Naturalmente, numerosas personas siguieron por las redes el debate de la investidura: por lejano que pudiera parecer, importa el destino de los ibéricos tan afectados por una izquierda estrafalaria que los coloca en una – antes – impensable situación de riesgo y peligro. La que conquista y retiene por siempre el poder a cualquier precio, reinventando constantemente las más disímiles banderas.
Entre nosotros, hubo también un sentimiento de sana envidia por aquellas libertades que todavía no ha perdido el reino, valiendo el acento irónico para los republicanos que ha emboscado el reelegido. Acá, luce inevitable la reminiscencia en torno a un pasado de talentosos oradores, frecuentemente, hábiles e ingeniosos, que le dieron lustre al Congreso de la República que, no por casualidad, al desaparecer, marcó la pauta para que tuviera igual suerte la opinión pública organizada y que tan hazañosamente aún se resiste. Y siquitrillados por el más demócrata de los golpistas (Contradictio in terminis, espeluznantemente legitimada por el barinés que hizo trizas la alternabilidad del poder), es obvia toda angustia por los pasos que seguirá España.
Jamás conmovido el rostro blindado de Pedro Sánchez, ejecutó milimétricamente una calculada y eficaz pieza oratoria que no reparó en el gusto por las frutas de Díaz Ayuso, o en el gesto de Irene Montero, cuando le recordaron esta última sentada en la bancada oficialista tras la despedida de Podemos de los principales escenarios. Desde la tribuna, aquél soltó un par de carcajadas de burla y honda satisfacción en medio de la victoriosa refriega, como pocas veces o quizá nunca hemos visto, consciente de que estuvo en el deber de perder por completo las elecciones en razón de las objetivas condiciones que la apuntaban: una desastrosa gestión apaciguada por la retórica y la más absoluta arbitrariedad, sin reparar en los daños institucionales ocasionados. Empero, no olvidemos el dato esencial: las excentricidades de una postura.
En efecto, los compromisos asumidos con Carles Puigdemont y su gente, e, igualmente, con los separatistas vascos que un novelista como Fernando Aramburu ha retratado tan magistralmente, rompen con la noción clásica, tradicional o bien macerada de progreso y progresismo. Y es que el Estado Nacional, la identidad y la integración nacional, y el gentilicio europeo fueron expresiones de progreso, progresividad y progresismo ante la fragmentariedad, el desperdigamiento y la dilución: la congregación nacional de los italianos y los alemanes, constituyó un avance importante.
Coincidiendo las circunstancias españolas con la relectura de un autor que nos permite escudriñar al marxismo, desde el marxismo mismo, como Antonio Gramsci “El ´Risorgimento´” (Granica Editor, Buenos Aires, 1974), constatamos las transformaciones de una izquierda cada vez menos europeísta y más latinoamericana que ha perdido la brújula al desprenderse del propio Marx, en nombre de un radical pragmatismo, suma de las más inverosímiles estratagemas, devota del erario público. Hoy, contrariado, el sardo celebró la unificación de la Italia dividida, entendiendo el resurgimiento como un proceso de formación de las “condiciones y de las relaciones internacionales” que le permitieron constituirse en nación y a las “fuerzas internacionales desarrollarse y expandirse” (66).
Hubo necesidad y consciencia de la unidad europea, dándole Gramsci un valor arqueológico a términos como “nacionalismo” y “municipalismo” (70), en tiempos de un gran conglomerado de pequeños y medianos Estados en la península itálica, tanto o más inviables que en otras latitudes. Salvando las distancias, América contó con el idioma como una extraordinaria herramienta de integración, limitados los localismos que no hubiesen permitido antener su propia independencia política.
En los tiempos que corren, a la España prácticamente confederada de hoy, puede seguirle la larga y amarga experiencia de un inacabable fraccionamiento, incluso, en el seno de las comunidades separatistas que no más tarde no podrían evitar el desprendimiento de provincias y comarcas. Una definitiva desintegración que puede darle alcance al resto del continente, tiene su origen en una izquierda extravagante capaz de descubrir o fabricar nacionalidades, donde no las hay, como lo osaron sus pares en el Chile de la afortunadamente fracasada constituyente de 2022.
Aventajados por una excesiva manipulación del lenguaje, luce inherente a los excéntricos progresistas de la hora, un conflicto propicio a la balcanización que se nos antoja en correspondencia a los intereses económicos y geopolíticos del obscurantismo anti-occidental. Y el separatismo cultivado, culmen de todos los esfuerzos antiguamente orientados a derrotar a la burguesía, a la larga no exhibe diferencias con los otros separatismos: por ejemplo, la prensa española informó en un mismo día, el desmantelamiento de organizaciones neonazis y yihadistas con pretensiones secesionistas (Luis Barragán: Hechos simultáneos).
A Gramsci también lo borraron de las actas de la sesión de investidura, y quizá sea investigado por quienes piden hacer lo propio con los jueces que apuntaron hacia Puigdemont y compañía. El progreso es otra cosa, añadido el cinismo de un triunfo por suplicada y expresa decisión de quienes contra la existencia misma de España.