Claudio Katz: Los efectos imprevistos de un voto defensivo en Argentina

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El candidato oficialista Sergio Massa comanda un ajuste y un giro conservador, pero su adversario, Javier Milei, auspicia mayores agresiones con sostén represivo. La consigna para la izquierda ante la segunda vuelta electoral en Argentina es votar contra la derecha.

El sorpresivo resultado de las elecciones generales en Argentina afecta seriamente los planes diseñados por las clases dominantes para demoler las conquistas populares. El repunte del oficialista Sergio Massa, el estancamiento del libertariano Javier Milei y el desplome de la candidata del macrismo, Patricia Bullrich, alteran los proyectos de la derecha para debilitar los sindicatos, desarticular los movimientos sociales y criminalizar las protestas.

El oficialismo canalizó una reacción defensiva frente a esos peligros. Aglutinó el rechazo democrático a la rehabilitación de la dictadura, a la justificación del Terrorismo de Estado y a la denigración del movimiento feminista. Los votantes expresaron su decisión de sostener las jubilaciones y la educación pública, impedir la anulación de los planes sociales y evitar que la motosierra pulverice los salarios.

Una oleada de sufragios socavó la confianza que exhibía la derecha en su inminente llegada al gobierno. El mismo freno que irrumpió en España, Chile, Brasil y Colombia se hizo presente en Argentina. Se activó la memoria, sonaron las alarmas y salieron a flote las reservas de la sociedad frente a la desgracia mayúscula que auspician Milei y Bullrich.

Gran parte de la población supo reconocer ese peligro, aun en el contexto de un dramático escenario de empobrecimiento convalidado por el gobierno de Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner (del cual Sergio Massa es su ministro de Economía). Buena parte de la población comprendió que la derecha añadirá la pesadilla de la represión a las mismas adversidades económicas. La respuesta electoral sugiere que la capacidad de resistencia del pueblo argentino se mantiene firme. Frente al desplome sufrido en las elecciones primarias, el pasado domingo el peronismo recuperó su caudal de votos, sobre todo a partir del aporte que supuso la gran victoria de Axel Kicillof en la Provincia de Buenos Aires.

La avalancha de Milei en la juventud (principalmente entre el voto masculino) quedó por el momento contenida. Mantuvo sus altos guarismos en segmentos amorfos de la nueva generación pero no avanzó en los sectores más organizados. Los desplantes y la informalidad del libertariano pierden atractivo y se topan con el rechazo construido por la militancia popular.

El desconcierto de la derecha

Los analistas convencionales minimizan lo ocurrido con superficialidades de todo tipo. No pueden ocultar la paliza que demolió a Patricia Bullrich y acotó a Javier Milei, pero atribuyen ese cachetazo al comportamiento emocional de los sufragantes. Omiten el hecho de que si ese rasgo hubiera sido tan determinante, debería haber dominado también en las secuencias previas, que tuvieron desenlaces opuestos. La emocionalidad es presentada, de hecho, como una moneda al aire que puede caer en cualquier dirección sin explicar nada.

Esas miradas no reconocen que el elemento racional fue particularmente significativo en la última elección. En los comicios decisivos de la tercera ronda, y luego de coquetear con otras opciones en las elecciones provinciales e internas, los votantes rechazaron a la derecha. Pero los analistas más vulgares retomaron su despechado insulto al grueso de la población. Interpretaron el resultado electoral como una confirmación definitiva que Argentina es «un país de mierda», pero no registraron hasta qué punto ese repetido agravio contribuye a resucitar al oficialismo. Las mayorías populares conservan la autoestima nacional y rechazan la chocante denigración que fomentan numerosos comunicadores.

Para los escribas de La Nación, el fracaso de la derecha fue gestado mediante la manipulación populista del conurbano bonaerense, y contrastan esa digitación con la «libertad ciudadana» que observan en la Ciudad de Buenos Aires. Pero el continuado liderazgo del mismo espacio político en esa localidad desmiente ese prejuicio. Lo cierto es que en ambos distritos subsisten lealtades de larga data y no existe ninguna razón para invalidar un caso exaltando al otro. Es tan arbitrario asignar virtudes cívicas a la clase media como identificar a los empobrecidos con la ignorancia política.

Los liberales también estiman que el oficialismo ganó con aparatos y despilfarro de recursos públicos. Pero olvidan que en las elecciones previas esos instrumentos dieron lugar a otro resultado. Y la misma inconsistencia se extiende a la evaluación de los candidatos: explican el triunfo de Massa por su capacidad de engaño, ignorando que con las mismas virtudes de embustero ese veterano político afrontó incontables fracasos. Otros comentaristas estiman que los punteros afinaron sus dispositivos para asegurar el control de las intendencias. Pero no registran cuán reducido fue el corte de boleta que suele acompañar esas prácticas.

A los voceros del establishment les resulta simplemente incomprensible lo sucedido el domingo 22. Y es que sus miradas excluyen el dato central: la irrupción de una reacción democrática frente al peligro reaccionario. Registran, en cambio, con más lucidez, que los votantes rechazaron el atropello social. Pero descalifican esa conducta identificándola con el «facilismo» y la consiguiente negación de las ventajas del ajuste. Se indignan especialmente con la falta de mansedumbre del pueblo argentino frente a las agresiones de los poderosos.

Gran parte del electorado resiste el agravamiento del deterioro social. Se acostumbró a sobrevivir con altísimas tasas de inflación pero no acepta la penuria complementaria de la recesión. Entre aguantar la carestía y afrontar la pérdida del empleo, opta por la primera desgracia. Esa selección de adversidades se forjó en la experiencia con las administraciones derechistas, que suelen combinar todos los tormentos. Massa es sinónimo de inflación, pero Milei y Bullrich incluirían todos los agravantes complementarios. Por esa razón, gran parte de la población optó por un mal conocido frente a la perspectiva de repetir las penurias afrontadas en los gobiernos de Carlos S. Menem, Fernando De la Rúa y Mauricio Macri.

Otra explicación corriente del resultado electoral destaca que el oficialismo lucró con la división de la oposición. Pero esa obviedad no aclara las razones de esa fractura. Omite que la misma derecha auspició su propia separación al promover a Milei como divulgador del ajuste. Crearon un monstruo que cobró vida propia y terminó sepultando a Bullrich. Los voceros del poder también olvidan que esa división no fue una mera elección, sino el resultado de la decepción generada por Macri. Ese desengaño indujo al electorado a buscar un salvador ajeno a la «casta». La fractura de los opositores obedece más a la propia crisis de esa formación que a la astucia del oficialismo.

Finalmente, la victoria de Massa es explicada por la apropiada contratación de asesores externos, que diseñaron su campaña mejorando el formato de varias experiencias latinoamericanas. Pero la verdad es que no se puede decir que actualmente esos consultores sobresalgan por sus aciertos… y nunca podrían haber construido un triunfo de la nada.

Lo cierto es que en Argentina se repitió la misma reacción que condujo a la derrota de Jair Bolsonaro en Brasil, Fernando Camacho en Bolivia, Donald Trump en Estados Unidos, Antonio Kast en Chile, Juan Guaidó en Venezuela y Rodolfo Hernández en Colombia. El freno propinado a la ultraderecha no es una peculiaridad nacional. Pero este factor ni siquiera bordea el campo visual de los voceros del poder.

El perfil de Massa

El vencedor de la elección encabeza una vertiente conservadora del oficialismo que promueve proyectos muy distintos al kirchnerismo. Transparentó esa impronta en una solitaria aparición al cierre de los comicios, sin acompañantes, como forma de subrayar su nuevo liderazgo. Massa anunció el «fin de la grieta» y reafirmó su convocatoria a un gobierno compartido con la oposición derechista. Resaltó los valores tradicionales, tranquilizó al establishment y, en contrapunto con el reelecto gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, eludió cualquier mención a Cristina Kirchner.

Toda su trayectoria confirma esa tónica. Massa rompió primero con el kirchnerismo para converger con la derecha y apuntaló después el debut de Macri. Coincidió con la mano dura del ministro de Seguridad bonaerense Sergio Berni y silenció la represión de su socio Gerardo Morales en Jujuy. Mantiene estrechas relaciones con la embajada de Estados Unidos y enaltece a los escuálidos de Venezuela. En el debate presidencial sobresalió por su redoblado aval a los crímenes de Israel contra el pueblo palestino.

Pero el mayor éxito de Sergio Massa ha sigo lograr enmascarar que es el actual ministro de Economía y que administra el empobrecimiento mayúsculo de la población. El índice de esa degradación ha escalado por encima del 40%, y las devaluaciones acordadas con el FMI agravan la hoguera inflacionaria. Para recibir los créditos que los acreedores utilizan para pagarse a sí mismos, el ministro instaló la desventura de dos dígitos mensuales de carestía. Las compensaciones que anuncia semanalmente para atenuar la pulverización de los ingresos populares son rápidamente licuadas por la inflación. Ningún bono contrarresta las remarcaciones de precios casi diarias que consuman las grandes empresas con complicidad del Palacio de Hacienda. Nadie respeta la formalidad de algún acuerdo de precios, y la Secretaría de Comercio prescinde de todo control.

Por medio de improvisaciones diarias, Massa aprovecha la tregua que concertó con el FMI hasta el fin del ciclo electoral para contener la corrida cambiaria. Amenaza a los «perejiles» de las casas de cambio sin afectar las grandes operaciones de los bancos. Negocia con China auxilios en yuanes para sostener unas reservas que ya están en rojo y pospone cualquier decisión significativa hasta el desenlace de noviembre. Pero él mismo desconoce si podrá evitar el desbarranque derivado de la alocada carrera que protagonizan la inflación con la devaluación.

El ministro-candidato promete a futuro lo que no hace ahora y asegura que todo cambiará cuando asuma la presidencia. Pero no explica por qué no anticipa ese venturoso futuro desde su actual comando de la economía. Los millones de sufragantes que optaron votarlo no ignoran la responsabilidad de Massa en el desastre económico. Viven en carne propia el ajuste que instrumenta el ministro, pero también perciben que la derecha acentuaría el mismo torniquete con aditamentos represivos.

Posturas ante la segunda vuelta

Como la suma de los votos logrados por Javier Milei, Patricia Bullrich y Juan Schiaretti supera ampliamente los conseguidos por Sergio Massa, varios comentaristas consideran que el libertariano tiene mayores chances de llegar a la Casa Rosada. Repetiría, en ese caso, lo ocurrido en la segunda vuelta de las elecciones de Ecuador, confirmando que el éxito en una elección no anticipa la victoria en la siguiente y que los virajes son la norma de todos los comicios recientes. Pero es igualmente cierto que Massa emergió mejor parado que su rival de la última compulsa. Esa diferencia es visible incluso en el ánimo imperante en ambas fuerzas y en la actitud de un ministro que ya se exhibe como mandatario.

Massa alineó a todo el justicialismo y negocia cargos con los gobernadores y con la Unión Cívica Radical (UCR). Con una tentadora oferta de designaciones, busca fomentar la ruptura de Juntos por el Cambio, cuya unidad en un escenario polarizado que los encuentra insólitamente en el centro pende de un hilo. El mismo paquete le acercó a Schiaretti y a sus socios del Interior.

Por el contrario, Milei debe cicatrizar las heridas que introdujo en el PRO, negociando con personajes desprestigiados (Mauricio) y desmoralizados (Patricia). Afronta, además, una contradicción con la figura que ha construido. Y es que si bien ganó adhesión con posturas disruptivas, denuncias hacia la «casta» y propuestas delirantes, ahora suplica el sostén de la derecha clásica, proponiendo los mismos contubernios que objetó a los gritos.

Esa abrupta conversión de león en «gatito mimoso» (como lo definió Myriam Bregman en el debate presidencial) erosiona su credibilidad. El establishment y los medios de comunicación que promovieron su protagonismo se han distanciado de sus dislates. El libertariano tiene a su favor el amplio bloque forjado desde el poder para desalojar al peronismo. Pero perdió la impunidad para decir cualquier cosa. Sus propuestas de dolarizar la economía, vender órganos, portar armas y romper con China ya no causan tanta gracia. Los últimos disparates de su entorno (suspender relaciones con el Vaticano, denunciar incomprobables fraudes en los comicios, anular el sostén alimenticio de los padres separados) lo afectaron seriamente.

Cualquier pronóstico de cara a la segunda vuelta electoral carece por ahora de consistencia. Los equívocos de los encuestadores compiten con el inesperado comportamiento de los sufragantes. Nadie imaginó el desemboque que tuvieron las tres rondas anteriores. Pero, en cualquier caso, lo importante no es el acierto en esa previsión sino la adopción de una postura correcta frente al balotaje.

Hemos anticipado nuestra actitud en artículos anteriores y en un reciente debate. Entendemos que la principal diferencia de Sergio Massa con Javier Milei se ubica en el plano democrático. El libertariano proclama abiertamente que atacará las conquistas sociales criminalizando al movimiento popular, y precisamente por ello argumentamos que la izquierda debe votar contra la derecha, repitiendo la postura que adoptó frente a Bolsonaro, Kast y Hernández. También auspiciamos iniciativas de acción unitaria de la izquierda con vertientes del kirchnerismo crítico para potenciar una campaña común.

En nuestra opinión es erróneo equiparar a los candidatos derechistas con sus oponentes. La frustración de las expectativas populares con los gobiernos progresistas no se asemeja a la represión que propicia la derecha. Pero ese voto contra el enemigo principal (Milei), no implica ocultar los cuestionamientos a los padecimientos que genera el candidato alternativo (Massa).

Las distintas fuerzas del FIT-U aún no han fijado su postura frente a la segunda vuelta. En la elección obtuvieron resultados semejantes a las rondas anteriores, pero con la grata novedad de una nueva banca en el Congreso. Myriam Bregman quedó proyectada, además, como una figura de peso propio por su excelente participación en los debates presidenciales. Esa influencia no se tradujo en sufragios, pero podría alcanzar gran incidencia en el próximo período si la izquierda amolda su estrategia al nuevo escenario. El balotaje será el primer test de ese desafío.

Interrogantes del nuevo escenario

Ha comenzado a despuntar un contexto político signado por varios cisnes negros que modificaron el marco imaginado por las clases dominantes. La primera sorpresa es la probable demolición de la principal coalición auspiciada por los poderosos para manejar el próximo gobierno. La gran apuesta del establishment en torno a Juntos por el Cambio se encuentra al borde del naufragio. Sus principales figuras han quedado fuera de carrera y el detallado plan económico que elaboró la Fundación Mediterránea bajo el mando de Melconian ha perdido centralidad.

El segundo dato sorpresivo es la posibilidad de un nuevo gobierno peronista. Esa alternativa estaba totalmente descartada en los escenarios entrevistos por los magnates. Nadie imaginaba que la desastrosa gestión Alberto Fernández podría ser coronada con un sucesor del mismo palo. Si esa continuidad se confirma, los dueños de la Argentina volverán a evaluar fórmulas de convivencia con el justicialismo. Esas opciones deberán incluir la revisión de su máxima aspiración, que es doblegar a las mayorías populares modificando las relaciones sociales de fuerza.

El nuevo Congreso procesará el cambio de escenario. Se ha tornado más incierta la expectativa derechista de alterar drásticamente la composición del Parlamento para introducir un vertiginoso paquete de ajuste. Si bien una nueva bancada libertaria ingresará al recinto, Juntos por el Cambio perdió legisladores y el oficialismo conservó las principales minorías. En el nuevo Congreso nadie tendrá quorum propio, y tambalea la gestación de un ámbito totalmente afín a los atropellos que propician los ajustadores.

Las especulaciones que circulan en torno a las tensiones que opondrán a Massa con el kirchnerismo son prematuras. La sólida votación de Kicillof introduce un dato ordenador de las pulseadas dentro del peronismo. Cristina logró instalar su bastión en la provincia de Buenos Aires, y Massa deberá reevaluar sus pasos. Esta misma complejidad se extiende a la batalla social contra el ajuste. Es indudable que esa resistencia es el único camino para defender los derechos de los desposeídos, cualquiera sea el próximo presidente. En el caso de Milei, la frontalidad del choque estaría a la vista. Pero con Massa podría incluir una mayor variedad de rumbos.

En su gestión más reciente, el ministro ha combinado el ajuste inflacionario con la demagogia electoral, adoptando medidas para todos los gustos. Apuntaló nuevos privilegios para los grupos dominantes con un «dólar Vaca Muerta» muy semejante al concedido a los sojeros. También anunció un blanqueo impositivo, más favorable a los evasores incluso que el consumado por Macri. El ministro recurrió además a un festival de emisión sin respaldo para llegar a noviembre sosteniendo el consumo en medio de la carestía.

En esa ensalada se han colado varios logros para los asalariados, como la reducción del impuesto a las ganancias por una ley del Congreso. También quedó habilitado el tratamiento de la reducción de la jornada laboral. Esa iniciativa es resistida por los lobbies del gran capital y promovida por los sindicatos y la izquierda. La apertura de esa discusión ha sido factible con Massa, pero resultaría impensable con Milei. El mismo contraste se verifica con la propuesta de financiar el otorgamiento de un bono a los trabajadores informales mediante un pago extraordinario de los grandes contribuyentes.

En medidas como estas se verifica la complejidad del nuevo contexto, en el que la lucha social tiende a quedar más entretejida con las tensiones políticas. Afrontar con inteligencia este escenario es el gran desafío para la militancia.

 

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