Aunque hay varias que le pelean el título, quizás la característica más resaltante del madurismo como modo de dominación siempre ha sido la mitomanía, esa tendencia psicológica recurrente y patológica a la mentira y a la pseudología fantástica. Sus principales figuras son una muestra icónica del lamentable arte de la fabulación y el torcimiento de la realidad a su favor. La lista de sus invenciones y farsas es tan larga y tan florida, que no sólo se han ganado con sobrados méritos el triste calificativo de los gobernantes más mentirosos en la historia venezolana, sino que su tendencia al engaño y al fingimiento son además objeto de estudio en investigaciones de Psicología Social contemporánea.
La mentira de los poderosos ha sido ampliamente analizada por la Psicología Política, desde La República de Platón, pasando por Maquiavelo y Goebbels (“una mentira repetida suficientes veces acaba convirtiéndose en una verdad”), hasta los trabajos de Hannah Arendt sobre el uso de la mentira en la manipulación de las masas.
En 1733, el escritor irlandés Jonathan Swift elaboró una interesante clasificación en su obra El arte de la mentira en política. Para Swift, existen 3 grandes tipos de mentiras: la de aumento, la de maledicencia y la de traslación. La primera consiste en asignarle a un gobernante mayores cualidades y virtudes de las que realmente tiene; la mentira de maledicencia o mentira difamatoria, es la que arrebata a una persona, por razones de venganza o cálculo político, la reputación que se ganó justamente, mientras que la mentira de traslación es la que transfiere falsamente el mérito de una buena acción de un hombre a otro, o por la que se quita la responsabilidad de una mala acción a quien la cometió, para transferirlo a otro, de nuevo por razones de conveniencia política. Aunque Swift no llegó nunca a conocer a Maduro ni a ninguno de los oligarcas del oficialismo, su tipología describe con asombrosa actualidad y vigencia las formas preferidas de relación y comunicación de nuestra clase política gobernante.
La mentira no es sólo un intento de ocultar las propias debilidades y carencias. En política, la mentira es un acto de corrupción. Al ocultar o falsear la verdad, el poderoso agrede al ciudadano porque le impide la información que necesita para planificar su actuación social y para conducirse como homo politicus, -esto es, en su relación con otros y con el poder- sobre criterios de equidad y veracidad. En este sentido, como afirma el escritor español Xavier Caño, la mentira en política es una degeneración de la democracia, porque trunca el derecho del pueblo a decidir sobre lo político con justicia, discernimiento y acierto.
Si alguien quisiera hacer un “ranking” de las mentiras más conspicuas de nuestra actual oligarquía, tendría frente a sí la difícil tarea de organizar un caudal tan inmenso de ejemplos para escoger. Para la clase política gobernante la migración es por culpa de las sanciones, porque antes de éstas Venezuela era un paraíso donde todos vivíamos felices; la falta de gasolina no es tal, sino que en el país hay muchos carros; tenemos el sistema electoral más rápido y confiable del planeta; no hay inflación, lo que pasa es que estamos en guerra económica; la falta de servicio eléctrico no es culpa de la corrupción de quienes han manejado el sistema, sino de la gente que consume mucha luz; los dudosos medicamentos que importamos de la India son los mejores del mundo (aunque el resto de los países no los acepte por no cumplir las normas sanitarias mínimas); a Cuba no le regalamos el petróleo, sólo es un pago nuestro porque le debemos todo lo que nos quieren; las latas de las bolsas Clap llegan con gusanos porque como la gente le sobra la comida, tarda mucho en abrirlas y por supuesto se pudren; las inmensas fortunas de quienes nos gobiernan no es producto de la corrupción sino del sudor de sus frentes; no es verdad que existan presos políticos, sólo “políticos presos”; somos los campeones del mundo en materia de respeto a los derechos humanos; el salario de los trabajadores (el más bajo de todo el continente) alcanza y sobra, el problema es que la gente no sabe administrarlo bien, y si la población reclama por falta de agua o de ausencia de servicios es o porque está manipulada desde algún lado del mundo o porque está conspirando contra el mejor gobierno que existe en el planeta, y por tanto deben ser severamente reprimida.
En «De civitate Dei», San Agustín explica cómo lo que diferencia al Estado de “una banda de ladrones a gran escala” está fundamentalmente en el manejo de la justicia y del Derecho. Y Hanna Arendt, en esta misma línea, afirma que la política desligada de la verdad termina convirtiendo al Estado en una maquinaria que destruye el Derecho y la justicia. La mentira, por tanto, no es ni una “travesura” ni un asunto de “estilos de personalidad” de los gobernantes: es una forma intencional de hacer política, que al acabar con la justicia, el Derecho y la verdad, ha transformado al Estado en lo que san Agustín alertaba como el gran peligro.