Roberto Casanova: Hay que imaginar a Simón feliz

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La desesperanza, la emoción asociada a la convicción de que ‘nada de lo que hagas hará ninguna diferencia’ es, sin duda, la más conveniente desde la perspectiva de la dictadura. Que abandonemos espiritualmente la lucha es, en definitiva, el objetivo clave del régimen autoritario. En tal sentido es secundario que los venezolanos permanezcamos en el país o emigremos. Lo importante es que no jodamos más. Aunque no todos podemos ser como Simón, algo de Simón tiene que haber en cada uno de nosotros.

1. De cuerpo presente

Incontables imágenes, sentimientos y reflexiones inundaron mi mente hace unos días, cuando mi esposa y yo decidimos, finalmente, ver la película “Simón”. La experiencia fue abrumadora y me motivó a escribir estas notas pocas horas después. Encontrar las palabras adecuadas para describir la película desde una perspectiva cinematográfica es un desafío, y no solo porque no soy un crítico de cine. Decir que la película me gustó mucho no reflejaría claramente lo que sentí. La experiencia se asemejó más a tener un sueño intenso, a ratos pesadilla, que puede recordarse vívidamente al despertar. No solemos juzgar estos sueños en términos de si nos gustan o no. Ellos nos hacen pensar, sentir, revivir. No somos sus espectadores: ellos y nosotros somos uno. Simón, la película, ha sido como un sueño, no por alguna carga de irrealidad, sino por todo lo contrario, por estar repleta de nuestra realidad. Es una película sobre un trozo de nuestras vidas y por eso no logro colocarme en la posición de juzgarla como obra. He escrito pues estas notas en primera persona. De cuerpo presente. En Caracas.

2. ¿No fue suficiente?

Si las protestas hubieran continuado, si otros sectores de la sociedad se hubieran unido a ellas, si los gobiernos de los países democráticos hubieran brindado un apoyo más firme, el sector militar -o al menos una parte significativa de él- habría comprendido que no podía hacer nada frente a una mayoría decidida a ser libre. Lo que se necesitaba era perseverar hasta que el esfuerzo heroico diera sus frutos. He escuchado muchas veces este argumento. Quizás eso podría haber sucedido, pero desde una perspectiva histórica, este tipo de razonamiento me parece arriesgado. La historia contrafactual, es decir, lo que podría haber ocurrido si tal o cual cosa hubiera sucedido, se presta fácilmente a la especulación.

Frente a la idea de que no se hizo lo suficiente, hay quienes piensan, razonablemente, que las jornadas de protesta enfrentaban límites insuperables y que el intento de mantenerlas era en gran medida una expresión de voluntarismo romántico. Aquellos que las protagonizaban, con un enorme costo personal y luego con una inmensa frustración; sobreestimaban su capacidad de convocatoria y subestimaban la naturaleza criminal de la dictadura. El caudal de sangre y sufrimiento solo aumentaba, sin que el régimen mostrara la menor intención de ceder o incluso de ser menos cruel.

¿Implica esto entonces que el heroísmo de los jóvenes fue un gesto inútil? De ninguna manera. A lo largo de la historia, las luchas por la libertad y la dignidad siempre han requerido actitudes heroicas por parte de minorías visionarias y magnánimas. Sin embargo, el heroísmo puede resultar ineficaz si no se complementa con un trabajo menos llamativo pero esencial de organización, coordinación y negociación.

3. Brevísimo manual para quebrar espíritus

El régimen autoritario que aspira a mantenerse en el poder indefinidamente necesita neutralizar a sus adversarios. Esto implica, fundamentalmente, debilitar nuestra moral y nuestro espíritu. La estrategia más directa para lograrlo es infundir miedo, una de nuestras emociones más primitivas. El miedo nos vuelve frágiles, dependientes y vulnerables, como bien señala Roberto Briceño-León. En este sentido, el temor a la muerte o al daño físico, tanto para nosotros como para nuestros seres queridos, es un poderoso elemento disuasorio. Sin embargo, existen métodos menos brutales para inducir miedo que pueden ser muy eficaces. El chantaje basado en subsidios, empleos e, incluso, alimentos, el robo o secuestro perpetrado por grupos asociados al régimen o el uso de entidades públicas para arruinarnos económicamente son ejemplos de otras tácticas que la dictadura utiliza.

Aun así, una forma más eficiente de desmovilizarnos es erradicar nuestro deseo de luchar. La desesperanza, la emoción asociada a la convicción de que “nada de lo que hagas hará ninguna diferencia” es, sin duda, la más conveniente desde la perspectiva de la dictadura. Para ello, es necesario instalar en las mentes de aquellos que luchamos por la libertad la creencia en la inmutable fortaleza del régimen. (Quizás sea esa una de las razones por las que la dictadura permite que la película se proyecte en nuestros cines: sería una astuta exhibición de poder, bajo un engañoso disfraz de tolerancia). Al mismo tiempo, es necesario instalar la creencia en nuestra irremediable debilidad, creando desconfianza entre nosotros, promoviendo enfrentamientos internos o destruyendo la credibilidad de nuestro liderazgo. Todo esto conduce al abandono y a la resignación. Pero hay más. El régimen también puede seducir a individuos y grupos que se cansaron de esperar el cambio -o, en algunos casos, que nunca estuvieron realmente comprometidos con él- para que se unan a los sectores beneficiarios del poder, convenciéndolos de que “esto no es una dictadura: es un negocio”.

En la película, sin embargo, nada de esto parece funcionar con Simón. Bien lo entendió el maligno militar que, en una escena sobrecogedora, le propone liberarlo si firma, en su condición de líder estudiantil, un mensaje apaciguador de la protesta. La actitud rebelde y alzada de Simón lo lleva a usar una táctica más retorcida, capaz de causarle dolor psíquico. Ante su negativa a firmar lo obliga a presenciar la cruenta tortura de su compañero de lucha. Inocular la culpa en un alma sana y sensible es, como se sabe, una manera de destruirla lentamente.

Que abandonemos espiritualmente la lucha es, en definitiva, el objetivo clave del régimen autoritario. En tal sentido es secundario que los venezolanos permanezcamos en el país o emigremos. Lo importante es que no jodamos más.

4. ¿Adiós a la patria?

–Cuando las cosas se arreglen, regresaré, -nos dijo la joven amiga que se despedía de nosotros para emprender el azaroso camino hacia el exilio.

–Cuando alguien las haya arreglado, querrás decir, -respondí, de forma algo impertinente.

Soy liberal. Esto significa, ante todo, que me esfuerzo en respetar el proyecto de vida que cada uno decida vivir, siempre y cuando no atente contra la libertad de los demás. No estoy haciendo pues ningún juicio moral sobre la decisión de permanecer en el país o emigrar que cada uno ha tomado o pueda tomar. Lo que quiero destacar es otra cosa.

Hasta un liberal entiende que un orden social no puede mantenerse si un número significativo de quienes lo integran no está dispuesto a involucrase, en distintos grados, en los asuntos públicos. Esto es particularmente cierto para quienes, por las oportunidades que han tenido y las capacidades que han desarrollado, están llamados a ser parte de las élites ductoras de pueblos engañados y empobrecidos. Se es parte de la élite, decía Ortega y Gasset, no por aspirar a disfrutar de privilegios, sino por exigirse más a sí mismo de lo que lo hacen los demás.

Es entonces una tragedia colectiva el que muchos venezolanos, en particular, insisto, quienes son o podrían ser parte de la élite, abandonen espiritualmente a Venezuela. Destaco esto último, el abandono espiritual, pues emigrar no significa romper la conexión existencial con el país, ni quedarse en él supone mantenerla. Sabiendo, además, que, para millones de venezolanos, dentro y fuera del país, la participación en los asuntos públicos es un lujo. Para muchos lo cotidiano es el esfuerzo por sobrevivir, por abrir caminos a sus hijos, por superar experiencias traumáticas.

El caso es que, en esta realidad compleja y desafortunada, la noción de patria parece un concepto obsoleto que muchos están dispuestos a olvidar. Algunos hoy en día prefieren identificarse como ciudadanos del mundo, una idea humanista con la que estoy de acuerdo. El discurso patriótico simplista siempre ha sido un obstáculo para el progreso y la convivencia. Sin embargo, entiendo que no existe un orden político e institucional del cual podamos ser efectivamente ciudadanos (sin mencionar que, de existir, estaríamos ante una peligrosa concentración de poder en un gobierno mundial). Debemos evitar que la supuesta ciudadanía mundial se convierta entonces en un término de uso fácil que oculte la ausencia de compromiso con cualquier orden político realmente existente.

Por otro lado, la patria puede ser entendida como una valiosa empresa común que nos proporciona una identidad colectiva y un sentido de pertenencia, como la comunidad política que conformamos y que nos ofrece un contexto material y simbólico para vivir dignamente. Esta es, de hecho, la concepción de patria que encontramos en los primeros pensadores de nuestras repúblicas. No tenemos pues que elegir entre patriotismo o cosmopolitismo. Podemos luchar por un patriotismo abierto y respetuoso de la dignidad de todos los seres humanos, en contra de un patriotismo cerrado y belicoso. Podemos ser venezolanos del mundo, comprometidos con la humanidad desde nuestro lugar.

5. Hay que imaginar a Sísifo feliz

La capacidad para perdonar es lo que salva a Simón. Logra perdonarse a sí mismo y superar la culpa que le atormenta. Logra perdonar a quien le traicionó, cuando el odio cede ante la comprensión de las circunstancias del otro. El alma noble de Simón, asediada hasta ese momento por un intenso estrés postraumático, comienza pues a recomponerse.

En este punto, la analogía con el otro Simón se me hace inevitable. Bolívar se alzó sobre sí mismo numerosas veces por una extraordinaria voluntad. En esto radicaba la tragedia y la felicidad de quien se llamó a sí mismo “el hombre de las dificultades”. Al respecto, Augusto Mijares escribió:

“El año 12, en la vehemencia de la iniciación (…) el fracaso lo detiene en Puerto Cabello (…) Súbitamente, la Campaña Admirable desde el Magdalena hasta Caracas: un galope triunfal de centenares de leguas en menos de ocho meses, (…) Después de cinco años de fracasos consecutivos, desde la desesperación de San Mateo, donde quiere dejar la vida, hasta la cólera impotente de la tercera derrota de La Puerta (…) Su empresa más temeraria le devuelve entonces el dominio de la fortuna. Pusilanimidad hubiera parecido la prudencia que previera límites al encumbramiento vertiginoso desde Boyacá hasta Ayacucho. “La increíble vida de Bolívar fue, en efecto, una inacabable sucesión de victorias y derrotas, tanto en el plano militar como en el político. Pero en él “… es visible esa virtud de renovación, y cuando lo vemos salvar los momentos más críticos de su fortuna, podemos observar la especie de repliegue espiritual que, después de cada confrontación adversa con la realidad, restablece el contacto del héroe con un principio vivificador”.

Esto me lleva, a su vez, a recordar el mito griego de Sísifo. Sísifo, castigado por los dioses debido a razones no del todo claras en los relatos, es condenado a empujar cuesta arriba una enorme roca, sabiendo que antes de alcanzar la cima la roca, por su propio peso, rodará cuesta abajo. Sísifo tendrá pues que reiniciar, una y otra vez, eternamente, el esfuerzo de empujar la roca por la empinada ladera. Este mito ha sido visto, desde la antigüedad, como un símbolo de la inutilidad de nuestras ambiciones, de lo absurdo de la condición humana. Pero otras lecturas del mito son posibles. Albert Camus escribió un breve ensayo en el que, entre otras cosas, decía:

“Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. (…) Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. (…) El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.

Quiero creer que Simón, en definitiva, todavía sin cabal conciencia, ha empezado a forjarse una vida ejemplar, sometido a rudas e innumerables pruebas en un entrenamiento sin fin. La película nos contaría así solo el primer capítulo de la futura biografía de un gran líder. Quiero imaginarlo renunciando al asilo para continuar aquí la lucha por la libertad, quizás cayendo preso nuevamente, siendo parte de un movimiento político, sumándose a la transformación de nuestra sociedad… Sería una forja severa, sin duda alguna, pero en ello radicaría su felicidad.

Debo confesar, terminando estas notas, que a la frase final de la película: “obtuvieron lo que querían”, agregué mentalmente, de inmediato, un “por ahora” liberador y esperanzador…  Aunque no todos podemos ser como Simón, algo de Simón tiene que haber en cada uno de nosotros.

Economista egresado de la Universidad Central de Venezuela. Con estudios en Historia de las Américas, en la Universidad Católica Andrés Bello. Profesor en la Universidad Metropolitana – roca023@gmail.com

 

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