La abominable actuación de Israel en Gaza está avivando una vieja polémica sobre el antisemitismo. Se trata de una de las argucias más equívocas en el debate público sobre relaciones internacionales.
Existe una base histórica real, que no se limita a los crímenes espantosos del III Reich y otros regímenes fascistas y autoritarios colaboracionistas con la Alemania nazi durante los años treinta y cuarenta. La persecución de los judíos es una constante histórica desde que el cristianismo se hizo hegemónico en Europa. La Iglesia católica no sólo lo alentó y ejecutó en su ámbito de influencia y poder. El origen religioso del antisemitismo vino acompañado desde muy pronto con otros factores de carácter económico y social, lo que resultó de enorme efectividad para movilizar a las masas no religiosas o paganizadas por los regímenes autoritarios. En el III Reich la persecución de los judíos se sustentaba en supuestos abusos cometidos contra el pueblo y la nación alemanes, pero el sustrato religioso operó con gran eficacia.
La pasiva, lenta o tímida reacción de las democracias liberales europeas ante la judeofobia respondió a motivaciones similares, bajo la cobertura moralista de las manipulaciones católicas. Cuando se hizo pública la monstruosidad de los crímenes nazis, se generó una conciencia de culpa delegada y de malestar político que indujo al liberalismo triunfante de la posguerra a efectuar gestos de disculpas hacia los ciudadanos judíos y a respaldar reivindicaciones políticas, lideradas por el sionismo, que no habían sido atendidas en décadas anteriores, salvo en manifestaciones teóricas (Declaración Balfour, 1917), sin consecuencias prácticas. En ese contexto histórico se promovió el Plan de partición de Palestina, sancionado por la ONU en 1947.
En aquella decisión no sólo influyó la mala conciencia ante la Shoa, sino la presión ejercida por una vanguardia de militantes judíos sionistas en forma de acciones armadas intimidatorias en Palestina. Organizaciones como la Haganah (Ejército judío de liberación, conectado con el proyecto de Estado sionista) y otras más irregulares o extremistas (Stern, Irgún) usaron el antisemitismo histórico de la Europa colonial como argumento justificativo de su lucha armada.
Una vez triunfante, el sionismo se movió durante una década en un ambiguo terreno de neutralidad o evasión ante las tensiones de la Guerra Fría. Israel mantuvo buenas relaciones con Estados Unidos (debido al poder de la comunidad judía), pero también con la Unión Soviética (que veía con muy buenos ojos la orientación socializante de los dirigentes laboristas dominantes en esta primera etapa del nuevo Estado). No tanto, en cambio, con las potencias europeas colonizadoras, que nunca renunciaron a seguir ejerciendo en Oriente Medio el poder y la influencia de que gozaban aún en África y Asia. Esta tensión subyacente desembocó en la guerra de Suez (1956), que sancionó el declive del caduco neocolonialismo europeo en la región, en gran parte por el apoyo de EE.UU a Israel y Egipto, en detrimento de sus aliados europeos.
La equidistancia de las superpotencias duró poco. El colectivismo israelí se orientó primero hacia formas socialdemócratas y luego social-liberales, en todo caso ajenas al modelo estatista ruso. La identidad judía de notables disidentes rusos facilitó que el ateísmo marxista se impusiera como referencia culpabilizadora frente a Moscú. La URSS pasó a ser considerada como una superpotencia antisemita. El apoyo soviético a los árabes en las guerras de 1967 y 1973, cúspide de poder regional de Israel, consolidó este relato rentable tanto en los ámbitos diplomáticos como intelectuales y culturales.
Los ensayos de paz en Oriente Medio desde finales de la década de los 70 fueron frustrantes, debido en gran parte a la negativa reiterada de Israel a ceder territorio conquistado por las armas. La percepción de la inseguridad fue aducida para justificar su inflexibilidad diplomática. Israel se militarizó y asumió con entusiasmo su papel de gendarme occidental en la región, en connivencia con Estados Unidos, aunque en Washington fueron siempre conscientes de la necesidad de adoptar una apariencia de equilibrio para debilitar una contradictoria y equívoca relación entre la URSS y los derrotados países árabes. Egipto fue el primer país árabe que se dio cuenta de que el tutelaje de Moscú no conducía a parte venturosa alguna y arriesgó un giro político que a las masas, tanto tiempo manipuladas, les costó aceptar. Sadat pagó ese cambio con su vida.
Cuando la inserción del conflicto árabe-israelí en la dinámica bipolar de la Guerra fría empezó a debilitarse, Europa adoptó una posición de cierto equilibrio, no tanto por convicción cuando por necesidad. Los dos shocks petroleros provocados por el boicot árabe tras la “guerra del Yom Kippur” (1973) y los efectos de la revolución en Irán (1979) arruinaron la prosperidad europea trabajosamente construida durante los años 50 y 60. La nueva “sensibilidad” hacia la “causa árabe”, y en particular hacia el drama palestino, provocó otra respuesta hostil en Israel, que sacó de nuevo el argumentario del antisemitismo, cada vez que en foros diplomáticos, políticos o culturales se reclamaba una revisión del status quo territorial en la región.
Tras la desaparición de la URSS, Europa reforzó ese papel de equilibrador aparente en el conflicto regional. El eje franco-británico se había roto de manera definitiva en los ochenta, con el triunfo del conservadurismo extremista en Londres y la llegada al poder de los socialistas (que intentaron conjugar el apoyo a las dos causas) y comunistas (aliados románticos de la resistencia armada palestina), en París. Alemania se desgarraba entre el complejo de culpa por el nazismo y su alta dependencia del petróleo árabe como motor de su industria hegemónica en Europa. Israel aprovechó las debilidades económicas y estratégicas europeas para hurgar en las ulceradas conciencias y deslegitimar cualquier posicionamiento político y diplomático que tendiera a respaldar las reclamaciones de sus vecinos.
El fracaso de la posguerra fría y del nuevo orden internacional alentó la emergencia de una corriente política que parecía superada: el nacionalismo identitario, anclado en el racismo y en la visión más reaccionaria de la civilización cristiana.
Si en estas últimas décadas se ha podido detectar antisemitismo real ha sido con la eclosión de este neonacionalismo. Pero, contrariamente a épocas anteriores, esta corriente política no se ha posicionado en contra de los intereses estratégicos de Israel, ni siquiera de los judíos en general. Antes, al contrario, el antisemitismo se ha orientado hacia la islamofobia. Al cabo, semitas son tanto los israelíes como los palestinos, conviene recordar. Por tanto, cuando Israel y sus protectores airean el fantasma del antisemitismo señalan al el que les agrede, pero callan ante el que les favorece. El antisemitismo verdadero dirigido hacia los judíos en Europa es marginal.
El ataque de Hamas contra Israel del pasado 7 de octubre se ha convertido en una ocasión oportunista para rescatar el antisemitismo en su orientación antijudaísta, debido a que, después de muchos años, Israel puede presentarse como víctima ante una confundida opinión pública internacional. La brutal ejecución de ciudadanos civiles y desarmados autorizan a dirigentes políticos y grupos mediáticos a calificar esos actos de terrorismo, lo que conecta con unas sociedades traumatizadas por la oleada violenta del islamismo extremista de la década pasada. Pero se omite o mínima (según los casos) que la brutalidad de Hamas se produce tras una ocupación prolongada y sofocante, debido a su impunidad blindada, ante la que la mal llamada Comunidad Internacional no ha tenido más que palabras inanes e hipócritas.
Casi nadie se ha atrevido, en esos momentos dominados por la emotividad, a contextualizar debidamente los últimos acontecimientos. Y cuando alguien lo ha hecho, incluso de forma cautelosa y diplomática, como el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres, alarmado por la dimensión injustificable de la venganza, Israel ha reaccionado como suele: sin cortapisas diplomáticas, con amenazas explícitas y la arrogancia de quien se sabe libre de cualquier sanción exterior efectiva. El embajador israelí ante la ONU, Gilad Erdan, ha incurrido en el esperpento al prenderse en la solapa una estrella amarilla, como la que se imponía a los judíos en los campos nazis, con el lema “Nunca más”. Días antes, este diplomático, perteneciente a la derecha dura israelí, había reclamado la dimisión de Guterres con un destemplado lenguaje ajeno a su función. El gesto ha sido condenado por el propio director del Museo del Holocausto de Israel (Yad Vashem) por considerarlo una irrespetuosa manipulación de aquella tragedia.
El primer ministro Netanyahu, ha sido más sibilino en la utilización del antisemitismo como arma propagandística. En vez de un ataque directo, ha establecido analogías incómodas para los occidentales que reprochan a Israel falta de humanidad. En su última rueda de prensa, comparó los bombardeos incesantes de Gaza con los que realizaron los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial. Con ello no sólo pretendía justificar la muerte de inocentes (incluso niños y enfermos), sino equiparar de nuevo a los nazis con los islamistas de Hamas.
El arma del antisemitismo se cuelga a todo aquel que no comulga con métodos impropios de un Estado civilizado para conservar su control sobre territorios que sólo le pertenecen en el imaginario bíblico. Resulta gratificante, entre tanta impostura, que grupos judíos en Estados Unidos y otros países occidentales se hayan desmarcado sonoramente de la masacre israelí de estas semanas, en coherencia con una línea crítica que se viene manifestando desde la deriva extremista en Israel. Igualmente positiva es la denuncia de la campaña de acoso, violencia y expulsión de los palestinos de sus tierras que practican los colonos judíos radicales, con la protección de unidades militares regulares.
En Europa, en cambio, el uso propagandístico del antisemitismo ha correspondido a la derecha más conservadora, otrora hostil al judaísmo y hoy cómplice intelectual de la desproporcionada respuesta israelí a los atentados de Hamas. Los afectos a ese rancio cristianismo que pintó a los judíos como los verdugos de Cristo son hoy los más ardientes defensores de un Estado cuya mayoría de dirigentes quiere convertir en “patria” exclusiva de los judíos, a hierro y fuego. Es el caso de los evangelistas protestantes americanos (más pro-sionistas que los judíos locales más jóvenes). O de los católicos españoles herederos sin desagrado de un franquismo que combatía un fantasmal complot judeo-masónico y defendía el arabismo más reaccionario. O los tributarios de los fascistas italianos, nunca incómodos con un Vaticano evasivo (colaboracionista tácito, en realidad) con los nazis. O el de tres generaciones de alemanes atormentados por un pasado atroz, pero muy permisivos ante el reciclaje de nazis emboscados en los partidos democristianos de la milagrosa posguerra.
La enorme falacia de cubrir con el sambenito del antisemitismo a todo el que se resista aceptar el crimen de guerra como instrumento de poder político y militar resulta preocupantemente eficaz en una Europa asustadiza e incoherente en sus aspavientos moralizantes. Es asombroso, por no decir otra cosa, que esa Europa se escandalice ante las barbaridades rusas en Ucrania y mitigue la escalofriante actuación de Israel con el “derecho legítimo a la defensa” . Al limitarse a pedir con notable debilidad la apertura de “corredores humanitarios” en Gaza, oculta lo importante (la violencia sistémica de la ocupación) detrás de lo urgente (el alivio claramente insuficiente de la atormentada población palestina).