Khadija Mohsen-Finan: Túnez en regresión

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El retorno al autoritarismo del único país que sobrevivió a la Primavera Árabe plantea necesariamente interrogantes sobre las deficiencias del gobierno durante el período de transición.

Túnez había despertado muchas esperanzas e hizo pensar que el mundo árabe podría entrar de lleno en la modernidad política siguiendo su estela. Este pequeño país, cuya población se levantó como un solo hombre para denunciar la dictadura, constituyó una especie de laboratorio de la democracia. Desafortunadamente, la transición no ha estado a la altura de las expectativas y ha habido muchas deficiencias que han contribuido al fracaso de esta experiencia única.

Kais Said, producto de unas circunstancias particulares

Los principales errores se debieron esencialmente a la falta de experiencia y visión de los actores políticos. Desde la independencia (1956), varias décadas de poder fuerte que descartaba cualquier forma de oposición o participación ciudadana en la vida política explican, al menos en parte, la torpe gestión pública de los actores políticos durante el período posterior a la revolución, cuando la democracia aún era incipiente.

Otro error, y no menos importante, es haber descuidado el tema social, el mismo que dio origen al levantamiento en el invierno de 2010-2011. Desde la revolución hasta hoy, ninguno de los gobiernos ha considerado prioritaria la cuestión social, y la tan esperada reforma del sistema económico no se ha producido.

Desde la Troika en 2011 hasta Kais Said, todos los líderes del país han considerado que la transición se limitaba a la reforma de las instituciones y la celebración de elecciones en fechas periódicas. El compromiso histórico, que se ha convertido en la seña de identidad de este país, ha sido alegremente desviado de su propósito, sin que haya habido una distribución de poder, ni el más mínimo proyecto común entre las dos principales sensibilidades políticas, islamistas y modernistas, que han acaparado el poder desde 2014.

El acercamiento entre estas dos grandes tendencias políticas (islamista y modernista) no ha permitido construir un proyecto común en interés de la transición. Además, hizo que estos partidos, y en particular Ennahda, perdieran su capacidad de movilización y gran parte de su base. En 2013, cuando Beyi Caid Essebsi, que pretendía encarnar la tendencia modernista, tendió la mano a Rachid Ghanuchi, jefe del partido islamista Ennahda, tuvo lugar un cambio importante en el escenario político posrevolucionario. En efecto, se redefinió el espacio político al sustituir el pluralismo que se había impuesto después de 2011 por un bipartidismo político. Los mismos actores reprodujeron la vida política que precedió a la revolución con Nida Tunes, el partido de Essebsi que prolongó el movimiento desturiano (de Habib Burguiba y Zine el Abidine Ben Ali) y Ennahda que, gracias a la revolución, dejó de estar en la clandestinidad. El juego político se cerraba y se volvía ilegible para los tunecinos, que se preguntaban cómo esta convergencia entre dos familias políticas cuya vocación natural era pelearse podría favorecer el éxito de la transición política. El interrogante estaba bien fundado, ya que, durante las elecciones, los dos partidos no escatimaban vilipendios en un contexto de competencia política, mientras que fuera del período electoral, se entendían a la perfección. El punto culminante de este cambio en el comportamiento de los actores políticos fue el Congreso de Ennahda en 2016, con la proclamación por parte de Ghanuchi de la “reconciliación total”, en presencia de Essebsi.

Este pretendía gobernar en el marco de un acuerdo con Ghanuchi, mientras que la principal preocupación de Ennahda era mimetizarse en una mayoría política cuyos contornos no eran claros, con el único objetivo de consolidar su situación en el panorama político.

Fueron precisamente estas maniobras y estos juegos de posicionamiento los que alejaron a los tunecinos de una vida política que les resultaba incomprensible y que no estaba destinada a satisfacer sus expectativas. La confianza entre gobernantes y gobernados se derrumbó. Y en 2019, el surgimiento de Kais Said fue posible porque Ennahda, al igual que Nida Tunes, fue incapaz de cumplir con las expectativas de los tunecinos. Ya se había dado una señal en 2018, cuando las listas independientes, lideradas por actores de la sociedad civil, lograron un verdadero éxito, por delante de Ennahda (29,68% de los escaños), que perdió la mitad de su electorado respecto a 2014, y Nidaa Tunes (22,7%), que perdió dos tercios. Pero el mensaje no se apreció en su justo valor. La muerte de Essebsi, en julio de 2019, invirtió el calendario electoral: las elecciones presidenciales se organizaron antes que las legislativas. Toda la atención se centró entonces en la búsqueda de un “salvador”, un hombre providencial que sacara al país de sus numerosas dificultades. El populista Kais Said ganó las elecciones gracias a un voto de castigo. Este hombre ajeno al serrallo político supo encarnar el antisistema y apareció en el momento preciso como un “recurso”, según la expresión utilizada por Michel Camau durante una entrevista con Le Monde en julio de 2022.

Aunque es producto de unas circunstancias muy específicas, y de “lógicas que lo superan”, como afirma Sadri Khiari, Said capitalizó todos los errores y carencias de sus antecesores, y su proyecto político, definido como de mínimos, anida en los espacios que dejaron vacantes los partidos políticos. Es portador de un populismo de ruptura, una ruptura que tiende a operar con las diferentes clases políticas, con los organismos intermedios y, más ampliamente, aún con las élites, que se cuida de no definir.

Apretado en su traje de jefe de Estado

Kais Said, elegido con un amplio apoyo del 73% de los votos en octubre de 2019, es consciente de que su margen de maniobra no guarda proporción con su popularidad. De hecho, se enfrenta al sistema político parlamentario instaurado en 2014, que otorga pocas prerrogativas al jefe de Estado, a pesar de ser elegido por sufragio universal. Ante todo, tiene que lidiar con un Parlamento multicolor presidido por Ghanuchi, del poderoso partido islamista, que tiene una gran ambición política y que no parece hacer mucho caso a un novato en política, llegado a la presidencia de la República en un contexto de rechazo a los actores políticos tradicionales.

Ghanuchi no dudó en usurpar las prerrogativas del jefe de Estado, hablando directamente con el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que pretende desempeñar un papel en el conflicto libio. Pero a Kais Said también le costaba llevarse bien con el primer ministro, Hichem Mechichi, a quien él mismo eligió y de quien sospechaba que tenía una gran complicidad con el presidente del Parlamento. En resumen, este poder con tres cabezas no le convenía. Se aisló en el escenario político, comunicaba poco o nada sobre sus proyectos y mostraba una mayor cercanía con los jóvenes que con sus iguales. En enero de 2021, cuando a las afueras de Túnez se vivieron violentas protestas sociales provocadas por jóvenes enfrentados al desempleo y a las dificultades sociales, Said decidió entablar un diálogo con los manifestantes, responsabilizando de su precariedad a su primer ministro, al que decidió aislar. Se negó a tomar juramento a los ministros elegidos por Hichem Mechichi como parte de una reorganización ministerial y se negó a promulgar una ley orgánica sobre la creación del Tribunal Constitucional. Estas múltiples negativas provocaron una parálisis que complicó seriamente la gestión de la segunda ola de Covid-19. Las vacunas que se iban a encargar no estaban disponibles y los suministros de oxígeno eran limitados, mientras que el sistema de salud estaba muy deteriorado. Las muertes por Covid fueron muy numerosas a principios del verano de 2021, y los tunecinos tenían la sensación de estar abandonados a su suerte, en un país cada vez peor gobernado. La gente estaba muy angustiada, porque la pandemia se sumó a muchas disfunciones: los servicios públicos, ya fuera la sanidad, el transporte o incluso la educación, eran deficientes. La administración era cada vez menos eficaz y el sistema político, fragmentado y de difícil lectura, era incapaz de satisfacer las necesidades más básicas de la población.

En este contexto, el 15 de julio de 2021, Kais Said, apoyado por la policía y el ejército, decidió dar un “golpe de fuerza”. Suspendió la actividad del Parlamento, en el que el partido islamista Ennahda desempeñaba un papel clave, levantó la inmunidad de los diputados y destituyó al primer ministro Mechichi. Al marginar a la Asamblea de Representantes del Pueblo (Parlamento) y expulsar al jefe del gobierno, Said se deshizo de los actores políticos con los que estaba en conflicto. En un principio, la decisión satisfizo a gran parte de los tunecinos. Les parecía que el presidente de la República era capaz de sacar al país de la pesadilla de la impotencia pública. Pero el escepticismo se apoderó de otros tunecinos que se preguntaban en nombre de qué “peligro inminente” había activado el jefe de Estado el artículo 80 de la Constitución. También sospechaban de que uno o más Estados extranjeros pudieran haber acudido en ayuda de Kais Said para llevar a cabo su “golpe de fuerza”. Las miradas se centraron inevitablemente en Egipto, a donde Said había acudido tres meses antes, en abril de 2021, y en Emiratos Árabes Unidos, los principales actores regionales de la contrarrevolución que dieron su apoyo al mariscal Abdelfatah al Sisi en su golpe de julio de 2013.

Dos meses después de este “golpe”, en septiembre de 2021, Kais Said tomó nuevas medidas que reforzaron considerablemente sus poderes. En virtud del decreto 117, gobernaba por decretos leyes, inapelables. Disolvió el órgano de control de constitucionalidad de las leyes, y sustituyó al Consejo Superior de la Judicatura, electa, por un cuerpo provisional, instituyendo una justicia a sus órdenes; 57 magistrados fueron suspendidos de sus funciones. Derogó la Constitución de 2014 y redactó una nueva, que aprobó en referéndum. Modificó el funcionamiento de los principales órganos creados tras la revolución, como la Instancia Superior Independiente para las Elecciones (ISIE), gran logro de la revolución, que transformó en un órgano al servicio del poder ejecutivo. También disolvió los consejos municipales que habían sido elegidos en 2018 y los sustituyó por “delegaciones especiales”, colocadas bajo la supervisión de cada región.

Kais Said ha establecido finalmente el fuerte régimen presidencial que le faltaba. El Parlamento ya casi no tiene prerrogativas en cuanto al control de la acción del ejecutivo. A través de esta nueva Constitución, aprobada solo por el 28% del electorado, el jefe de Estado concentra la mayor parte del poder en sus manos. No tenía intención de permitir que se cuestionara esta toma de poder que alejaba considerablemente al país de la revolución de 2011. En materia de derechos y libertades, Said procede por decretos leyes para silenciar todas las voces discordantes. Así, en virtud de un decreto ley, la “difusión de información falsa”, en particular en las redes sociales, se castiga con penas de hasta 10 años de prisión. Numerosos oponentes languidecen en las cárceles, sin juicio, acusados de “socavar la seguridad del Estado”.

Mucho más que un régimen presidencial fuerte, se trata de un régimen sin contrapoderes y en el que la justicia está completamente supeditada al ejecutivo. En esto, Kais Said se aleja de la efervescencia política nacida tras la revolución, y deroga también la tradición política tunecina, ya que introduce al ejército en el juego político cuando siempre se ha mantenido cuidadosamente alejado de los centros de decisión política. Además, vuelve a conectarse con las preferencias de Ben Ali, otorgando un amplio poder a la policía.

Gestionar un país en bancarrota

Aunque tiene todos los poderes, el presidente Said reina en un país en bancarrota. Túnez está en suspensión de pagos y cada año debe solicitar más préstamos para equilibrar su presupuesto y pagar sus deudas anteriores. Una vez más, Túnez debe recurrir al Fondo Monetario Internacional (FMI) para negociar un préstamo de 1.900 millones de dólares. Solo con esta condición el país podría obtener otros préstamos de la Unión Europea (UE), Arabia Saudí o incluso Catar. Pero este préstamo del FMI está condicionado a la implementación de reformas relacionadas con el levantamiento gradual de los subsidios a los alimentos esenciales, el control de la masa salarial, que se ha duplicado en los últimos 10 años, y la reforma de la gobernanza de las grandes empresas públicas.

Kais Said rechaza estas condiciones y explica su negativa por un rechazo al imperialismo de las instituciones financieras internacionales. Para él, el FMI, y más ampliamente Occidente, tratan de debilitar a Túnez imponiendo reformas que socavarían el país. También explica su negativa por la capacidad de Túnez de contar con sus propios recursos. Said intenta convencer de que la crisis actual del país se debe a la especulación y el contrabando organizado por “traidores a la patria”.

De hecho, esta retórica de la suficiencia alimentaria es totalmente ilusoria, y la necesidad de dinero del país (2.700 millones de dólares para equilibrar el presupuesto) no puede ser satisfecha con las sumas desviadas por tunecinos corruptos.

La realidad es otra. Si bien se ha dotado de todos los poderes, Kais Said se da cuenta de que gobernar es ante todo responder a las expectativas de quienes lo eligieron masivamente. Sin embargo, es consciente de que no es capaz de mejorar la vida de las personas, ni de enderezar los servicios públicos o dar trabajo a los jóvenes. El país está empobrecido; la población ha visto disminuir considerablemente su poder adquisitivo con una inflación superior al 10% y sufre escasez de productos esenciales para el consumo cotidiano como la leche, la sémola, la harina y el azúcar.

Pero gobernar es también tener el apoyo del pueblo. Sin embargo, el índice de participación en las consultas electorales organizadas por Said ha sido particularmente bajo. Apenas un 30,5% para validar la nueva Constitución por medio de un referéndum en el verano de 2022, y tres veces menos en las elecciones legislativas de diciembre de 2022, es decir, un 11,22%, para elegir el nuevo Parlamento, cuya función no comprenden los tunecinos. En cuanto a la popularidad del presidente, los distintos sondeos muestran que ha descendido mucho, acercándose ahora al 50%, mientras que superaba el 90% en 2020.

¿Cómo leer este momento de la historia política de Túnez, durante el cual el jefe de Estado, un populista, ha asumido todos los poderes y gobierna hoy sin el pueblo? En realidad, Kais Said sigue remitiéndose a las personas que dice que quiere proteger. Su populismo se parece a lo que Federico Tarragoni, en su libro L’Esprit démocratique du populisme [El espíritu democrático del populismo], denomina “populismo desde arriba”, sin un movimiento social que lo apoye, y sobre todo un populismo autoritario. Con el presunto fin de proteger al pueblo contra la corrupción, y contra todos aquellos a los que acusaba de querer destruir su proyecto oponiéndose a él de un modo u otro, Said ha recurrido a una represión que golpea en todas direcciones: periodistas, activistas, abogados, líderes de partidos políticos, etc. Piensa que, con estas detenciones, no seguidas de juicios, libra al pueblo de sus propios enemigos, y por lo tanto se convierte, como afirma Michel Camau, en “el defensor del pueblo desposeído”, incluidos los que gozan de privilegios, en perjuicio del pueblo.

El desgaste de la popularidad de Kais Said, su incapacidad para gobernar un país que atraviesa una crisis económica y financiera sin precedentes, y la falta de apoyos francos, contantes y sonantes por parte de los Estados extranjeros, llevan al todopoderoso presidente, como ya dije en un artículo publicado por Orient XXI, a encontrar culpables y a enmarcar su discurso en una retórica conspirativa.

Politóloga, especialista en el Magreb.

 

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