El 28 de junio de 2019, la Unión Europea y Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) llegaron a un acuerdo de principio para establecer un tratado comercial que sería a su vez parte de un Acuerdo de Asociación, más amplio, entre las dos partes. La Comisión Europea y los países miembros de Mercosur (el bloque tiene personalidad jurídica pero no autoridades supranacionales) decidieron publicar un sumario de las negociaciones, afirmando que comenzaría el proceso de revisión legal y la traducción a las otras 23 lenguas oficiales de la UE. Mientras tanto, el Servicio Europeo de Acción Exterior (SEAE) y representantes de Mercosur negociaban conjuntamente los otros dos pilares del acuerdo de asociación, cooperación y diálogo político, dando origen a un segundo borrador el 18 de junio de 2020. Este documento permanece confidencial debido a los inescrutables designios de la burocracia europea. Los dos documentos deben ser integrados en un único instrumento legal para su posterior firma y ratificación.
Han pasado cuatro años desde que, en la reunión del G20 de junio de 2019 en Osaka (Japón), representantes de ambas regiones presentaran el acuerdo como un hecho. Pero la realidad es que no hay acuerdo. ¿Qué pasó?
Una larga historia
El Acuerdo Marco de Cooperación Interregional, que todavía hoy estructura las relaciones entre la UE y Mercosur, se firmó en Madrid en 1995 y entró en vigor en 1999. Su objetivo era fortalecer las relaciones entre las partes y generar las condiciones para una asociación interregional. Esa es la función que el acuerdo hoy en debate vendría a cumplir, un cuarto de siglo después.
La iniciativa europea de abrir negociaciones interregionales con Mercosur fue una reacción estratégica a la Iniciativa para las Américas que, liderada por Estados Unidos, pretendía crear un área de libre comercio en todo el hemisferio occidental. La UE buscaba “a cualquier coste evitar un aumento de la influencia estadounidense en el continente”, según un informe de 1999 del Banco Interamericano de Desarrollo. La posición de Mercosur no era puramente pasiva, ya que los miembros aspiraban a utilizar en favor propio la competencia entre la UE y EEUU. En suma, las negociaciones birregionales eran parte de una competencia geoeconómica más amplia, que se desarrollaba en el ambiente geopolítico permisivo de la posguerra fría.
Las motivaciones europeas eran, sin embargo, más complejas. Ramón Torrent, director de Relaciones Económicas Internacionales en el servicio legal del Consejo de la UE, describió en 2013 una “estrategia by default”, producto de cuatro factores.3 Primero, las decisiones de Bruselas no se tomaban “sobre la base de consideraciones económicas sino geopolíticas”: el objetivo era alcanzar un acuerdo interregional que mostrase a la UE como pionera del regionalismo abierto en vez de fortaleza proteccionista. Segundo, había razones burocráticas más allá de las geopolíticas, basadas en “los intereses políticos y corporativos de los comisionados y de los servicios que de ellos dependían”. Tercero, se pretendía legitimar la integración regional al requerir de Mercosur un upgrade de su tratado fundacional con el fin de exhibir a la UE como pionera en vez de excepción. Cuarto, la negociación fue tan asimétrica que, después de la firma en Bruselas, el acuerdo “pasó directamente a la firma de los gobiernos miembros de Mercosur sin siquiera molestarse en la formalidad de que lo aprobase el máximo organismo del bloque, el Consejo del Mercado Común”.
En los 20 años transcurridos, la complejidad de la posición europea ha aumentado. Además de los cambios en el tablero global –entre ellos, la emergencia de China que empujó a Europa hacia la periferia– la creación del SEAE implicó la dualización de las negociaciones externas. Mientras este servicio se encarga de todo lo que no es comercial, la Dirección General de Comercio de la Comisión Europea, se encarga exclusivamente de los asuntos comerciales. El resultado es doblemente negativo: por un lado, los interlocutores de la UE se ven confrontados con un sistema esquizofrénico que no comprenden; por otro, la Unión enfrenta cada vez mayores dificultades para aprobar acuerdos que incluyan competencias no delegadas por los Estados miembros –como el negociado con Mercosur–.
En contraste con la UE, Mercosur permanece igual que hace 20 años: misma cantidad de miembros, mismo diseño institucional exclusivamente intergubernamental, mismo déficit de trasposición de la normativa regional a la legislación nacional, misma incapacidad para firmar tratados internacionales relevantes. La única diferencia es que China superó a la UE como su principal socio comercial.
En el periodo que va de 2000, cuando se iniciaron las negociaciones, hasta 2019-2020, cuando se concretaron los acuerdos de principio, el proceso tuvo arranques y parones. Primero se bloqueó en 2004, cuando el intercambio de ofertas reveló una diferencia sustancial entre las partes. Entre 2010 y 2012 hubo un nuevo intento, pero después de 2016 se recuperó el impulso, en parte debido a la ascensión de gobiernos aperturistas en Argentina y Brasil.
Comparado con el Acuerdo Marco aún en vigor, el texto ahora en estudio es más ambicioso. Además de comercio, prevé mayor cooperación en las áreas ecológica, digital y de transformación productiva.4 Además, prevé que la sociedad civil se involucre. Esta agenda posmaterial es particularmente sensible para la UE, mientras los miembros de Mercosur prefieren enfocarse en los contenidos duros del acuerdo: aumento del comercio y de la cooperación para el desarrollo.
De pretextos y fuegos artificiales: medio ambiente y autonomía estratégica
Los impulsores del acuerdo suelen enfatizar su dimensión geopolítica, mientras los detractores ponen la mira sobre los costes ambientales. La dimensión geopolítica hace referencia a la creación de una “asociación estratégica” entre dos regiones que comparten valores y procuran aumentar su influencia global. Entre los valores compartidos, la democracia es mencionada explícitamente, mientras
la pertenencia a Occidente y la competencia con EEUU son citadas lateralmente. En cuanto a los costes ambientales, sus críticos son sobre todo europeos. Aunque la deforestación de la Amazonia es una preocupación legítima, la cuestión ambiental se ha tornado un pretexto para camuflar el proteccionismo agrícola, liderado por Francia y acompañado por una decena de miembros de la UE.
Las preocupaciones ambientales están incorporadas en el borrador del acuerdo. Los objetivos geopolíticos, en cambio, permanecen tácitos, aunque son asumidos en otros documentos y declaraciones públicas. Los dos temas –más europeos que mercosurianos, han sido sucintamente conectados por Detlef Nolte y Miriam Gomes Saraiva: “Europa todavía debe encontrar el equilibrio entre la geopolítica y la ecopolítica. El acuerdo con el Mercosur es el primer test”.
Después del comercio, el medio ambiente se ha tornado la cuestión bilateral más tormentosa. Entre el anuncio público del acuerdo comercial y la finalización del acuerdo político, Francia y Países Bajos presentaron un non paper solicitando fines y medios más concretos. La propuesta careció de apoyos y no fue incluida en el texto oficial. Las ONG medioambientales, con Greenpeace a la cabeza, han sido críticas con el acuerdo. Argumentan que el medio ambiente recibe escasa protección legal, y que sanciones como las previstas para violaciones comerciales no son contempladas para violaciones ambientales. Reclaman otorgarle a esta área el estatus de “elemento esencial”, una cláusula que ya reciben la democracia y los derechos humanos y que permite suspender los beneficios del tratado a eventuales transgresores. Por su lado, los representantes de Mercosur han señalado que es fácil distinguir los reclamos legítimos de los pretextos: basta con saber si los promotores están dispuestos a “poner su dinero donde ponen su boca” y subsidiar la transición ecológica de las economías mercosureñas. Si el pilar comercial del acuerdo ha sido caricaturizado como un intercambio de “vacas por autos”, el conflicto sobre el pilar político podría sintetizarse como “árboles por dinero”.
La asimetría existente en el área ambiental, donde se pretende que una región sancione o compense a la otra, se replica en el plano geopolítico. Mientras Mercosur trata de diversificar sus relaciones externas desde la periferia, la UE busca no ser relegada por otras potencias. Así, desde el punto de vista europeo, las negociaciones evolucionaron de la ambición de equilibrar a EEUU a la necesidad de equilibrar a China.
Aunque ninguno de los dos países está mencionado en el texto del acuerdo, la intención de balancear a las grandes potencias es transparente. Según el alto representante de la UE para la Política Exterior y de Seguridad, Josep Borrell, “el acuerdo UE-Mercosur no debe ser visto como un mero instrumento de comercio (…) Tiene un profundo significado geopolítico: les permite a ambas regiones hacer frente a la confrontación creciente entre EEUU y China, a partir de la cual tanto América Latina como la UE corren el riesgo de caer en una posición de subordinación estratégica”.
Lo contrario de la subordinación estratégica es el liderazgo estratégico, que nadie dice pretender, pero también la autonomía estratégica, que la UE reclama pero no puede lograr en soledad. Por eso busca construir alianzas geopolíticas que vayan más allá de vacas por autos o árboles por dinero. A quienes sostienen la prioridad geopolítica, las cuestiones comerciales y ambientales les parecen menores o, incluso, distractivas. Las tres dimensiones, sin embargo, cobran diferente magnitud a cada lado del Atlántico. La UE tiene dos cosas de las que Mercosur carece: grandes partidos verdes y una narrativa grandiosa enfocada en el soft power, de ahí sus preocupaciones ambientales y estratégicas. En cambio, los países en desarrollo se conforman con dinero.
Escenarios y estrategias de ratificación
Aunque los voceros oficiales insisten en que el acuerdo está al alcance de la mano, la posibilidad de finalizarlo y ratificarlo es pequeña porque la dispersión de intereses es creciente. De un lado, España y Portugal son incondicionales porque su proximidad con América Latina fortalece su posición dentro de la UE; del otro, Francia es reluctante porque sus agricultores temen la competencia y ejercen una fuerte influencia electoral. En el medio, Alemania apoya el acuerdo, pero requiere compromisos ambientales. En Mercosur, Argentina exige cooperación para financiar la transición económica y Brasil pretende proteger su industria y sector público. Las objeciones de los países pequeños son resolubles: en la UE se los presiona con repetir referéndums hasta que salga el resultado deseado, mientras en Mercosur se los compensa materialmente. Lo único intratable son las legislaturas subnacionales belgas, que tienen la atribución constitucional de bloquear la aprobación nacional, y consiguientemente europea, de un acuerdo de asociación.
A las dificultades se agrega que Mercosur está habilitado para proceder a la “ratificación bilateral”, lo que significa que todos los países deben firmar el acuerdo pero solo se incorporan a medida que lo van ratificando –cosa que algunos, Brasil incluido, podrían no hacer nunca–. De hecho, Brasil es el único miembro que no ha ratificado el ingreso de Bolivia a Mercosur, firmado en Brasilia en 2015.
En la práctica, la ratificación bilateral disuelve el carácter interregional del acuerdo. Este mecanismo permite anticipar la canificación del Mercosur, un neologismo derivado de la Decisión 667 de la Comunidad Andina que, en 2007, decidió otorgar flexibilidad a sus miembros para negociar individualmente con la UE. Esta decisión mantiene la unidad en el papel pero, en los hechos, acaba con la unión aduanera.
Las resistencias a la ratificación del acuerdo han llevado a considerar cuatro opciones que lo faciliten según Rhea Tamara Hoffmann y Markus Krajewski. Ordenadas por complejidad creciente son: el aditamento de una declaración interpretativa simple, la firma de una carta o protocolo adicional, la renegociación del acuerdo y la división de los pilares comercial y político.
La primera opción consiste en una declaración de las partes proponiendo un entendimiento de los puntos controvertidos que satisfaga a sus críticos. Esta declaración sería tenida en cuenta a hora de implementación del acuerdo y de la gestión de conflictos derivados. La objeción es que las fuentes de interpretación jurídica son múltiples, y ante el Derecho Internacional esta tendría un estatus legal inferior al acuerdo o a un protocolo anexo.
La segunda opción, una carta adicional, consiste en un protocolo legalmente vinculante que se aprobaría mediante el mismo procedimiento que el acuerdo original. Esta estrategia recibe dos objeciones: la primera es que el protocolo podría entrar en contradicción con el acuerdo, y la segunda es que no sería más fácil de aprobar que la tercera opción, la renegociación.
La tercera opción es la renegociación, que consiste simplemente en reabrir las negociaciones para contemplar todos los aspectos controvertidos. Las partes no deberían comenzar de cero sino concentrarse en las modificaciones necesarias, en particular las referidas a las cláusulas de “elemento esencial”. La objeción es que, dadas las actuales y las previsibles condiciones políticas, las chances de llegar a un acuerdo serían mínimas.
La cuarta opción es la división del tratado en sus dos secciones constitutivas, la comercial –que puede ser ratificada por las instituciones de la UE sin pasar por los Estados miembros– y la política –que quedaría expuesta a bloqueos en los parlamentos nacionales. Esta estrategia es legal, ya que el comercio constituye una competencia exclusiva de la UE, mientras la parte política constituye una competencia compartida. El Tribunal de Justicia de la UE ha aprobado este curso de acción en el acuerdo de la Unión con Singapur. Sin embargo, subsisten tres objeciones. La primera es que ambas partes del acuerdo necesitarían ajustes, ya que contienen referencias a disposiciones presentes en la otra parte. La segunda es que el mandato negociador de la UE contempla un acuerdo mixto (comercial y político), así que la división entraría en contradicción generando imprevisibles consecuencias legales. La tercera es que la parte política podría quedar congelada durante años, o incluso no aprobarse nunca, justificando todas las prevenciones que las otras tres opciones pretendían aliviar.
Proteccionismo frente a materialismo
Mientras el proteccionismo europeo se esconde detrás de los árboles, el materialismo de Mercosur se exhibe a plena vista. Si para Europa el medio ambiente es un pretexto y la asociación estratégica son fuegos artificiales, los motivos de Mercosur son transparentes: show me the money. Al final, la llamada “región más eurocompatible del mundo” es compatible con el euro antes que con Europa. Por su parte, el mayor bloque comercial del mundo le tiene miedo a la competencia. El segundo semestre de 2023 presenta la última oportunidad para concluir un acuerdo que nació viejo y que, aún firmado, carecería de garantías de ratificación.
En un mundo en el que China emerge, EEUU resiste y Rusia da pelea, Europa se cierra y América Latina se fragmenta. Europa y América Latina son dos regiones cada vez más periféricas que aspiran a un futuro mejor. Sirva de consuelo que, al menos, tienen un pasado en común. El futuro conjunto, a juzgar por las tribulaciones de este acuerdo, no es tan prometedor.
Investigador principal en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad de Lisboa.