Contrariedad, irritación, hostilidad, frustración, amargura, acritud, aversión, enervamiento, exasperación, odio, rabia, furor, rencor. Entroncado con el enojo, hay todo un repertorio de pasiones tristes puesto al servicio de la actual puja política. Pero decir que la indignación está operando hoy como efectivo motor electoral en buena parte de las democracias del mundo, es llamar la atención sobre un fenómeno que, aun con distintos desarrollos y desenlaces, no resulta novedoso.
Por vía de elecciones y tras setenta años de hegemonía, por ejemplo, se puso fin a la “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México. En Venezuela, el voto castigo contra AD y Copei, en 1998, abrió puertas al outsider Chávez y su oferta de refundación revolucionaria; y en las elecciones de 1999, en Uruguay, ese hastío truncó el predominio de blancos y colorados, cuando el Frente Amplio obtuvo 40 % de curules en el parlamento. Recientemente, el triunfo del estrambótico Javier Milei en las Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) argentinas evoca la temperatura del “¡Que se vayan todos!”, consigna que durante la crisis de diciembre de 2001 fue coreada por 70 % de una población fustigada por la recesión. (Cabe recordar que en el marco de la ley de “Déficit cero” que condicionó la gestión de la entonces ministra de Trabajo y actual candidata presidencial, Patricia Bullrich, el desempleo creció del 15 % al 25 %. Signo, entre muchos, de la conmoción económica que propició la vuelta de un peronismo con vis “redentora” y afín al momento populista de la democracia: Néstor Kirchner, candidato del Frente para la Victoria, resultó elegido presidente en 2003).
Sí: a lo largo de la historia —no sólo en Latinoamérica, también EE. UU. y Europa, cebado por extremismos, ultranacionalismos, xenofobia y neopopulismo— el papel del enojo en la orientación cíclica del voto ha sido avistado por quienes reconocen su punch en comparación con otras emociones políticas. De allí que se opte por explotarlo, sin escrúpulo alguno, sabiendo cuán efectivo resulta para forjar adhesiones e identidades anti-algo (un proyecto, un partido, una postura ideológica o programática) o anti-alguien. Un arma para desbancar al gobierno de turno o, en su versión más caótica y radical, para exacerbar y capitalizar el hartazgo frente al sistema, las élites políticas, las instituciones. Hartazgo frente a expresiones de una modernidad sólida, cuya impotencia para responder al cambio genera desórdenes y nuevas formas del malestar. Sin mediación idónea y expedita para gestionar la percepción de desmejora, la réplica emocional (¿descontrol?) por parte de sociedades al límite, es vía que algunos perciben no solo como justificada, sino casi imposible de censurar.
“El enfado por el fracaso de la autoridad para cumplir con sus obligaciones y con su palabra para con sus súbditos, puede ser una de las emociones humanas más potentes, y puede derribar tronos”, observaba Barrington Moore Jr. (La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, 1985). Ciertamente, esa indignación, útil para despertar a seres humanos “de la anestesia” y vencer la sensación de inevitabilidad, remitiría a un impulso-base de la acción colectiva, la movilización política, la protesta social en pos de reformas concretas y sustantivas. El problema surge al despojar a ese sentimiento moral de rechazo de su calibre como emoción reflexiva (Jasper), reduciéndolo al simple fogonazo, a mero estallido sin propósito de construcción perdurable. Lamentablemente, en tiempos ganados por la búsqueda de satisfacción inmediata y la tiranía del “yo siento”, dicha distinción puede parecer innecesaria.
El progresivo deterioro de la calidad de la conversación pública en las democracias es prueba de ello. La sentimentalización de la política abona a esa zona incierta, confusa, en mala hora invadida por políticos con exigua conciencia de los efectos de sus palabras y acciones. Allí, la obtención y conservación del poder pasa de propósito legítimo a excusa para desactivar una ética que vela por la virtud de los medios, la consecución del bien común, la responsabilidad del liderazgo en la socialización de valores democráticos. Ganar campañas hoy suele identificarse con compulsiva producción de narrativas polarizantes y desintelectualización de los mensajes; con “hablar desde las vísceras” para exacerbar la emoción conveniente, ubicar y activar “el punto de dolor”, no para subrayar los mejores argumentos. Algo que ha exhibido una brutal eficacia, sí; pero que en situaciones amenazantes para la estabilidad democrática, o en contextos no-democráticos tendientes a sobrealimentar el rencor y consecuente ánimo de venganza, resultaría altamente contraproducente.
En cuanto a Venezuela, quizás no es temerario afirmar que años de fracasos y desilusión acumulada han redimensionado la rabia que llevó a secundar propuestas irreflexivas e intoxicantes; salidas desesperadas que en otros momentos se vendieron como estrategia de cambio. Tener que hacerse cargo de los asuntos de la propia supervivencia, aceptar que un Estado incapaz de responder a su obligación más básica obliga a explorar las posibilidades de la autonomía, podría estar alentando ese giro anímico; uno cuya ingrata contracara es la desafección por la política. Eso no significa, sin embargo, que el rechazo ante la injusticia, el atropello continuado o la inoperancia del gobierno haya desaparecido. De hecho, los sondeos de opinión dan rotunda fe de lo contrario. Pero junto con la mirada desencantada de la realidad baila ahora cierta cautela. La expresión “luchar sin correr muchos riesgos” (45.1 % – Delphos, junio 2023) resulta útil a la hora de descifrar la expectativa ciudadana y diseñar formas que le aporten atractivo a un proyecto compartido de nación.
¿Salió la rabia de la ecuación? Seguro que no, así que hay que tratarla con prudencia. La ira “puede tener cierta utilidad limitada, como un indicador (…) de que se ha cometido una falta, como fuente de motivaciones para abordarla y como disuasión para los otros”, dice Martha Nussbaum. Pero es vital distinguir la que opera como pretexto para la venganza y pone trabas a la generosidad y la empatía, de una ira “de transición”, apta para invocar impulsos constructivos. Un país que a duras penas trabaja para juntar sus trozos merece ser librado de la mala hierba del resentimiento (por algo lo decía Nietzsche), y cuyo tenaz reciclaje ha dejado más pérdidas que ganancias.