Confieso que cada vez me interesa menos hablar de certezas. El aplomo, la convicción, la afirmación categórica son virtudes —o poses— que solían deslumbrarme no hace tanto, pero que han ido perdiendo lustre, fuerza a medida que los años pasan y, con ellos, se cultiva en mi mente una sombra que crece por momentos: la de la duda. Como si atravesándome el pensamiento con su trino incómodo, un grillo extraviado hubiese decidido alojarse ahí, entre los pliegues de mi consciencia o conciencia, donde antes no crecían hierbajos ni maleza y podía una transitar por autopistas bien señalizadas sin dar rodeos. De a a b. Sí es sí. Blanco o negro. Etcétera.
Lo digo con cierta nostalgia, porque qué sencillo resulta tener las cosas claras. Cuánto tiempo y angustia pueden ahorrarse con sólo decidir de antemano qué pensar, qué posición ocupar, a qué discurso adscribirse.
Desde que leí el testimonio de Yocheved Lifschitz, rehén israelí capturada por Hamás y liberada tras pasar 17 días retenida, le doy vueltas a una misma imagen. La del captor que le tiende un plato de pepino y queso blanco. No he elegido pensar en él. Su aparición escapa a mi voluntad. “Él” no existe realmente: en la noticia que leí, no se habla de ningún hombre en concreto, Lifschitz no singulariza a nadie, solo dice, en términos generales, que los milicianos “se aseguraron de que comiéramos lo mismo que ellos: pan de pita con queso blanco, queso fundido y pepino”.
También declara: “nos trataron con delicadeza y nos cuidaron”, apunte que sin duda condiciona mi respuesta y da una forma concreta al hombre —¿o fantasma?— que fabrico mentalmente. En las grabaciones de su liberación, se ve a Lifschitz tendiéndole la mano a uno de los milicianos que la acompañan. “Shalom”, se despide, y él asiente.
¿Será ese hombre el mismo que yo imagino? ¿Ahora un arma contra el pecho, y horas antes el mismo brazo extendido hacia el colchón de la rehén, un cuenco de pepino y queso suspendido entre uno y otra? ¿Dónde estaría mientras docenas de milicianos como él asesinaban y secuestraban a cientos de personas como Lifschitz? ¿Acaso sería uno de ellos? Es decir: ¿sembró el terror a su paso, lo grabó, disfrutó con la crueldad? ¿Es mi miliciano fantasma un asesino, un violador?
Mi pensamiento se desdobla. A un lado, se amontonan las preguntas. La sospecha. El horror. Al otro lado, imperturbable, la imagen de un hombre inclinado en la penumbra subterránea. Contra la montaña de información y opiniones que llevo absorbiendo y masticando desde el pasado 7 de octubre, una especie de meteorito. ¡Bam! Y de pronto las voces se apagan —el imperativo de la condena, la vehemencia del discurso— y en su lugar se extiende una imagen muda, fugaz, inventada.
No sé decir qué aspecto tiene el miliciano imaginario; detalles como la edad o la complexión o si lleva barba o si tiene ojeras son irrelevantes. Lo que importa es su expresión. Qué pasa en su rostro y por su cabeza, qué ve cuando mira a Lifschitz, qué sueña si logra dormirse. En quién piensa cuando las detonaciones sacuden la tierra. Si acaso también a él se le aparecerá un hombre o mujer fantasma, como a mí. Si acaso no siente absolutamente nada. Si acaso es un error o una frivolidad proyectar sentimientos huérfanos (esperanza, curiosidad) sobre un personaje ficticio. Si acaso lo que cuenta la rehén es parte de una farsa: su marido también fue capturado por Hamás y sigue preso, tal vez se vea obligada a mentir, tal vez ese shalom no sea sino un señuelo.
La literalidad se impone. Hay hechos. La ocupación de Palestina es un hecho. La masacre de Hamás el 7 de octubre es un hecho. La responsabilidad de Benjamín Netanyahu es un hecho. La destrucción de la franja de Gaza, el bloqueo de suministros, el genocidio de civiles. Un duelo escindido: herencias de terror y de trauma que corren en paralelo, a cada lado de la frontera, casi tocándose, pero sin querer o poder mezclarse. Sin encontrar la manera de hacerlo.
La literalidad de los hechos se impone, sí. Pero desde que leí el testimonio de Lifschitz la imagen del miliciano me ronda. Me persigue en mi merodear, por los túneles y acantilados de la mente, aquellos que ya hace mucho que han dejado de podarse y asfaltarse, por los que crecen las malas hierbas y campan criaturas extrañas. “Él” pertenece a un mundo de fantasmas y fantasías. Es una ensoñación propia, inventada a través de un testimonio ajeno: “he pasado por un infierno”, dijo Lifschitz, y también: “nos cuidaron”, “comimos lo mismo que ellos”.
Si hay alguna esperanza de paz, esta no se reduce a un alto al fuego. En el camino hacia la reparación, será necesario atravesar vías desconocidas, túneles, bosques llenos de sombras. Abrir una salida al otro lado dependerá, en gran medida, de la capacidad de imaginar un rostro en la oscuridad. A pesar del miedo, del dolor, de la rabia, a pesar de la duda, imaginar un rostro de la nada y preguntarnos qué piensa y qué ve.