Una crítica a la ausencia de material intelectual en las casas más impactantes de España.
Hace muchos años, casi treinta, confesé en esta página que era lector de la revista Hola, de España. Y lo sigo siendo. Ya no la leo con los crispis y el colacao porque llevo dos décadas desayunando otras cosas: cuando estoy en casa, una asquerosa leche de soja –a mi edad los médicos desaconsejan la de vaca de toda la vida, que es la que me gusta– y galletas Chiquilín o tortas de Inés Rosales. Con eso me apaño. Pero el caso es que sigo fiel a la revista. Unas veces la hojeo a esas horas y otras cuando estoy tranquilo entre una cosa y otra.
En sus páginas he visto envejecer a galanes de antaño –a todos menos a Bertín Osborne, que parece plastificado, el hijoputa– y a damas como Carolina de Mónaco, que en su momento fue un trueno de señora. He visto posar a famosos con esa sencilla naturalidad que, por ejemplo, mostraban siempre Paloma Cuevas y Enrique Ponce antes de que se les gastara el amor de tanto usarlo. A Isabel Preysler haciendo cling-cling con su célebre caja registradora. A reinas, reyes, duquesas, actores, monarcas, vedettes, banqueros con vergüenza o sin ella. A tontos del culo de ambos sexos vestidos de coronel Tapioca en safaris solidarios de dos días en el África procelosa, con estilismo de Nati Abascal. A impresentables analfabetas, a cuyo lado las pedorras de hace veinte años parecerían hoy unas señoras, ocupar portadas y reportajes a color.
He visto todo eso, vamos. Evolucionar los íconos de la sociedad en la que vivo y muchas cosas más. Si me permiten ustedes la chulería, tengo, como viejo y fiel lector, cierta autoridad en la materia. Hay dos cosas que me intrigan del Hola. Una, la más venial, es por qué a quien redacta titulares, sumarios o pies de foto le parece todo divertido. No entretenido, simpático, alegre, placentero, atractivo, encantador, gracioso, seductor, fascinante, sugestivo, agradable, jovial, campechano o cualquier sinónimo susceptible de dar variedad al jolgorio. Para nada. En la revista todo es divertido por cojones. Y si creen que exagero, hagan la prueba. Echen cuentas y comprobarán que rara es la semana donde no hay media docena de asuntos calificados con ese adjetivo. Desde hace tiempo, para la revista todo es divertido a tope. ¿Por qué? Loignorito, como se llamaba el loro. Cien páginas semanales de Divertilandia.
El otro enigma de las arenas, más gordo aún, es el de las bibliotecas. Es costumbre del Hola mostrar en las primeras páginas la lujosa mansión de alguien: la princesa Chochín de Torlonia-Staufenberg nos enseña su casa de los Abruzzos, la diseñadora Lola Cascales nos pasea por su finca jerezana con niños y perros incluidos. Etcétera. En todos estos casos busco en el reportaje la biblioteca doméstica esperable en casoplones de ese nivel; pero nunca doy con ella, o casi nunca.
Las fotos suelen mostrar el comedor, el salón, el dormitorio, el cuarto de baño, la piscina; y a veces, muy raras veces –según mi documentada estadística, una de cada veinte, o menos– aparece una biblioteca que en algún caso, y de justicia es decirlo, está muy bien. Pero la mayor parte de lo que la revista llama bibliotecas son salones donde hay algunos libros de aspecto antiguo o con formato de arte, viajes y tal, colocados más para decorar que para leerlos. Basta ver cómo están en las baldas, entre objetos y apoyados unos en otros, de un modo en que ningún lector de verdad dispondría los suyos. Y por supuesto, con ausencia clamorosa de esos otros libros que se leen, que se reconocen nada más verlos. El núcleo elemental de una biblioteca seria.
De todo esto me queda una duda más o menos razonable, o sea. Un gusanillo juguetón que me corroe las asaduras desde hace años. ¿Esa ausencia habitual de bibliotecas se debe a que en las casas fotografiadas no hay libros, o que a la revista le importa un carajo que los haya?… Porque puede ocurrir, tal vez, lo de mi hija Carlota, que entonces tenía ocho años, cuando acudió a la fiesta de cumple de una amiga. Y al regreso, muy impresionada, me dijo: “Oye, papi, seguramente los papás de Marcela tienen los libros abajo, en el sótano, porque arriba no he visto ninguno”.