelerada” para solucionar en 60 días, el retardo procesal y el hacinamiento carcelario, entre otros problemas. Sesionando en el Consejo de Estado, Maduro afirmó que “En Venezuela hace falta una revolución que estremezca, que sacuda, que transforme todo el sistema de justicia del país”. Dicha “revolución judicial” debió acabar con los graves males del retardo procesal en fiscalías y tribunales y el hacinamiento carcelario en los centros preventivos; debió impulsar reformas legislativas para corregir fallas procesales formales y debió hacer cambios institucionales que permitan el efectivo funcionamiento del sistema de justicia. En esa oportunidad, la “revolución judicial” se les encomendó a comisiones integradas por funcionarios y jefes que hasta entonces no habían hecho nada para cambiar la vergonzosa realidad; desde 2021 hasta hoy no hicieron nada; y obviamente -a futuro- nada harán. El Estado de Justicia sigue siendo una utopía, una quimera.
Abogado. Agricultor urbano.