Quizá por primera vez en un espacio de nuestra vida hemos sentido una ardor interior: no el demoledor de Mijail Bakunin, sino el que mostraba Honoré de Balzac, sin el cual la religión, toda novela e historia del arte – y uno añade el cine – el espíritu sería puro yermo.
Tal vez sea algo peregrino y hasta puede llegar a parecer nebuloso, ya que habiendo sido un chaval ensimismado, un joven introvertido, y ahora un hombre ambivalente al intervalo de enunciar los sentimientos, en ningún momento creo haber tenido efusiones desatadas por las películas. Tampoco hacia la música ni el teatro. Nuestro rincón interior es la lectura.
Leer abriga nuestro atravesar sobre la existencia. Logramos hacerlo durante horas, y en numerosas ocasiones esas horas se abren en la alborada de la mediterránea ciudad de Valencia, en la que hoy hacemos un reposo quizás definitivo.
Nuestra vida actual ya no hace senderos siguiendo las orillas del río Duero, mientras don Antonio Machado apreciaba las brisas del Moncayo bajo los álamos, en la Soria barbacana de la distante mocedad.
Entre la media docena de largometrajes cinematográficos recordados, malamente al hilvanar estas palabras, solamente asumo presente “Un perro andaluz”, aquel encuentro de creación realizada entre Luis Buñuel y Salvador Dalí.
Lo llamaron cine surrealista. Fui a verla la película con mi madre en un salón de Gijón, que olía a trementina con sudores mezclados.
Ella amaba el cine. Dura y realista en el vivir cotidiano, cuando entraba en esos lugares nebulosos, siempre salía lloriqueando. Más tarde, con los años, supe la causa, y ya era tarde. Ahora reposa en un cementerio húmedo, en un pliegue de los prados mi infancia en el cementerio de Ciares.
Al señalar de Salvador Dalí, el mejor cine es el que puede percibirse con los sentidos cerrados, al volverse la luminiscencia de la sala brisa mística envuelta avidez carnal.
Madre así lo debió deducir. Cuando creía captar objetos incorpóreos, decía que el resplandor se volvía muselina de todos los colores, en unos días de pan rancio y aceite de estraperlo.
A ella le magnetizaba el musical americano. Estaba enamorada de Bing Crosby.
Un día, ya fallecida, hallé en el fondo de un cartapacio que la acompañó en vida, un recorte en el cual el rostro del actor poseía aire beatífico. Crosby vestía de sotana haciendo el papel del padre O´Malley en “Siguiendo mi camino”.
Ese pliego lo convirtió en su amuleto.
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