Estados Unidos y Brasil, o Joe Biden y Lula da Silva, parecen haber encontrado en Nueva York, la semana pasada, la distancia más conveniente para vincularse. Es una novedad de la relación bilateral. Pero tiene también un significado mucho más extenso por el lugar que ocupan ambos países en el tablero global.
Las relaciones internacionales están mucho más determinadas de lo que se supone por el clima emocional que rodea a los mandatarios. Biden y Lula simpatizan. Una diferencia importante con el malestar que fue contaminando el vínculo del brasileño con Barack Obama, en especial después del acercamiento de Brasil con Irán para ensayar una mediación en materia nuclear. Para perplejidad de quienes sobreestiman las afinidades ideológicas, con ningún colega norteamericano se llevó mejor Lula que con George W. Bush. Algo parecido le sucedía con el español José María Aznar. La armonía del yin y el yang.
La reunión de Lula y Biden, organizada al margen de la Asamblea General de la ONU, comenzó a prepararse en mayo. Pero su celebración fue providencial para el presidente de Estados Unidos, por el contexto doméstico: el gran conflicto que enfrenta al sindicato del sector automotor, la Union Auto Workers, con las tres grandes firmas de Detroit: General Motors, Ford y Stellantis. Biden adhirió a la protesta, no solo para ratificar la alianza de su partido con el gremialismo; también para neutralizar la astuta prédica de su rival Donald Trump, quien le acusa de amenazar los puestos de trabajo de esa industria cada vez que promueve la expansión del automóvil eléctrico.
Con el telón de fondo de esta contienda electoral, Biden aprovechó la reunión con el viejo tornero Lula, un presidente surgido de las filas del sindicalismo automotor, para firmar juntos una declaración a favor de los derechos de los trabajadores.
A propósito del auto eléctrico, la otra convergencia entre Washington y Brasilia fue el impulso a la transición ambiental. Las preocupaciones ecológicas han sido una bandera del Partido de los Trabajadores en su confrontación con el retardatario Jair Bolsonaro. En las conversaciones de Nueva York se pactó una visita de John Kerry, el hombre de Biden para la agenda climática, y también varias misiones empresariales destinadas a Brasil.
Lula y sus diplomáticos hicieron un ajuste en su orientación externa para facilitar el reencuentro con los Estados Unidos. La señal más relevante fue la reunión del brasileño con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. La relación entre ambos había tocado fondo en Hiroshima, en mayo, durante una cumbre del G7 en la que Lula rehuyó el encuentro con Zelenski alegando inconvenientes de horario. Quince días antes, el canciller ruso, Sergei Lavrov, había sido recibido como un amigo en Brasilia. Era la atmósfera en la que el presidente de Brasil afirmó que “Moscú y Kiev tienen las mismas responsabilidades en la guerra” y que “Estados Unidos y la Unión Europea deben dejar de promover el conflicto”. No es casualidad que haya sido al cabo de esa secuencia, en mayo, cuando el Departamento de Estado e Itamaraty, como se conoce a la cancillería brasileña, iniciaron las conversaciones para recuperar el eje de la relación bilateral.
Antes del encuentro con Zelenski, el canciller de Brasil, Mauro Vieira, dialogó con su colega ucranio, Dmitro Kuleba, frente a quien recordó que su país había condenado la invasión rusa y que, además, defendía para Ucrania el principio de integridad territorial. Lula aclaró que fue Zelenski quien le había solicitado la reunión de Nueva York. Para él fue, a pesar de la sobriedad expresiva, un éxito: Zelenski le reconoció como un agente de la pacificación, rol que el brasileño viene procurando desde marzo, cuando ambos tuvieron una primera conversación virtual.
La recomposición del nexo con Lula tiene un alcance especial para Estados Unidos. Brasil es, acaso, el integrante del grupo BRICS más ligado a la defensa de la democracia y el Estado de Derecho. Tener un amigo en ese club es valiosísimo para Washington, más allá del buen trato con India. Sobre todo, desde que los BRICS se han convertido en una plataforma para la operación geopolítica de China.
La relación de Brasil con China es muy buena, pero está atravesada por una disidencia difícil de corregir: la antigua e insistente aspiración de los brasileños a ocupar una banca permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Un objetivo que comparten con Japón, y al que se niegan los chinos, reacios a ceder su poder de veto. La reforma de la organización de Naciones Unidas fue uno de los ejes del viaje de Lula y de su equipo a Nueva York, donde está destacado como representante Sergio Danese, uno de los más capacitados diplomáticos brasileños.
La integración al Consejo de Seguridad supone el liderazgo sudamericano de Brasil. La administración del PT realiza un ejercicio constante para subrayar esa supremacía. Aprovecha, entre otras circunstancias, la subordinación del Gobierno argentino a la protección de Lula. El brasileño fue el gestor de créditos delante de Xi Jinping y también quien postuló a la Argentina como potencial miembro de los BRICS. Delante de Biden, realizó una advertencia acerca del peligro que corre la democracia si los argentinos llevan a la presidencia al ultraderechista Javier Milei.
Lula sabe que al hacer esa declaración colabora con la campaña electoral de Biden. Milei, además de ser un aliado de Bolsonaro, tiene simpatías muy marcadas por Trump. En otras palabras, Lula activó los reflejos de Biden en contra de la denominada “internacional reaccionaria”. Este juego, en el que quedan en evidencia los condicionamientos de la política doméstica sobre las relaciones exteriores, está en el origen del trato entre los presidentes de Estados Unidos y Brasil. Desde Washington se respaldó sin sombra de duda el proceso electoral que llevó a Lula al poder, a pesar de las impugnaciones de Bolsonaro. Los funcionarios del PT suelen alegar que sus amigos norteamericanos han exagerado ese respaldo hasta verse a sí mismos como los padres de la administración de Lula.
El vínculo entre los dos gobiernos estuvo sometido a un movimiento pendular entre aquella amistad y los desencuentros posteriores. En ambas capitales, Washington y Brasilia, esperan que la reunión de Nueva York les haya hecho encontrar el justo medio.