Entre gobierno y caos, el Partido Republicano siempre elige el caos. La Cámara de Representantes, institución fundamental en la aprobación de los presupuestos, se ha quedado sin presidente, y sus actividades han quedado suspendidas a la espera de la elección de uno nuevo. No es un percance menor, sino un acontecimiento insólito en la historia estadounidense, que deja a la superpotencia sin su tercera autoridad, después del presidente, Joe Biden, y de la vicepresidenta, Kamala Harris.
El protagonista de tal hazaña es el viejo partido, ahora poseído por el espíritu destructor de Donald Trump, el presidente convencido de que está por encima de la Constitución, hasta el punto de utilizar tal creencia para defenderse ante los cuatro jueces que le han encausado en tres causas penales y una civil. Kevin McCarthy, hasta ahora presidente de la Cámara baja, es el tercer jefe de filas republicano devorado por el feroz extremismo trumpista, a pesar de su vergonzosa sumisión al dictado del grupo más radical y lunático del conservadurismo. Su pecado imperdonable fue pactar con la Casa Blanca la prórroga de los presupuestos durante 45 días, evitando así el cierre y suspensión de pagos de la Administración federal, a costa de un altísimo precio, que incluye su cabeza, además de la inactividad de la Cámara y la congelación de la ayuda a Ucrania, mientras no se produzca la dificultosa elección de su sucesor.
Si en algún momento la presidencia de Trump pudo ser percibida como un accidente episódico, el cariz que están tomando las primarias republicanas, con el magnate en cabeza en los sondeos y a larga distancia de los otros candidatos, señala un auténtico fallo multiorgánico de la democracia, incapaz de gobernarse en casa y de mantener a la vez su posición y sus intereses en el exterior. Serán graves e incluso trágicas las consecuencias si el incumplimiento de los compromisos con Ucrania no tiene retroceso, ante todo para Kiev y para los aliados atlánticos, pero también para la propia superpotencia como primera víctima de sí misma, puesto que perderá la autoridad y la fiabilidad que pudiera quedarle, y dará luz verde a cuantos aspiran a un ascenso coactivo en el nuevo mapa multipolar, como China respecto a Taiwán o Azerbaiyán respecto a Armenia.
No es solo EE UU el gigante enfermo. Es la democracia liberal, secuestrada por minorías radicales que bloquean la acción de gobierno e incluso las instituciones, tal como explican Levitsky y Ziblatt en el título mismo de su nuevo libro, La tiranía de la minoría, que completa su famosa reflexión anterior, Cómo mueren las democracias.
No sucede tan solo en EE UU. Gracias a los sistemas de equilibrios y controles de la democracia contramayoritaria, que servían para preservar los derechos de las minorías, ahora son unas minorías desleales con la democracia, y a veces incluso insignificantes, las que llegan a imponer su tiranía.