Carles Manera: Una democracia económica para un capitalismo cambiante

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Vivimos una situación de emergencia. En el terreno económico, la inflación está desballestando muchas costuras del tejido social, del propio tejido económico. Las guerras en Europa y en la franja de Gaza, con la tensión implementada en los precios de la energía, está contribuyendo de manera decisiva a que eso sea así. Observemos, muchas veces impotentes, un estado económico cuyas esquirlas sociales se están trasladando al propio estado de ánimo de la población y de los agentes económicos y sociales. Los datos económicos disponibles para Europa y para España, en términos generales, no son negativos: las cifras del mercado laboral, las de crecimiento económico o las de recaudación fiscal, son indicativas de que no nos encontramos, por el momento, en una fase de estanflación. Ni en un estado de apocalipsis económica, como determinados medios y analistas están divulgando. Sólo emerge, y no es poco, el alza de unos precios, cuyo abordaje se está trabajando desde la Unión Europea y desde el gobierno de España.

Este contexto ha hecho que economistas de distinto signo, inquietos por la situación, traten de dar respuestas. Son conocidos ya los debates en blogs y artículos de prensa entre Larry Summers, Olivier Blanchard y Paul Krugman en relación al impacto de la inflación sobre la economía americana. Un debate que se extiende a Europa. Pero igualmente son conocidas aportaciones muy recientes, en forma de libros, por parte de economistas también de renombre, que van más allá del tema trascendental de la evolución de los precios, para exponer sus planteamientos con una óptica más genérica: la evolución del capitalismo como sistema económico.

Entre estos economistas destaca la figura del historiador económico francés Thomas Piketty. Este autor advierte de un aspecto sobre el que otros economistas también han incidido: la formación de ese necesario Estado del bienestar desde 1945, los denominados “gloriosos treinta años”, se truncó con la revolución conservadora de la década de 1980. Esta se tejió de la mano del monetarismo de Milton Friedman, premio Nobel de Economía de 1976 y del ascenso al poder de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Se conocen los desenlaces: des-regulaciones, reducciones de impuestos a los más ricos, privatizaciones, rigideces presupuestarias, han guiado la economía mundial y las enseñanzas de la economía como disciplina académica.

Para armar esa democracia económica, la visión de Piketty se alinea con un federalismo europeo, que defiende la mancomunidad de la deuda soberana de los países de la Unión Europea, la urgencia para que paguen los que más tienen –y que suelen eludir su responsabilidad fiscal evadiendo capital hacia paraísos fiscales, tal y como han constatado las investigaciones de Gabriel Zucman–; y, a la vez, hace una seria advertencia: sólo con fórmulas de gobernanza pero, al mismo tiempo, de contundencia política, los más ricos –ese uno por ciento que se detalla en las estadísticas oficiales, que detenta el grueso de la riqueza mundial– se avendrán a pagar lo que les corresponde por justicia social. La democracia económica.

Pero no solo es Piketty quien reflexiona sobre esta trayectoria del capitalismo. En libros recientes, Joseph Stiglitz (que nos habla de un “capitalismo progresista”) y Branko Milanovic (que nos ilustra sobre un “capitalismo popular”) nos han obsequiado con visiones de gran interés. Su conclusión es clara. Si las desigualdades no están hoy a los niveles del siglo XIX se debe a los impuestos y a los sistemas de reparto que todavía mantenemos del “capitalismo socialdemócrata”.

El problema es que estas dos herramientas se han quedado cortas en el mundo globalizado. Entre la globalización, que se llevó a muchos puestos de trabajo fabriles; y los cambios tecnológicos, que descentralizaron los procesos, la unión de trabajadores “sindicalizados” bajo un mismo techo es toda una rareza hoy. Piketty, Stiglitz y Milanovic proponen vías comunes para encarar el grave problema de la desigualdad, aunque reconocen las dificultades al respecto: mejorar notablemente la calidad de la educación pública, para reducir la brecha con la privada de élite; y volver a gravar las grandes herencias, para fomentar la movilidad social de los menos afortunados. Educación, fiscalidad y control de los capitales: una trilogía esencial.

 

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