Fernando Yurman: El judío en la Edad Media digital

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Nuestra más remota intimidad nace en el otro, somos nosotros porque ellos son ellos y a su vez lo son desde nosotros. Este cruce de espejos regula las identidades, suscita los señuelos del amor y del odio, define las pertenencias y exclusiones que sostiene toda cultura. Ese voluble equilibrio, que alteran las crisis políticas y económicas, es como un sismógrafo de la vida social.  Desde el cambio climático a la globalización, desde la turbulencia pandémica a las migraciones masivas, los estratos de la identidad son perturbados en los rangos religiosos, nacionales, ciudadanos e incluso de la especie misma con otras especies. Aquellas definiciones jurídicas de Carl Schmitt durante el nazismo, el Otro como fundamento de la política, tiene verificaciones psicológicas en la misma constitución psíquica. La cultura europea hizo girar sus orígenes sobre fuentes griegas, romanas y judías, y sus acechanzas sobre el Otro en el misterioso Oriente, fundado por los griegos en sus guerras con Persia. Sin embargo, adentro de la sociedad, ese hebreo de los orígenes era el judío execrado, la encarnación viva del anticristo, el otro especial del inevitable maniqueísmo. Desde Lutero a Voltaire, desde San Agustín a Víctor Hugo, el judío fue la fuente profunda de la identidad europea, la viga maestra del infierno que precisaba ese cielo civilizatorio. ¿A qué se debe que esa demanda del satanás terrestre sea otra vez demandada? ¿Cómo volvió el remolino mitológico, el “maelstrom” cultural que hunde Europa y atrapa el mundo árabe en el mismo maniqueísmo? La aparición de entidades mitológicas ordenadoras de la identidad, la figura demoníaca del judío, parece relacionarse con la perdida de la continuidad narrativa. Vale la pena indagar ese olimpo disperso y anárquico que disuelve la propia historia.

El crepúsculo de la letra, la caída de los relatos, desde las difusas ideologías hasta los clásicos literarios, no es ajena a la expansión de la imagen y la vertiginosa digitalización. Aunque la espacialidad y simultaneidad del universo visual no impiden nuevos sentidos y conceptos abstractos, hay una lógica reflexiva que concierne a la narración. El efecto que este giro ha tenido en la subjetividad es palpable. La difusión de mitologías, teorías conspirativas, demonizaciones y paranoias, parece secuela general de esta pérdida narrativa que sostenía las reflexiones, puesto que lenguaje y lógica siguen tramados. Las distorsiones de una realidad construida con raptos imaginarios, permea todos los ámbitos con un influjo alucinatorio más que polémico.   Los trastornos narcisistas, las adicciones, el malestar patológico actual, se expresa en la acción, el cuerpo y la imagen más que en la palabra. Un zumbido vago y disperso rebalsa hoy los consultorios de salud mental con impresiones sin relato. La novela imaginaria del neurótico que enseñaba Freud, y que tenía un sesgo biográfico organizador del tiempo, ha sido sustituido por el flash, golpes de efecto resonante, escenas luminosas, más endeudadas con el video clip que con la narración. Quizás por ello, la subjetividad social produce huracanes de versiones delirantes, que no son solo los previsibles efectos de las fake news, también de la incapacidad de construir una narración, de la ausencia de un tiempo histórico en el tiempo personal. Estas manifestaciones sin fundamento narrado, aluden a una perdida intelectual por la erosión constante de pantallas, sin más encadenamiento que el instante perpetuo. Esa suerte de presente continuo no permite una temporalidad lógica, solo un flujo de revelaciones aluvionales que se suman o anulan entre sí. Cuando inicié mi práctica clínica, los pacientes contaban sus vidas como películas o novelas, ahora los jóvenes se fragmentan sin hilar episodios, como las fulminantes imágenes que reciben. La subjetividad viene siempre de fuera, la otredad es un afuera íntimo, y el vértigo digital nos devuelve hoy al pasado, a una era anterior al relato, a las mitologías orales fragmentadas. Este olimpo se renueva como un caleidoscopio, pero no puede anudar el tiempo.

Cuando Penélope demoraba una parte de la historia, esperaba tejiendo y destejiendo, pero estaba urdiendo un relato, puntada a puntada, porque ese tiempo que suturaba el hilo en Ítaca era también el que eslabonaba los episodios de Ulises. No logra suceder el tiempo ni el lugar sin un relato organizador, no se logra en el unánime presente y su devoradora hipnosis. Hipnosis, espejismo, alucinación, son los términos adecuados para advertir esta obnubilación religiosa que desprenden las protestas antiisraelíes. Es una epifánica impresión, tiene antecedentes en la asociación medieval de los judíos con el anticristo y sus diabólicas intrigas. Aquella población medieval iletrada conocía el relato bíblico en las pinturas de las iglesias, y repetía ese mundo figurado en la presencia real de quema de brujas y judíos en procesiones contra los impíos. Esas pinturas del infierno son hoy distribuidas por los predicadores de noticias.

Pero esta alucinación europea fue luego también el costo, como publicó el filósofo Reyes Mate en 1997, de ser el judío el punto ciego de la cultura europea. Este notable investigador analizó prominentes pensadores judíos olvidados que todavía laten en la memoria europea. En un estudio sobre los marranos como puente de la modernidad europea, a mi vez señalé lo que cegaba ese proceso (“Fantasmas precursores”, Fernando Yurman, Ed.Debate, 2010. “La identidad conversa sefardí como esbozo de la modernidad“, 2021, Blog Fernando Yurman). La función demoníaca sostiene un estrato de la identidad europea que había suspendido la modernización.

Las recientes manifestaciones multitudinarias en Madrid, Londres, Paris, New York, sobre Palestina libre, deja advertir estos deslumbramientos hipnóticos sin hondura mental, oscuridad que solía practicarse en las fanáticas procesiones góticas. Estaban unidos por el odio querellante, no por alguna misericordia. En las grandes pasiones públicas de estas manifestaciones con banderas islámicas, la alegría por la invasión de Hamas era anterior a los bombardeos a Gaza. Su ira ilustraba en las calles europeas, Londres, por ejemplo, el dilema rígido de sus minorías asiáticas y africanas. La proyección del propio deseo inexpresado y local de romper muros, salir del gueto racial en que vivían – porque sobre el real conflicto israelí palestino ninguna ignorancia les era ajena. Solo saben lo que odian, y eso fortalece su identidad.  Estos migrantes islámicos nunca protestaron con igual fervor contra la persecución de mujeres en Irán; están impulsados por la afirmación de sus costumbres contra el entorno donde viven, y no es inquietante para ellos el maltrato de mujeres o el asesinato por honor, o el millón de presos en China. Esta perspectiva, nos    permite pensar en una edad media digital, un tiempo del pensamiento abolido por creencias confusas de carácter casi aldeano. Para los ingleses, el apoyo a estas manifestaciones deriva de su pesado pasado colonial, bochorno que no les permite discriminar los asuntos políticos concretos que envuelven las diferencias culturales; Para Irlanda, su memoria anticolonial predispone la defensa ciega de los palestinos, aunque no movieron un musculo por los católicos armenios desplazados por musulmanes unos meses atrás. Con tantos niños enterrados en los conventos irlandeses, para encubrir monjas y madres solteras inmoladas a la fe, no es raro que sobrevenga una ira desconocida, pero sobre una región del mapa aún más ignorada por los devotos manifestantes. Para los franceses, la protesta compensa el fracaso de una de las izquierdas más vistosas y charlatanas del orbe, mediante el recurso de soplar con brío un antiimperialismo recalentado. En general, cada antisemitismo explota la “otredad” más irrefutable y conveniente de su cultura, usando el largo acervo demoníaco que dejo en Europa la historia antisemita. En España, la envejecida derecha franquista, cuyos falangistas seguían persiguiendo judíos y masones hasta pocos años atrás, delegaron ese intacto tesoro pasional a una izquierda ávida de oportunismo barato (el antisemitismo no puede ser tan malo si es tan popular, pensaron sus sofisticados teóricos).  Que todo esto haya ocurrido así, casi como una caricatura burlona, se debe sin duda al internet, a la vasta cultura digital, a la información perpetua sin reflexión, que ha tornado a la masa una audiencia. Los analfabetos previos sabían que no sabían. No es necesario detallar las limitaciones neuronales severas que suscita la pantalla, o la plenitud vacua que puede suscitar la imagen y la oralidad vertiginosa, con respecto a la complejidad realista del discurso hablado o escrito. Que una manifestación masiva en Francia se haya autodenominado chaquetas amarillas, ya nos indica el derrumbe de las ideas públicas verbalizadas; esto en aquel país hablador, donde Sartre había extenuado décadas en crónicas masivas sobre literatura, el estalinismo, la soledad, el arte, cuba, el colonizado, el antisemitismo, la mirada, la violencia. Ahora las protestas son mudas, como si ya estuviera sobreseído de que se trata. En Rusia, en un aeropuerto moderno y luminoso, una multitud se lanzó a la caza de judíos, con la misma certeza furiosa que los caballeros de las cruzadas o los monjes de la peste negra; el culto de la tradición y la memoria que practica esa sociedad a veces les extravía la brújula. Lo cierto es que la Edad Media se ha reinaugurado, y su comensal más importante, su demonio principal, vuelve a ser el judío. Estoy convencido que la subjetividad social padece regresiones narcisistas, igual que la personal, y de esa estofa nacen también los caudillos divinizados y los héroes providenciales.  Como en otras épocas, los judíos, el añejo fantasma de Occidente, mueve el sismógrafo. El antisemitismo es una amenaza general, que ciega el pensamiento con los fogonazos de internet.

 

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