Rafael Fauquié: Nosotros y los otros

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Los otros son el infierno, los otros son la pesadilla del yo: toda la fuerza de la imagen del drama sartreano A puerta cerrada, se dibuja en la realidad de un mundo convertido en espacio saturado. La única forma de superar el asfixiante agobio es por medio de la comunicación y de la solidaridad. En un lugar sobrepoblado, estrecha superficie de cuerpos apretujados unos contra otros, sólo la comunicación, la comprensión y la solidaridad nos ayudan a no aplastarnos mutuamente. Nos ayudan a sobrevivir. Tolerar a los otros es el primer estadio de la convivencia: el rostro del otro se acerca demasiado al mío y ambos sonreímos. Cruzamos apenas unas correctas palabras. Nos devolvemos saludos rituales. Entender al otro es el siguiente escalón: hablamos con él y tratamos de que comprenda eso que le decimos. Tratamos, también, de entender lo que él nos dice. La solidaridad es la última escala de la convivencia. Significa ayudarnos mutuamente el otro y yo: caminar juntos; superar, ambos, nuestros errores. Comprensión convertida, pues, en comunicación, y solidaridad convertida en ética del nosotros: ética del próximo-prójimo.

Individualmente, la presencia y la cercanía del otro puede sugerir el deseo de aislamiento. Aislado del otro, el yo aprende de sí mismo. En soledad crece la vitalidad de individuales curiosidades. En soledad se propicia el autoencuentro, el autodescubrimiento. Individualmente, la soledad -si hemos aprendido a convivir con ella, si hemos sabido acostumbrarnos a ella- nos conduce al ensimismamiento: punto de partida de toda lucidez, de toda verdadera comprensión. Sin embargo, así como el aislamiento individual puede ser beneficioso para los temperamentos solitarios, el aislamiento colectivo, la soledad del nosotros, es, cada vez más, impensable e imposible. Individualmente, podemos ser islas y fructíferamente aprender de nuestros asombros y crecer con ellos; individualmente, podemos escoger la soledad y enriquecernos con ella; colectivamente, no podemos sino optar por el acercamiento al otro: la soledad grupal es inimaginable, tanto como la incomunicación, tanto como la indiferencia. En nuestros días, la solidaridad entre las naciones es mucho más que una imagen bondadosa o ingenua: es la sola respuesta posible ante un tiempo impredecible. Los amenazantes rumores de los días que corren nos obligan a todos los hombres a contemplar esos rostros que nos acompañan y que respiran junto a nosotros la misma viciada atmósfera y el mismo aire enrarecido.

Las dos respuestas posibles del ser humano ante el otro son el amor o el poder. Uno y otro han coincidido siempre en el hombre. Durante los siglos de la modernidad prevalecieron el poder y la razón represiva. Prevalecieron el egoísmo y la indiferencia, la lucha y la discordia. Los grandes ideales de la Revolución Francesa, la primera revolución de la modernidad, fueron la igualdad, la libertad y la fraternidad. Sólo los dos primeros se convirtieron en metas reales dentro del tiempo de los hombres. El tercero, la fraternidad, fue postergado, primero; olvidado, después. Sin embargo, la fraternidad hubiese sido el vínculo natural que podría haber comunicado libertad e igualdad. Igualdad sin fraternidad es deshumanización, multiplicación de alienantes homogeneidades. Libertad sin fraternidad es la ley de la selva, supervivencia de los más fuertes o de los más despiadados, supervivencia en la injusticia, supervivencia en la ausencia de límites; supervivencia en la que, además, no se oculta la terrible precariedad del éxito: tras el ascenso puede sobrevenir, siempre, la caída; tras la gloria acechan, agazapados, los posibles fracasos y la siempre probable derrota.

La ética del amor, la ética de la nostredad significa tolerancia frente al otro: a sus ideas, a sus espacios, a su derecho a vivir, a su derecho a ser. La ética del amor nos hace saber a los hombres que todos somos necesarios; que todas las experiencias y todas las memorias son importantes. La ética de la nostredad rescata esos ideales de fraternidad que, en algún momento, parecieron quedar fuera del tiempo del progreso. De nuevo: no se trata de postular una retórica de lugares comunes sobre el amor al prójimo sino de reconocer que en un mundo cada vez más pequeño y más expuesto a los errores que puedan cometer los hombres, es suicida proseguir el itinerario de una historia convertida en interminable predominio de unos sobre otros. La nostredad es la sola respuesta posible a la urgencia de sobrevivir. Los hombres sobreviviremos sólo si aprendemos a entendernos, si aprendemos a convivir.

 

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