El nacionalismo es sin duda la más poderosa y quizá la más destructiva fuerza de nuestro tiempo. Si existe el peligro de aniquilación total de la humanidad, lo más probable es que dicha aniquilación provenga de un estallido irracional de odio contra un enemigo y opresor de la nación real o imaginario. Isaiah Berlin.
En su libro Victorianos eminentes, Lytton Strachey inicia así “la historia de la era victoriana jamás se escribirá: sabemos demasiado acerca de ella. La ignorancia es el primer requisito del historiador (…)”. Me preocupa que algo similar suceda con el populismo y los retrocesos de la democracia liberal. Creemos saber tanto sobre estos fenómenos que ya no cuestionamos las certezas acerca de ellos. Las explicaciones preliminares se volvieron un lugar común. Según la mayoría de los comentaristas, el populismo se dio en respuesta a la desigualdad, la pobreza y la corrupción de las élites. Es decir, los autores señalan como fuentes del populismo los mismos temas discursivos de los populistas. La explicación resulta insuficiente en tanto que la desigualdad, la pobreza y la corrupción de las élites son recurrentes en la historia de las democracias. No obstante, el populismo cobra vigor en momentos específicos. ¿Por qué entonces vivimos una ola de populismo autoritario en nuestros días? Se me ocurre que una (y aclaro, solo una entre muchas) de las causas estructurales podría ser el debilitamiento del civismo. Este no es un factor recurrente de las democracias avanzadas, sino un acontecimiento reciente.
Buena parte de los investigadores sobre el populismo concentran de manera natural su atención en los países donde este ha tomado el poder. Otra forma de analizar el fenómeno sería la sugerida, aunque no desarrollada, por el politólogo Adam Przeworski. ¿Cuáles son las causas de que el populismo no haya llegado al poder en ciertas democracias durante los últimos años? A la luz de la pregunta de Przeworski, se tratar de encontrar similitudes entre los sistemas políticos de, supongamos, Canadá, Japón, Corea del Sur, Finlandia o Estonia. Es decir, países donde no gobiernan los populistas.
La única semejanza entre estas naciones es la construcción y consolidación de un sistema educativo de talla mundial. Los cinco países figuran en los primeros 10 lugares de la prueba PISA, aplicada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Además de disponer de sistemas educativos de excelencia, apoyados en estos, sus sociedades producen una formación cívica de calidad. Es decir, hay involucramiento colectivo en la formación para el civismo. No solo participan las escuelas; el proceso de socialización de valores comprende a todos los actores.
Como dice la frase en inglés “It takes a village.” Hace falta una aldea, una villa, una comunidad entera para educar en los valores correctos a los niños. No basta con un plantel escolar dotado de tecnología y los profesores mejor capacitados. Los futuros ciudadanos aprenden civismo e imitan la conducta ciudadana de los ministros religiosos, dirigentes políticos, empresarios, figuras mediáticas y, sobre todo, de sus vecinos. En vista de la trascendencia de los desafíos internacionales de la actualidad, hace falta una aldea global. Una educación cívica para nuestros niños sustentada en valores cosmopolitas. No para producir esnobismo, sino que los ciudadanos del futuro vean a todos como parte de la misma humanidad.
Los deberes del ciudadano
El presidente del Council on Foreign Relations, Richard Haass, ha escrito sus dos últimos libros con la finalidad de “alfabetizar” al gran público en temas que pueden parecer elementales. El primero de ellos, The World: A Brief Introduction, es una explicación de las nociones básicas de las relaciones internacionales. El libro nació como resultado del estupor que le produjo a Haass conversar con un joven egresado de una de las grandes universidades estadounidenses formado en STEM (Science, Technology, Engineering and Mathematics). El joven desconocía las nociones fundamentales de la política internacional y la geografía. Si el primer libro nació del estupor, el segundo, The Bill of Obligations: The Ten Habits of Good Citizens, se originó en el temor. Un miedo que, en palabras del autor, le quita el sueño: la posibilidad de que la democracia estadounidense no sobreviva a sus tensiones internas.
Después de la tentativa de un grupo insurreccional contra el Capitolio estadounidense el 6 de enero de 2021, Haass se dio cuenta que los valores cívicos que él daba por sentados en Estados Unidos ya no estaban ahí. Se requiere volver a la formación en el civismo básico. Tenemos la generación técnicamente mejor equipada, pero desconoce la historia de las instituciones, el funcionamiento del sistema de contrapesos, la gobernanza democrática, el multilateralismo o la trascendencia de los organismos internacionales. Requerimos cambiar la noción de una ciudadanía basada exclusivamente en derechos, por una que incluya obligaciones.
Haass se ocupa de 10 responsabilidades del ciudadano: mantenerse informado, involucrarse, estar dispuesto a la concesión, ser civilizado y educado, rechazar la violencia, valorar las normas, promover el bien común, respetar al servidor público, respaldar la enseñanza del civismo y poner al país por encima de las preferencias partidistas. La filósofa Victoria Camps lo sintetizó como las tres virtudes del ciudadano: convivir, participar y responsabilizar. La primera exige tolerancia a la diversidad. Fenómenos como la migración y los refugiados obligan a educar para cambiar la apreciación popular de la otredad. La segunda demanda involucrarse en actividades cívicas, desde limpiar un parque hasta una manifestación, la pertenencia a un club de lectura o a un equipo de boliche, en la famosa metáfora para describir el capital social de Robert D. Putnam. La tercera impone responsabilizar a todos los actores sociales para no dejar el civismo y la construcción de mejores comunidades solo en manos de las autoridades educativas.
Resulta evidente, sin embargo, que la responsabilidad de las autoridades educativas en esta coyuntura de urgencia cívica se vuelve imperiosa. En particular de las instituciones que producen y custodian el conocimiento: las universidades.
Las instituciones de educación superior
Ronald J. Daniels es un académico canadiense y actual presidente de la Universidad Johns Hopkins (EEUU). Publicó un libro excepcional: What Universities Owe Democracy.
Es evidente, dice Daniels, que los políticos autoritarios detestan la libertad de cátedra y en general el clima liberal que propician las universidades. El primer ministro húngaro, Viktor Orbán, cerró y exilió a la Central European University de Hungría. Recep Tayyip Erdogan despidió y arrestó decenas de académicos turcos. En Afganistán los talibanes se lanzaron contra los estudiantes de la American University una vez que las fuerzas armadas estadounidenses salieron del país. Los enemigos de la sociedad abierta tienen muy claro que las universidades constituyen uno de los obstáculos más serios a enfrentar cuando quieren imponer un pensamiento único. Ahora bien, ¿cómo pueden las universidades contribuir a la defensa del orden democrático que las sustenta? Daniels cita estudios para demostrar que un mayor número de ciudadanos con estudios universitarios hace más resistentes a los sistemas democráticos. Pero también propone el rescate de cuatro funciones de la educación superior.
Primero la movilidad social, Daniels reconoce que las tasas de matriculación de las grandes universidades se volvieron impagables para estudiantes que no proceden de familias adineradas. No solo es que los presupuestos para becas han disminuido, sino que los préstamos universitarios esclavizan a los egresados durante años. Finalmente, los requisitos de admisión tienden a favorecer a quienes cursaron sus estudios básicos en escuelas de élite. Sin movilidad social no hay democracia, admite Daniels.
Segundo, la educación cívica. Si bien casi todas las universidades exigen una suerte de servicio comunitario a sus estudiantes, es incompleta la formación obligatoria en historia de la democracia y sus instituciones. Daniels exige una “formación democrática” obligatoria en los planes de estudio de todas las áreas, pruebas del alfabetismo cívico y otros requerimientos curriculares.
Tercero, sobre la administración de los hechos, Daniels plantea la conveniencia de restaurar la credibilidad de las universidades como productoras y verificadoras del conocimiento y la información. De otra manera, será inconcebible que la opinión pública tome por buenos los “expertos” universitarios.
En cuarto lugar, la defensa inequívoca de la diversidad. En las universidades debe haber espacio para la libre discusión de todas las posturas, pero también para la inclusión de estudiantes de todos los orígenes étnicos, sociales, nacionales y sexuales. La universidad puede y debe promover la convivencia y la cooperación entre estudiantes distintos, tanto en proyectos académicos conjuntos, como en actividades extracurriculares. Ese aprendizaje quedará como lección de vida para valorar la diversidad inherente a las democracias, que en el marco de la globalización son cada vez más cosmopolitas.
La urgencia de una educación cívica cosmopolita
La filósofa Martha Nussbaum, reconocida por su activismo en defensa de las causas feministas, la igualdad racial y el derecho a la diversidad sexual, ha promovido con firmeza la educación cosmopolita. Por encima de todas las identidades ideológicas (pero sin olvidarlas), dice Nussbaum, está nuestra pertenencia a una misma humanidad. “No debemos nuestra lealtad a una mera forma de gobierno, a un poder temporal, sino a la comunidad moral integrada por todos los seres humanos” escribe. En su libro La tradición cosmopolita, un noble e imperfecto ideal, Nussbaum reivindica la herencia de figuras clásicas como el filósofo griego Diógenes el Cínico, quien, interrogado sobre su lugar de origen, respondía “soy un ciudadano del mundo”.
Nussbaum aporta los argumentos para la educación en torno al concepto de ciudadanía global: aprendemos más sobre nosotros mismos, nos encaminamos a resolver problemas que exigen cooperación internacional y reconocemos obligaciones hacia el resto del mundo. Hasta aquí las justificaciones teóricas, vayamos ahora a las cuestiones concretas. La humanidad enfrenta desafíos sin precedente.
Empezando por el calentamiento global hasta la proliferación nuclear o la destrucción de millones de empleos por la inteligencia artificial, pasando por el terrorismo, la delincuencia organizada, las pandemias, las olas de refugiados y migrantes, la rivalidad entre EEUU y China, los flujos financieros internacionales sin regulación, el inmenso poder de los gigantes tecnológicos (Google, Amazon, Facebook, Twitter, Microsoft, Apple). No hay manera de que un Estado-nación, ni el más poderoso de la Tierra, haga frente a todos estos desafíos por sí mismo. La humanidad deberá cooperar más intensamente o no sobrevivirá.
No se trata de abogar por un estado mundial inviable. Más bien, los ciudadanos del futuro deberán adquirir conciencia de estos problemas para que desde el ámbito local actúen y además presionen a sus dirigentes en aras de la cooperación internacional. Los arsenales nucleares en manos de las potencias también ponen en peligro la supervivencia del hombre. No es sostenible el odio nacionalista, pues las guerras ya no limitarán su número de víctimas, sino que pueden producir la extinción de la especie. Si el genocidio nuclear no es una amenaza nueva, su recuerdo se refrescó en la opinión pública internacional con la invasión rusa de Ucrania.
Recordamos la valentía de los movimientos de desarme nuclear como el encabezado por el gran filósofo Bertrand Russell, pero esa opción ya no es suficiente ni, quizá, viable. Por eso, el 19 de diciembre de 1948, al asumir como director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), Jaime Torres Bodet declaró: “si el educador prepara a las nuevas generaciones para la intolerancia dentro de un nacionalismo cerrado e incomprensivo, el diplomático tendrá entonces que llevar hasta las cancillerías una política de agresión o una táctica de venganza”. Está muy claro que los educadores tienen la responsabilidad de contribuir a la conciencia de las amenazas a la humanidad, pero ¿son los únicos? Hay otros actores igual de importantes: los medios de comunicación.
Los medios de comunicación
En 1978, la BBC de Londres inauguró un programa televisivo de entrevistas dirigido por Bryan Magee. Se trataba de una emisión dirigida al gran público, en horario estelar, donde se explicarían con sencillez las grandes cuestiones filosóficas y políticas de la época. El primer invitado fue Isaiah Berlin. Uno se pregunta cuántas plataformas de streaming se atreverían a producir una emisión semejante.
A la incapacidad de apostar por contenido inteligente, se suma la progresiva extinción de los periódicos y revistas impresos. En otro tiempo, compraban los periódicos quienes querían enterarse de ofertas de empleo, resultados de contiendas deportivas o la cartelera de cine. No obstante, al adquirir el periódico, todos esos consumidores terminaban por leer una que otra noticia, hojear distintas secciones y formarse una opinión en cuestiones diversas. Hoy, si usted quiere buscar empleo, conocer la cartelera o darle seguimiento a su deporte predilecto, le basta con entrar a internet. Y si alguna vez quieren informarse sobre la vida pública, esos antiguos consumidores acuden a las redes sociales. Los ingresos producidos por esos consumidores intermitentes, así como por los compradores habituales y los suscriptores, le permitían a la prensa financiar periodismo de investigación. Ese modelo ya no existe.
La desinformación se ha vuelto una de las pandemias de nuestra era. A tal punto que la crítica literaria estadounidense Michiko Kakutani habla de “la muerte de la verdad”. Ese entorno se presta fácilmente a la propagación de teorías de la conspiración y estas alimentan movimientos extremistas que luego desembocan en violencia, como sucedió con los golpistas que tomaron el Capitolio el 6 de enero de 2021. Otra vez, la BBC pone el ejemplo de seriedad profesional. La cadena británica nombró una directora de desinformación y redes sociales, Marianna Spring, encargada de combatir las teorías de conspiración y las fake news en la esfera pública. Pero todo esto será insuficiente si los actores privados a cargo de los medios de comunicación no asumen su responsabilidad.
No hay sanción social ni legal para los empresarios que se anuncian en medios de comunicación que difunden propaganda antidemocrática, fake news o teorías de la conspiración. Tampoco se juzga a quienes patrocinan las campañas de políticos con valores claramente antidemocráticos. El comentarista en jefe de asuntos internacionales de Financial Times, Gideon Rachman, ha explicado la importancia de que los juicios a Donald Trump y Boris Johnson demostraran que, en las democracias, nadie está por encima de la ley. El estado de derecho rige a todos por igual, de la misma manera que todos los ciudadanos son responsables de la preservación de la democracia liberal. Los medios de comunicación pueden y deben dar máxima publicidad a estos juicios, a manera de ejemplo aleccionador en el civismo para todos los ciudadanos que debemos educar en el cosmopolitismo.
Tenemos mucho por hacer en este terreno, de hecho, apenas acabamos de empezar. En junio de 2022, los senadores Chris Coons (demócrata) y John Cornyn (republicano) presentaron en EEUU la iniciativa Civics Secures Democracy Act, una reforma para dotar de financiación millonaria a la educación cívica a diferentes niveles. La iniciativa fue presentada después de analizar diversos estudios donde descubrieron que solo el 47% de los estadounidenses podían nombrar correctamente los tres poderes y el 25% no era capaz de nombrar ninguno. EEUU es, teóricamente, la democracia más próspera y consolidada del mundo. Tras presentar y aprobar la iniciativa, empezó la discusión.
¿Qué contenidos deben enseñarse en los programas de educación cívica? Ahí se estancó todo por las diferencias ideológicas. Como diría el filósofo y catedrático de Derecho Constitucional Ronald Dworkin, “la idea crucial es la imaginación. El liberal está preocupado por ampliar la imaginación, sin imponer ninguna opción particular a la imaginación”. Necesitamos una propuesta imaginativa de educación cívica para todos. No será fácil.
Podemos tener a Winston Churchill en la tribuna parlamentaria defendiendo la democracia, pero si en la opinión pública no hay voces que acompañen esa defensa, el más elocuente de los oradores fracasará. Requerimos más figuras como las de George Orwell, ejemplarizantes e inspiradoras para las nuevas generaciones por su defensa irrenunciable de las libertades políticas y las obligaciones ciudadanas. No nos faltan intelectuales, requerimos más ciudadanos comprometidos porque nos hace falta una aldea global. It takes a global village. Ha llegado la hora de construirla.
Escritor y periodista mexicano