Se admite hoy sin discusión que Joseph Haydn ( 1732-1809), el compositor austriaco cuyo solo nombre se asocia a todo lo que la expresión “música clásica” pueda suscitar en nosotros, fue el inventor del trío para cuerdas.
Esa sencillísima formación —violín, viola y violonchelo—, emblema viviente del más íntimo disfrute de la música, exige del autor una inventiva melódica y unos saberes compositivos que le permitan construir un universo sonoro con la mínima dotación instrumental.
Casi simultáneamente, Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791), el genial contemporáneo y amigo de Haydn, añadió un teclado: había inventado el cuarteto, el modelo que da forma a toda la música de cámara hasta la actualidad. ¿Qué relación guarda esta “genética” de la llamada “música culta” con el jazz de nuestros días? Mucho, muchísimo más de lo pueda pensarse.
Para la mayoría de las personas, aun los más desprevenidos y menos aficionados a la música, la palabra “jazz” se asocia a una forma expresiva hecha de percusión trepidante, música sincopada, instrumentos de metal, una frenética improvisación melódica y, en ocasiones, canto y contracanto humanos; en fin, a una atmósfera en la que predomina lo dionisíaco y lo contemporáneo afroamericano.
Sin embargo, a mediados del siglo pasado, surgió en Estados Unidos un músico de jazz que encarnó la síntesis entre la música que, por agilizar la conversación, solemos llamar clásica y la vanguardia del jazz.
Se llamaba Bill Evans, era pianista y compositor y, cuando en 1957 —con su álbum New Jazz Conceptions—, se hizo de un lugar de privilegio en la competida escena jazzística de su país, cualquiera, al verlo, lo habría tomado por un joven catedrático de alguna elitista universidad de la Nueva Inglaterra. No será superfluo advertir que era blanco. La configuración predilecta de Evans era la de Haydn: el trío, aunque no de cuerdas, sino el que hacen una batería, un bajo y un piano.
Muerto prematuramente, en 1980, sus ideas musicales se nutrieron no solo de los standards —piezas de autor, muy conocidas desde siempre, sobre las que los jazzistas improvisan— sino de dos siglos de música de cámara europea y su influencia en la música contemporánea no ha hecho sino crecer en todas las direcciones. Y no solo en el ámbito del jazz, también en la música académica y hasta en la de cine.
“Evans es ya un color básico de la paleta, su música y su técnica pianística terminaron por impregnarnos a todos”, llegó a afirmar Wojciech Kilar (1932-2013), autor, entre otras muchas, de la banda sonora de Drácula (Francis Ford Coppola, 1992). Sin embargo, la apoteosis de Evans fue su encuentro, en 1959, con el gran trompetista afroamericano Miles Davies. Fue esta conjunción astral la que produjo el álbum de jazz que, según los entendidos, es hasta ahora el mejor en la historia del género; una obra maestra irrepetible: Kind of Blue.
Kind of Blue (que coloquialmente traduce algo como “más bien triste”), famosamente grabado en solo dos sesiones, inaugura el álbum monográfico, concebido como una performance muy publicitable que, mediando la mercadotecnia, da nombre al álbum y motivo publicitario a las giras del grupo intérprete. La experiencia del álbum temático sería luego adoptada y desarrollada por la industria del rock.
En Kind of Blue tenemos por un lado a Evans, músico de escuela, admirador de los métodos de armonización desarrollados por los compositores franceses Claude Debussy (1862-1918) y Maurice Ravel (1875-1937). Por el otro, a Davis: intuitivo y temperamental, aunque respetuoso de la cultura musical de Evans.
Davis fue siempre muy respetuoso del modo elevado con que éste desplazaba su inventiva por el teclado. Davis llamaba a ese estilo “el toque místico de Bill Evans”. Ambos músicos estaban cansados de la estruendosa espectacularidad del be-bop, del feroz virtuosismo de los ejecutantes “de alta velocidad”.
Se propusieron emplear las estructuras musicales de los impresionistas como Debussy para crear una forma musical claramente estadounidense. Invito a escucharlo en el tema So What, cuyo arreglo estuvo a cargo de Evans, y gozar de este característico sonido en la contención del solo de piano que se deja escuchar a partir del minuto siete.
Evans y Davis nunca más se juntaron, pero el aporte del pianista a la perdurabilidad de Kind of Blue resplandece en cada tema.
El “sonido Evans”, como se le llamó, fue descrito por Davis como “un cristal, un fuego silencioso”. Esto último, y la fusión del sosiego impresionista y la vitalidad rítmica, se aprecia claramente en su más célebre tema: “Waltz for Debby”(“Vals para Debby”, 1961), compuesto en 1956 y ejecutado aquí con el trío con que Evans dio la vuelta al mundo: Scott LaFaro en el bajo y Paul Motian en la batería.
Evans era meticuloso, disciplinado e intenso. Su música emana de experiencias emocionales muy íntimas y a menudo crueles, que logran conmover hondamente. Sin embargo, en su interpretación al piano escasean esos sentimientos crudos, sin refinar, que suelen hallarse en el jazz.
Hacia el final de su corta y fulgurante vida —falleció a los 51 años— una tragedia familiar, la muerte de su hermano adicto a las drogas, trajo consigo una fortísima depresión de la que Evans nunca más pudo salir. De hecho, ella precipitó su propia adicción a las drogas duras que al cabo le quitó la vida.
Sin embargo, el toque sutil, apolíneo y contemplativo de su estilo pianístico lo acompañó hasta el final. Y usted puede sentirlo en “Emily”, recogido en vivo en Copenhagen, hacia 1970.
Muchos músicos excelentes, pianistas cultores de la música clásica, han hecho incursiones en el jazz con debatibles resultados. Dos vienen a la mente: el austriaco Friedrich Gulda y el estadounidense André Previn. Pero solo uno partió del jazz, espumó de los clásicos modernos lo que su arte requería y regresó al jazz para vivificarlo con una fórmula que habría halagado a Haydn y Mozart: el gran trío.
Alfred Brendel, gran panista y erudito, luego de escucharlo en Nueva York, escribió: “quien desee iniciarse en el idioma del jazz no hallará mejor guía que Bill Evans. Él no toma el sonido del piano como un absoluto: es su punto de partida para largos viajes a la estratósfera o a las profundidades de la Tierra. ¿Se puede pedir más?”.