¿Qué une a una película como Simón y a una obra de teatro como Las aventuras de Juan Planchard?
En primer lugar, podríamos decir –obviamente– la presencia de un mismo protagonista: el actor venezolano Christian McGaffney, que en ambas producciones exhibe un extraordinario talento que augura la continuidad de una brillante carrera en el mundo de la actuación.
Otra conexión entre la obra teatral y la película es que ambas se inspiran en la situación política de Venezuela de los últimos tiempos.
En el caso de la primera, se trata de una inmersión en las motivaciones de la descomposición moral y la inconmensurable corrupción que han marcado la historia reciente del país. Se nos presenta de una manera tan realista que parece una caricatura (pero, desafortunadamente, no lo es).
En medio de este drama aparecen algunas pinceladas de humor que ayudan a contener las inevitables ganas de llorar que la contemplación de nuestro drama produce, particularmente en el espectador venezolano.
El elenco que da vida a la obra es de primera: actrices y actores brillantes, conocidos, prestigiosos, de esos que nos da gusto volver a ver derrochando talento en múltiples papeles, porque, además, a cada uno de ellos les corresponde representar varios personajes.
Impecable dirección, original propuesta que da vida sobre las tablas, con notable fidelidad, a la celebrada novela homónima de Jonathan Jakubowicz, un escritor y director de cine venezolano, de apellido tan impronunciable y agredido por todos los correctores, que todos preferimos llamarlo «el director de Secuestro express».
Simón, por su parte, tiene como centro de su trama la situación de los derechos humanos en Venezuela.
Concretamente en relación con las manifestaciones estudiantiles de los últimos años y la implacable y cruel represión de la que fueron objeto.
Simón toca el tema de la tortura y la persecución en contra de todo aquel que se atreva a manifestar sus discrepancias, sus deseos de cambio, su inconformidad, sus ansias de libertad.
También da cuenta la película, del penoso tema de la emigración venezolana y las tremendas dificultades a las que se enfrenta para emprender nueva vida en otras latitudes con la carga de dolores, nostalgias y ausencias que tal condición conlleva, más en el caso de los perseguidos políticos.
En Simón observamos la pesadumbre de conciencia de quien, habiendo sido líder inspirador del movimiento estudiantil, siente que, finalmente, ha sido doblegado, derrotado.
Se ha instalado en él un miedo que se manifiesta en el recuerdo permanente de los horrores vividos durante su detención y la desesperanza que personajes como el coronel Lugo (Franklin Virgüez) logra sembrar en él: la inutilidad de una lucha que tiene perdida de antemano y en la que, de persistir, solo puede encontrar mayor dolor y sufrimiento para él y los suyos, sin obtener resultado alguno.
Simón y Juan Planchard son dos personajes de nuestra historia reciente, resumen de dos actitudes frente al país: la de quien sueña con transformarlo en una sociedad orientada por los valores de la libertad, la democracia y la justicia, y la de quien percibe la noción de patria solo como una oportunidad de negocios turbios para el propio provecho personal a costa del bienestar colectivo.
Nada nuevo, por cierto, en nuestro devenir como pueblo: la ancestral confrontación entre civilización y barbarie. No deja de ser simbólico que ambos personajes sean representados por un mismo actor, probablemente al interior de más de un Juan Planchad habitó alguna vez un Simón.