Los crímenes de ayer como coartada para los crímenes de hoy. Esta es la idea funcional en el mundo multipolar recién inaugurado, donde las potencias emergentes no se andan con miramientos. El trato que dispensan a la legalidad internacional no será distinto al que le ha dispensado su principal arquitecto, que es EE UU. Se aplicará a conveniencia, con rigor al adversario y laxitud extrema al amigo y, naturalmente, a uno mismo. Es un nuevo orden, sin duda, pero a la vez un retroceso sin horizonte ni propósito de enderezar el árbol torcido, antes al contrario, con permiso para que cada árbol obtenga el reconocimiento de su perversión.
La presidencia de George W. Bush, como síntesis y culminación histórica de los desmanes del bando vencedor de la guerra fría, proporciona un soberbio catálogo a los nuevos matones que chulean al mundo: la invasión de Irak; los asesinatos selectivos, las atrocidades de la guerra global contra el terror; el limbo judicial que es todavía Guantánamo… Y si no basta, sirven los viejos catálogos, desde la enormidad del horror colonial e imperialista hasta el golpe de Pinochet y la guerra de Vietnam.
Con su espejo americano enfrente, Rusia siempre actúa a lo grande. En Ucrania está agotando el catálogo del espanto. China, sigilosa, persistente y eficaz, no le va a la zaga: Hong Kong está ya sometido, es total el control punitivo sobre Xing Jiang, Tíbet y Mongolia Interior y la asimilación represiva de sus poblaciones, se estrecha el cerco sobre Taiwán. Ambas naciones imperiales aspiran a la homogeneidad, étnica (rusa y han), lingüística (ruso y mandarín) e incluso religiosa (ortodoxia y comunismo confuciano), bajo la vara de mando personal de dos autócratas.
Son el último e inquietante modelo, emulado incluso en la India democrática y de diversidad infinita. El asesinato de un dirigente sij en Canadá, organizado por los servicios secretos indios según el primer ministro Justin Trudeau, es el lenguaje con el que Narendra Modi le habla al mundo sobre el poder de una potencia imprescindible para el equilibrio de poder frente a China. Es el mismo vocabulario sangriento que usa otro autócrata, el príncipe saudí, primer productor de petróleo mundial y gran patrocinador deportivo, Mohamed bin Salman, que se ha hecho perdonar por todos la muerte y descuartizamiento de Jamal Khashoggi, un periodista saudí crítico con el régimen.