Emiro Rotundo Paúl: Israel y su penitencia irredimible

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Israel es el pueblo de la Biblia, del Dios Único y Todopoderoso, de Jesús de Nazaret y de la Virgen María, en síntesis, del cristianismo en todas sus manifestaciones de fe religiosa. Es parte fundamental de la cultura occidental, de nuestra cultura. Sometido, esclavizado y desarraigado de su suelo ancestral por los antiguos imperios de Babilonia, Egipto y Roma, se impuso a este último al destronar y suplantar a su multitud de dioses mitológicos expandiendo por todos sus dominios la religión cristiana. Con ese logro partió la Historia en dos: un antes (a.C.) y un después (d.C.) de Cristo.

Por más de 2.000 años los israelitas permanecieron en el exilio conservando sus tradiciones, su lengua, su religión y su esperanza de regresar algún día a la “tierra prometida”, sufriendo persecuciones, nuevos destierros y finalmente un intento de exterminio por parte del nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. A estas alturas no se puede decir con propiedad que los israelitas constituyen una raza o un pueblo, porque a lo largo de esos dos milenios de la diáspora se han mezclado y remezclado con muchísimos otros grupos humanos. Es más correcto decir que forman una cultura, una forma de concebir el mundo y una fe religiosa que contra viento y marea han luchado por no desaparecer.

Debido al antisemitismo creciente de Europa en los años anteriores y posteriores a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los judíos se fueron asentando en Palestina (territorio situado entre la margen occidental del río Jordán y la costa del mar Mediterráneo) que era un protectorado inglés desde finales de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando el Imperio Otomano dejó de existir y toda la zona quedó en manos de los aliados. En 1948, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) consideró justo la creación de un Estado judío en esa región, con la expresa disposición de que tal acción no fuera en detrimento de la población palestina radicada allí.

El 14 de mayo de 1948 David Ben-Gurión fundó el Estado de Israel en el territorio asignado y un día después los ejércitos de Egipto, Siria, Jordania, Líbano e Irak, reforzados con otros cuerpos árabes armados, lo atacaron, dando origen a la primera de las ocho guerras (nueve con la que se está librando actualmente en la Faja de Gaza) y otros tantos conflictos bélicos menores que hasta la fecha se han producido en la región.

En todas estas acciones los árabes han sido derrotados plenamente por Israel, quedándose este último país con grandes extensiones de tierras con la finalidad de negociar su reconocimiento por parte de esas naciones a cambio de la devolución de sus territorios. Esto funcionó con Egipto y Jordania, a quienes fueron devueltos, al primero, la Faja de Gaza y la Península del Sinaí y al segundo, Cisjordania y el este de Jerusalén. Con Siria no ha sido posible un acuerdo similar y por eso permanecen ocupados los Altos del Golán.

La constitución de un Estado palestino en toda su extensión jurídica y política, a lo que Israel nunca se ha opuesto, no ha sido posible porque las organizaciones radicales (Hamás, Yihad, Hezbolá, Al Qaeda, etc.) lo han impedido. No reconocen a Israel como país y luchan por su extinción. En 1993 Isaac Rabín, primer ministro israelí y Yasir Arafat, líder palestino presidente de la Autoridad Nacional Palestina (de hecho, un Estado palestino), firmaron un acuerdo de mutuo reconocimiento para la cooperación y la paz. El radicalismo de lado y lado y especialmente las acciones bélicas de Hamás impidieron que ese acuerdo lograra sus objetivos últimos.

El problema hoy sigue sin solución. Quienes en Occidente respaldan a los grupos terroristas como Hamás en nombre de una supuesta “liberación” del pueblo palestino, no saben, o no quieren saber lo que realmente están apoyando. Están siendo víctimas, conscientes o inconscientes, del antisemitismo atávico y ancestral radicado en un indigerido prejuicio ideológico y religioso que pudiera expresarse crudamente de la siguiente manera: los judíos mataron a Cristo, Nuestro Señor y merecen ser castigados por los siglos de los siglos, amén.

 

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