En 2003, tres décadas después del golpe militar que llevó a la trágica muerte de Salvador Allende, el embajador de Chile en la Organización de los Estados Americanos (OEA), Esteban Tomic, citó el artículo 1 de la Carta Democrática de la Organización, hoy en día tan menospreciada. Recordó que en aquel 11 de septiembre, “un hombre tan solo asumió la tarea de defender, pagando el precio con su vida”, el derecho de los pueblos a la democracia.
Hace 53 años, cuando Salvador Allende fue elegido democráticamente, yo era un joven diplomático brasileño que vivía en Londres y dividía mi tiempo entre tareas burocráticas en la embajada y clases, conferencias y lecturas en la London School of Economics (LSE). Mi supervisor era un científico político marxista, Ralph Miliband, cuyos hijos, décadas después, desempeñarían papeles importantes en los gobiernos laboristas.
Lo menciono para que se entienda la contradicción existencial que yo, como muchos brasileños de mi generación, viví en esos años de tensión, en medio de la Guerra Fría. Otros, naturalmente, no tuvieron la misma suerte y perdieron la vida o se refugiaron en diferentes países, como Chile.
El golpe de Estado civil-militar de 1964 en Brasil cortó mi esperanza de una carrera al servicio de mis ideales. Por otro lado, con una familia que mantener, tuve que continuar mi trabajo en un gobierno con el que no tenía afinidad.
Fueron tiempos difíciles para la izquierda en todo el mundo en desarrollo. Algunos años antes, João Goulart en Brasil, Sukarno en Indonesia y Kwame Nkrumah en Ghana fueron víctimas de golpes militares. Los que usurparon el poder en esos países eran militares de derecha, estratégicamente orientados por Washington. El significado geopolítico de esos cambios de régimen era más que evidente.
Para un joven diplomático latinoamericano con una visión progresista, no había un modelo claro al que mirar. Pero la elección de Salvador Allende en Chile generó esperanzas. Claramente un seguidor del socialismo y un demócrata convencido, Allende fue para muchos de nosotros el faro de que la redención social y política de América Latina no era un sueño inalcanzable.
Chile, con su tradición democrática y su historial de luchas desde el presidente José Manuel Balmaceda en el siglo XIX, no permitiría, pensaba yo, que un Gobierno respetuoso de las leyes y el pluralismo, surgido del voto popular, fuera víctima de un golpe de Estado violento.
Dos años después, como secretario de la Misión de Brasil ante la OEA, tuve la oportunidad de admirar cómo el embajador de Chile ocupó cargos independientes y defendió a Cuba, bajo la constante amenaza de la acción armada de Estados Unidos.
En una conferencia sobre Ciencia y Tecnología en Brasilia, observé con admiración a jóvenes embajadores del Gobierno de la Unidad Popular exponiendo su visión de modelos de desarrollo independientes del gran capital internacional y con un enfoque en la integración latinoamericana. Al mismo tiempo, conocía el papel que desempeñó Chile de Allende en el escenario internacional, su defensa del principio de autodeterminación, del multilateralismo y de la cooperación entre iguales.
El golpe militar perpetrado con el comprobado apoyo estadounidense fue un gran shock. Causó un inmenso sufrimiento al pueblo chileno, con muertes, desapariciones y torturas.
El sacrificio heroico de Salvador Allende y su reemplazo por la dictadura de Pinochet, con un fuerte apoyo de la derecha mundial, incluso en mi país, parecían mostrar que no solo las revoluciones como la cubana estaban prohibidas en la región. De la misma manera, la búsqueda de justicia social con soberanía, incluso a través de medios totalmente pacíficos y legales, no sería tolerada por las élites reaccionarias y sus apoyadores internacionales.
Visitar el Palacio de la Moneda y recordar los últimos momentos de Allende me causó una fuerte emoción. Más que un mero recuerdo histórico, la visita me hizo reflexionar sobre las vicisitudes a las que está sujeta la democracia en América del Sur.
El heroísmo de Allende es difícil de comparar, pero el destino político de otros líderes progresistas no fue muy diferente. A través de mecanismos como el lawfare, denunciados, entre otros, por el papa Francisco, varios gobiernos progresistas fueron ilegalmente destituidos del poder. Líderes políticos como Lula, Evo Morales y Rafael Correa fueron prohibidos e impedidos de competir en las elecciones, cuando no fueron simplemente encarcelados.
En esta parte del mundo, que los políticos y diplomáticos estadounidenses suelen llamar el Hemisferio Occidental (siempre me pregunto hasta dónde llega el Hemisferio Oriental), elegimos legítimamente a líderes progresistas en algunos de nuestros países. También somos conscientes de las dificultades de la lucha y estamos más unidos en nuestros propósitos. Actualmente, el lawfare es la arma para derrocar a gobiernos progresistas.
La defensa de gobiernos legítimos contra intentos de golpe es principalmente tarea de los pueblos de cada país. Pero también es, cada vez más, una misión colectiva de los progresistas latinoamericanos y caribeños.
Más allá de las palabras de elogio, el homenaje que se puede rendir al gran estadista latinoamericano Salvador Allende es seguir luchando por sus ideales, que son los nuestros, en defensa de la democracia, la justicia social, las relaciones de respeto y la independencia de nuestros países. Una independencia que solo alcanzaremos con una verdadera integración de nuestros pueblos. Sin hegemonías ni imposiciones.
Esta es la mejor manera de honrar a Salvador Allende y mostrar que su sacrificio no fue en vano.