El audaz ataque de Hamás contra Israel es rico en resonancias y en consecuencias. Aunque sus portavoces no hayan hecho referencia a ello, la fecha elegida para estas operaciones a todas luces evidente: el 50 aniversario (más un día) del ataque combinado egipcio-sirio de 1973 para recuperar sus territorios ocupados (el Sinaí y los altos del Golán) siete años antes. No es el único aniversario evocado. Acaba de conmemorarse el 30º aniversario de los acuerdos entre Israel y la OLP, que alumbraron el embrión del Estado Palestino a cambio de aceptar parte de la ocupación sin garantías. Finalmente, la intensidad y profundidad de la operación ha dejado a Israel en shock, de forma análoga a cómo se sintió EEUU el 11 de septiembre de 2001. Pero hasta aquí las analogías, referencias o comparaciones. El contexto, los contendientes y las circunstancias son diferentes. Esta guerra tiene dimensiones propias, que intentamos analizar.
La dimensión local
No deja de ser una paradoja que la situación en Gaza en los últimos meses fuera de cierta estabilidad, que no debe confundirse con tranquilidad. Más de dos millones de palestinos viven en una “cárcel a cielo abierto”, encerrados y asfixiados. Pero tras las hostilidades de 2021, Israel había “concedido” permisos de entrada a 20.000 trabajadores palestinos y los países árabes ricos habían financiado obras de reconstrucción de infraestructuras básicas.
¿Por qué entonces ahora este ataque tan masivo de Hamas?
La dimensión nacional
La respuesta encaja en una dimensión superior del conflicto, que excede el ámbito local (Gaza, sector meridional de los territorios palestinos, y el sur de Israel) y se enmarca en la confrontación nacional entre Israel y Palestina. Según el máximo dirigente militar de Hamás, la operación es una respuesta a las últimas “provocaciones del estado sionista” en torno a la mezquita de Al Aqsa, el tercer lugar santo del Islam, sita en Jerusalén. No hay que olvidar la naturaleza islamista de esta organización político-guerrillera y, por lo tanto, extremadamente sensible a las cuestiones religiosas. Y aunque sólo ejerce su autoridad en Gaza, de donde Israel se retiró en 2005, Hamás también está presente con mayor o menor influencia en Cisjordania.
El templo se encuentra junto al Muro de las Lamentaciones, monumento capital en la historia de los judíos, que ocupan la ciudad santa desde 1967. Los palestinos reclaman el sector oriental de Jerusalén como futura capital de un Estado que aún no tienen, aunque gran parte de la comunidad internacional se lo haya reconocido por derecho. Pero nadie en Israel está dispuesto a ceder Jerusalén y sólo parte de sus habitantes aceptarían compartirla. Este es uno de los asuntos más espinosos de la paz pendiente y quedó sin resolver en Oslo.
Al erigirse en defensor de la dignidad de Al Aqsa, Hamás vuelve a actuar ante lo que considera como pasividad o dejación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), que ejerce una autonomía fantasmal sobre zonas de la Cisjordania en las que vive sólo un 40% de la población palestina; el resto sigue sometido a la ocupación completa que ya se compara con el régimen de apartheid. Contrariamente a lo que ha ocurrido en Gaza, en Cisjordania se ha vivido un año atroz, debido a la brutal presión de los colonos más radicales, envalentonados por el gobierno israelí más extremista en sus 75 años de historia. A lo largo de 2023 se han registrado cientos de muertos palestinos en enfrentamientos con el Ejército y la policía militarizada. La colonización crece cada día. La ANP está paralizada por un gobierno inoperante y corrupto, un aislamiento político creciente y una división nacional cada vez más agria y profunda.
Israel vive también una crisis interna sin precedentes. Tras la decisión de Netanyahu de aliarse con los partidos derechistas más extremistas para conservar el poder y protegerse así de las causas judiciales pendientes sobre su persona, el gobierno que dirige se ha entregado a una deriva autoritaria inédita. El intento de control de la justicia por el ejecutivo y los planes anexionistas de los territorios palestinos han provocado una quiebra sin precedentes en la sociedad civil. La situación es tan grave que miles de reservistas se han negado a cumplir con sus obligaciones militares en protesta por las actuaciones del gobierno. Algunos se preguntan si la falta de respuesta ante la incursión de Hamás en el sur de Israel el 7 de octubre se puede deber en parte al caos en el aparato de seguridad. No parece probable, ya que la defensa del territorio es una línea roja para todos los ciudadanos israelíes. El problema hay que buscarlo en un fallo masivo de la siempre mitificada inteligencia israelí.
Estas dos quiebras nacionales, la palestina y la israelí, han favorecido la actuación de Hamás, que combate, aunque en grados y con objetivos distintos, a los gobiernos de ambas entidades. Pero el ataque se enmarca en una dinámica más amplia de dimensión regional.
La dimensión regional
Oriente Medio vive un momento de cambios, aún por definir y determinar. Las guerras de las últimas décadas no han resuelto ninguno de los problemas que arrastra la región desde hace un siglo. El debilitamiento de la conflictividad árabe-israelí ha dejado paso a nuevas tensiones más activas y a nuevos intentos de reconfiguración geoestratégica. Dos resaltan sobre los demás: la rivalidad sectaria islámica sunni-chií, cuyos bandos lideran respectivamente Arabia Saudí e Irán; y la marginación de la cuestión palestina (otrora corazón del conflicto regional) como factor diplomático dominante.
Arabia Saudí e Irán, tras una década de enfrentamientos por subrogación (en Yemen, en Líbano, en Siria, en Irak…) parecen haber comprendido que no pueden triunfar sobre el rival y habrían decidido acordar una coexistencia que reduzca los riesgos de una conflagración destructiva para ambas partes.
Hamás es un caso paradójico en esta rivalidad. Como grupo sunní, encajaría dentro de la influencia saudí. Pero la escasa combatividad del reino hacia el estado judío le ha empujado hacia Irán, que hace años que la apoya, financia, protege y arma. Egipto, país administrador de Gaza antes de la ocupación israelí en 1967, ha ejercido estos últimos años un papel tutelar sobre el territorio. El desalojo de los Hermanos Musulmanes, tras el golpe militar de hace diez años, ha tensionado las relaciones, ya que los derrotados islamistas egipcios eran próximos doctrinariamente a Hamás. Con todo, desde El Cairo se ha negociado el fin de las sucesivas guerras entre los islamistas palestinos de la franja e Israel.
El nuevo líder de facto saudí, el príncipe heredero Mohamed Bin Salman (apelado MBS en círculos diplomáticos y mediáticos), no parece tan concernido por la causa palestina como su padre, el enfermo y discapacitado Rey o sus predecesores. MBS se ha hartado de las divisiones palestinas y concentra sus energías en hacer de su reino la mayor potencia económica, militar y tecnológica de la región. Y para eso necesita paz (aunque sea fría o falsa) y desprenderse de las hipotecas del pasado.
Pero MBS no puede desprenderse de un plumazo de la cuestión palestina. Necesita un apaño formal, que restaure las imposturas del pasado, al menos en parte. Acepta entenderse con Israel por cuestiones pragmáticas (el comercio bilateral, la cooperación tecnológica, el maná turístico, etc.), pero la deriva extremista de su antiguo adversario y nuevo socio potencial dificulta las cosas. Los saudíes exigen gestos a Israel. Netanyahu desea culminar este pacto, que completaría el esquema de la reconciliación con los países árabes definido en loa acuerdos Abraham, suscritos durante la administración Trump pero negociados desde mucho tiempo antes. El problema es que las concesiones sobre el asunto palestino que MBS quiere o necesita no son aceptables para los socios extremistas del primer ministro israelí, que no sólo se oponen radicalmente a cualquier forma de Estado Palestino, sino que hablan ya sin tapujos ni medias tintas de duplicar el número de colonos en Cisjordania, como paso previo a la anexión total del territorio, que ellos denominan con las referencias bíblicas de Judea y Samaria.
Desde Irán se contemplan estos movimientos con inquietud provechosa, porque el juego de equilibrios de su rival saudí les abre una ventana de oportunidad. La carta palestina, aunque devaluada, sigue teniendo un valor táctico. De ahí que su apoyo a Hamás se haya mantenido y seguramente reforzado con gran tenacidad, como complemento de esa red de fidelidad chií que lleva décadas construyendo en los países vecinos del enemigo sionista. No es casualidad que el Hezbollah (Partido de Dios) libanés se sumara modestamente al ataque de Hamás.
Pero esta danza regional es imposible de entender sin una actuación diplomática de las grandes potencias mundiales que la alientan, protegen y vigilan.
La dimensión internacional
Hace apenas unas semanas, Jake Sullivan, Consejero de Seguridad del Presidente Biden, afirmaba al editor de THE ATLANTIC que Oriente Medio vivía la situación “más tranquila de las dos últimas décadas”. Se trataba de una apreciación miope o sostenida únicamente en las maniobras de despachos, donde ha dejado de tener sitio la frustración palestina.
La actual administración norteamericana está enojada con lo que está pasando en Israel. Biden no aprecia a Netanyahu, que lo ninguneó cuando era Vicepresidente de Obama. Pero es un aliado férreo de Israel, y presume de ello como han gustado de hacerlo la mayoría de los líderes demócratas. Esta Casa Blanca se opone a la degradación escandalosa de la democracia israelí, porque le estropea la retórica Democracia vs. Autoritarismo que fundamenta la doctrina Biden para las relaciones internacionales. Y le molesta la agresividad de este gobierno israelí extremista hacia los palestinos, porque Washington mantiene su apoyo a la ficción de los dos Estados como fórmula de solución para el conflicto israelo-palestino. Pero nunca pasa de tibias reprimendas verbales. Biden no ha hecho nada eficaz para frenar a Netanyahu.
Por eso nadie puede sorprenderse de la declaración de solidaridad con Israel, sin reservas ni matices, después del ataque de Hamás. Se diría que el hecho de que la mayoría de las víctimas sean civiles o de que haya norteamericanos entre los rehenes tomados por Hamás no dejaba al Presidente norteamericano otra opción. Pero quienes sufren la brutalidad de la ocupación en Cisjordania o en Jerusalén también son ciudadanos de a pie, quienes, por añadidura, carecen de un aparato militar solvente que los proteja.
No obstante, Biden tiene en su mano una carta que puede favorecer la confluencia entre Arabia Saudí e Israel. Se trata de garantías militares sólidas (en forma de Tratado o de otra forma jurídica) que Riad pretende y que sólo Washington puede proporcionarle. La joya sería la cooperación nuclear; o dicho de otro modo, la luz verde para desarrollar su propio programa atómico. De esta forma se disiparía la desventaja estratégica del reino saudí con respecto a Irán, que tras la denuncia del acuerdo internacional por Trump, está ya cerca de convertirse en una potencia capaz de desarrollar un arsenal nuclear.
Esta arquitectura de alianzas bilaterales múltiples está basada en el juego de los equilibrios. Irán y Arabia resuelven su dialéctica de amenaza recíproca con la garantía de la disuasión. Israel se protege ante Irán mediante un acuerdo de defensa con Arabia Saudí. Y Estados Unidos se convierte en garante de la nueva estabilidad. Los palestinos pierden o son obligados a aceptar las migajas de un reparto de poder que los ignora como actor propio. Irán se erige como única baza real de presión de los palestinos, pero Teherán podría sacrificar el apoyo que les presta si sus adversarios le brindan garantías sólidas de seguridad para su régimen.
En este decorado aparecen, sin embargo, otros actores principales hasta ahora secundarios: China y, en menor medida, Rusia. Pekín se ha asegurado un puesto en este nuevo orden regional al favorecer la aparente reconciliación entre Arabia e Irán. Algo que preocupó sobremanera a Washington y, en parte, aceleró el trabajo diplomático israelo-saudí. Los chinos tienen intereses muy importantes en su relación con Arabia. Necesitan su petróleo para garantizar la continuidad de su desarrollo económico, en un momento en que su modelo económico zozobra. Pero también su mercado, vital para sus rubros exportadores. Por su parte, los saudíes ven en China un socio imprescindible por su valor tecnológico y militar, que, por añadidura, no pone condiciones ni pide cuentas políticas o ideológicas, como a veces hace Washington. También Israel ha desarrollado una vía de entendimiento con Pekín.
China ha favorecido la inserción de Irán y de Arabia Saudí en el club de los BRICS, a pesar de las reticencias de alguno de sus miembros, lo que demuestra el interés reforzado de Pekín en Oriente Medio. En el pulso geoestratégico mundial, esta región cobra una importancia en absoluto despreciable o secundaria como se creía hace sólo dos o tres años.
Y finalmente, Rusia. La guerra de Siria le permitió recuperar parte del poder perdido, como apoyo vital para el sostenimiento del régimen de Damasco, el principal aliado de Irán en la región. A partir de la pasarela siria, Moscú ha construido una relación más fecunda con Irán, que abarca todos los dominios imaginables. Ante el desafío de su guerra en Ucrania y la hostilidad occidental, Rusia no puede escatimar apoyo alguno. Los ayatolás están nutriendo el arsenal ruso y ambas potencias se sienten legitimadas para cooperar en el escamoteo de sanciones económicas y financieras internacionales. Irán puede ser un socio muy útil también en el Cáucaso y en Asia Central, dos zonas de tradicional influencia rusa, última en decadencia. En la presión internacional sobre Irán por el programa nuclear debe darse ya por eliminada la palanca rusa.
Este complejo panorama, articulado en varios niveles geográficos y políticos, ayuda a entender esta nueva guerra en Oriente Medio. Que quizás puede ser la última, pero seguramente será tan sangrienta, destructiva y cruel como las anteriores.