Libertad
En el más extenso de sus dos Poemas de los Dones, Jorge Luis Borges da las gracias por los minutos maravillosos que anteceden al sueño, esos momentos en los cuales uno pone la cabeza en la almohada y lleva a cabo una especie de mini-auditoría de lo que ha sido nuestra vida, con énfasis en alguna experiencia reciente.
Hace poco, en agosto 23, llegué a cumplir 90 años, lo cual representó un importante hito para mí, porque mis familias, tanto por el lado paterno como el materno, no se han caracterizado por su extrema longevidad. Mi familia materna promedia unos 70 años. Mi familia paterna un poco más, pero a lo sumo en sus bajos 80’s.
En todo caso, este territorio de los 90, el cual comparto con mi querida prima Manola García Maldonado, me provoca reflexiones sobre aspectos de nuestras vidas que parecen ir cambiando a medida que uno va envejeciendo y acercándonos a la mítica ITACA de Constantino Kafavis (les recomiendo ese poema).
Uno de esos aspectos es el relacionado al concepto de libertad, no en un sentido sociológico sino en un sentido psicológico, de naturaleza individual. Durante toda mi vida, a pesar de no ser narcisista, inspirado por el ejemplo de mi inolvidable compañera Marianela, he tratado de mantenerme, si no físicamente atractivo, lo cual es un don de la naturaleza que no es fácil de fingir, al menos, pulcro y presentable, buscando presentar un aspecto normal. Ello ya se ha constituido en un hábito positivo que requiere poco esfuerzo.
La libertad a la cual me refiero es la que tiene que ver con el abandono de nuestro instintivo deseo de conquista. Después de todo, somos apenas una orden zoológica más desarrollada sí, pero orden al fin de los primates. El ser humano comparte con los demás miembros del reino animal una tendencia a ser el alfa de la manada, de la tribu, de la ciudad estado, de la nación, de la región, del planeta. Ese deseo de prevalecer es insaciable y nos acompaña por buena parte de la vida. Afortunadamente, su intensidad no está presente en todos los humanos.
Nunca he tenido lo que pudiera llamarse una significativa libido de poder, al menos de ese poder que se basa en fortalezas de tipo físico. Por ello, en esta etapa de mi vida me siento muy libre, ya que no tengo que depender de mi componente físico para seguir siendo relevante en mi comunidad. La vejez tiene una manera dura de hacernos lucir a todos los viejos más o menos iguales, eliminar aquellas particularidades físicas que nos hacían (o no nos hacían) particularmente atractivos. Aiora, lo que queda en pie es nuestra personalidad intelectual y ética. Los dientes blancos, la postura erguida, la atracción física han quedado bastante en el pasado.
Y ello es un poco triste pero es también liberador.
Esperanza
Cuando se habla de esperanza lo que uno escucha, de manera avasallante, es aquello de: “La esperanza es lo último que se pierde”. O, “mientras hay vida hay esperanza”. Se repite insaciablemente: “Nunca debemos perder la esperanza’, ello es un mantra, un ritornelo, una obsesiva plegaria.
Por muchos años fui un portaestandarte de la esperanza. Entre 1998 y 2003 elevé esa bella bandera en cada marcha cívica, esfuerzo del cual por supuesto no me arrepiento, porque estuvo basado en las más puras intenciones de los buenos ciudadanos.
A pesar de nuestros esfuerzos de aquel momento el horror aún prevalece entre nosotros. A pesar de la muerte del funesto líder que inició la destrucción de nuestro país, el paracaidista Hugo Chávez, el poder se ha conservado en las manos de sus herederos, increíblemente más mediocres que el paracaidista y ahora dedicados a tiempo completo al avasallante objetivo de su enriquecimiento. Su apuesta es que el país exhausto y la cobardía del sistema interamericano terminarán por ofrecerles garantía de integridad física y hasta el respeto a sus inmensos millones de dólares mal habidos, es decir, barrer la basura bajo la alfombra, para que se vayan en paz. Esa es la actitud que muchos venezolanos han llegado a definir como una esperanza.
En el mejor de los casos la esperanza reside en el futuro. Es un anhelo. Para quienes somos viejos, ya esta mirada melancólica hacia el futuro no es admisible, ni siquiera sensata. Para nosotros los viejos es fundamental remplazar la esperanza con la acción, con el ejercicio inmediato de la decencia y de la honestidad.
Ello significa mantener a costa de la vida – si ello es necesario – el significado de nuestra nación, la razón misma de nuestra existencia.
Esperar para actuar, aferrarnos a la esperanza es como parte de la rendición.