Europa, la luna helada de Júpiter.
El telescopio ‘James Webb’ acaba de detectar dióxido de carbono en este satélite galileano, uno de los mundos cercanos estudiados en busca de vida extraterrestre
Observaciones realizadas con el telescopio James Webb sugieren la presencia de CO₂ en la superficie de Europa, satélite de Júpiter. Esta luna está cubierta por una espesa capa de hielo bajo la cual pudiera albergarse un océano global.
Este descubrimiento abre una serie de fascinantes posibilidades. El CO₂ pudiera ser de origen externo; pero también podría haberse filtrado a través el propio subsuelo (o subhielo). Una opción sería que el océano europano contenga grandes cantidades de CO₂ disueltas, como, por otra parte, ocurre con los océanos terrestres. La otra —más intrigante— es que resulte un subproducto de la descomposición de compuestos orgánicos. No seres vivos, claro; simplemente compuestos de carbono como aminoácidos u otros compuestos similares.
Los depósitos están concentrados en una zona llamada Tara Regio y son relativamente recientes. Las condiciones que reinan en la superficie de Europa hacen que el CO₂ no sea estable por mucho tiempo. Lamentablemente, en Europa no son frecuentes las erupciones de géiseres, como las que ocurren en Encélado, porque su análisis espectrográfico ayudaría a establecer la existencia de sales disueltas, de la misma manera que ocurre con el cloruro sódico en nuestros mares.
Hoy por hoy, se da por seguro que en el Sistema Solar existen al menos tres mundos bajo cuya superficie se ocultan océanos globales: Europa y Ganímedes, satélites de Júpiter, y Encélado, de Saturno. De otros dos más se sospecha lo mismo, aunque las evidencias son menos concluyentes: Calisto, en Júpiter, y Titán, en Saturno. Y quedan otros candidatos sobre los que no disponemos de datos suficientes: Tritón, que gira alrededor del helado Neptuno y algunos otros como Dione; y los planetas enanos Ceres y Plutón.
La posibilidad de un océano global en Europa ya se insinuó hace más de 25 años, cuando la sonda Galileo, en órbita alrededor de Júpiter, pasó a poca distancia del satélite (unos 5300 kilómetros) y transmitió fotografías detalladas de su superficie helada. Alguna mostraba lo que se vino a llamar “balsas de hielo”.
Se llamó así a fragmentos de pocos kilómetros que recordaban mucho a los icebergs tabulares que se forman en el Ártico durante el deshielo de primavera. La diferencia es que en este caso no flotaban libres, sino que se parecían haberse vuelto a congelar en posiciones aleatorias: Los surcos que atraviesan su superficie se habían roto y desplazado como un puzzle mal montado y entre las placas originales se veían zonas donde el hielo se había vuelto a formar sin estructura definida.
Imagen de la superficie de Europa
Este panorama caótico sugería que la cubierta de hielo era relativamente delgada. Quizás unos pocos kilómetros. Hay quien la estima en solo unos cientos de metros. Por debajo se oculta un profundo océano para el que los modelos estiman entre 80 y 150 kilómetros de profundidad. De confirmarse, el pequeño Europa podría contener el doble o el triple de agua que todos los océanos de la Tierra.
La existencia de ese océano líquido implica también disponer de cierta fuente de calor. Los satélites galileanos son mundos helados con núcleo rocoso, no ígneo. La única posibilidad es que el calentamiento provenga de otras fuentes, como la tensión gravitatoria que Júpiter ejerce sobre ellos.
Por efecto de las fuerzas de marea, la mayoría de satélites mantienen siempre la misma cara dirigida hacia el planeta, cara que, además, presenta cierto abultamiento debido precisamente a esa atracción. Io, Europa y Ganímedes, en orden de proximidad al planeta, comparten además un fenómeno de resonancia orbital. Por cada vuelta que completa Ganímedes, Europa da dos, y cuatro Io. Esto hace que, con cierta frecuencia, se alineen y su respectivo tirón gravitatorio deforme sus órbitas, haciéndolas algo más excéntricas.
El resultado es que a medida que recorre su trayectoria, el tirón gravitatorio del planeta combinado con la diferente velocidad del satélite provoca en él deformaciones muy intensas. Se calcula que la superficie de la luna Io sube y baja como un ascensor hasta 100 metros de golpe. La fricción de las rocas en su interior puede elevar la temperatura hasta 2.000 grados en el núcleo. Con 150 cráteres activos a la vez, Io es el cuerpo más volcánico del Sistema Solar. Y solo es ligeramente mayor que nuestra luna.
Imagen infrarroja de Encélado con las “rayas del tigre” marcadas en rojo, lo que indica hielo más reciente.
Un efecto similar, aunque mucho menos intenso, tiene lugar en Europa y contribuye a mantener líquido el océano subsuperficial. En el 2012, el telescopio Hubble identificó emisiones de vapor de agua desde su polo sur, algo que la sonda Galileo, durante sus ocho años en órbita alrededor de Júpiter, nunca había detectado.
Pero la Galileo sí que contribuyó al descubrimiento del océano de Europa con otro instrumento: su magnetómetro. Diseñado para estudiar el brutal campo magnético de Júpiter, este equipo detectó pequeñas irregularidades al pasar cerca de Europa. Claramente, había otro campo interfiriendo con el principal. Y eso solo podía deberse a la presencia de corrientes eléctricas en el interior del satélite.
El agua pura no es un medio conductor de la electricidad, pero sí lo es cuando contiene sales disueltas. De existir grandes depósitos de agua bajo el hielo de Europa, el propio campo magnético joviano induciría débiles corrientes que, a su vez, serían las responsables de las anomalías detectadas por el magnetómetro.
La capa de hielo de Europa “desacopla” su superficie del resto rocoso del astro. Las fisuras que se ven en ella pueden ser cicatrices dejadas por los movimientos de marea (tres veces menos intensos que en Io) y el color terroso que se ve en algunas, pueden corresponder a depósitos de sales aflorados desde el interior. La sonda Galileo tomó varios espectros que sugieren la presencia de sulfatos de calcio y magnesio.
En todo caso, se trataba de un efecto muy ligero, muy inferior al que la misma sonda detectó en Ganímedes. Este es un mundo mucho mayor, mayor incluso que el planeta Mercurio. En 2015, el telescopio Hubble detectó la sorprendente presencia de auroras sobre el hemisferio oscuro. Eso permitió un nuevo análisis de su campo magnético, indicativo de la presencia, como en Europa, de un océano oculto y, con toda probabilidad, un núcleo metálico compuesto por hierro y níquel.
El océano de Ganímedes puede ser más profundo aún que el de Europa. Hasta 300 kilómetros, o sea, el triple que la fosa de las Marianas. En el fondo, la presión es inconcebible. Si la concentración de sales es alta, el efecto combinado de ambas puede provocar la aparición de capas de hielo muy denso alternadas con grandes volúmenes de agua, como si fuera una enorme cebolla.
El hielo más denso, llamado hielo VI, lo es tanto que ni siquiera flota en agua. Si existe en el fondo de Ganímedes, puede llegar hasta la capa helada que rodea el núcleo metálico. Por encima, en niveles de menor presión, el agua se congelaría en otras formas de hielo, muy densas debido a la presencia de sales. Cuando, con el tiempo, estas precipitasen, el hielo, aligerado, flotaría como si nevase “hacia arriba”, un fenómeno probablemente único en el sistema solar.
Una de las imágenes de Ganímedes tomadas por la sonda ‘Juno’ el 7 de junio.
Si el océano de Ganímedes se extiende hasta el manto, las sales disueltas serían el único tipo de nutriente que cabe esperar para soportar hipotéticas formas de vida. Es un recurso muy insuficiente. Por eso, cuando termine la misión de la sonda JUICE que ahora está en camino, se hará estrellar contra Ganímedes, donde el peligro de contaminación biológica parece menor. Salvo que envíe datos que obliguen a cambiar de opinión.
El panorama es distinto en Europa. Las profundidades de su océano sí que pueden estar en contacto con un fondo rocoso. Y ahí sí que se abren esas fascinantes posibilidades. Por ejemplo, la presencia de fuentes hidrotermales similares a las que se han descubierto en la Tierra, capaces de aportar minerales y energía para crear todo un ecosistema propio, independiente de la luz del Sol, que, por supuesto, no alcanzaría tales profundidades. El calor interno del satélite, generado por la flexión de marea, sería suficiente para alimentar esos surtidores y las corrientes oceánicas distribuirían los nutrientes por todo el fondo marino.
Otros candidatos resultan aún más exóticos. Titán es un mundo gélido con una atmósfera carente de oxígeno y meteorología basada de hidrocarburos. El pequeño Encélado resulta más prometedor, sobre todo porque está confirmada la existencia de agua salada bajo su costra helada; un agua que aflora con frecuencia a través de las fisuras que recorren su polo sur. La exobiología, que hasta hace poco tenía mucho de especulativa, va camino de convertirse en experimental.
El País España