Luis Barragán: Los colores de la realidad

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Luce escaso el entusiasmo y la disposición por el consabido referéndum que ha empeñado al oficialismo, reducida su promoción a los despachos públicos. La aceitada maquinaria publicitaria del Estado encuentra severos límites en sus propios funcionarios colmados de angustia por las cuentas hogareñas, porque de los aguinaldos únicamente queda el testimonio de los antiguos esplendores, siquitrillados ahora como el salario mismo ante la absoluta indiferencia de los altos estamentos del poder.

Quizá el prematuro y, siendo benignos, imprudente decreto de navidad y navideñización emanado de Miraflores, ha captado la atención de la población y, ni siquiera asuntos comunes y tan graves, logran privarla de la alegría que va anegando todas las avenidas, calles y callejuelas del país.  En las más extendidas metrópolis del deterioro, privadas de todo voltaje en los instantes inesperados de la vida cotidiana, observamos perplejos el artificio espiritualoide con la exclusiva y copiosa iluminación de la vitrina conformada por plazas, autopistas, sedes ministeriales, dependencias militares y otros referentes de eficaz impacto psicológico.

De retardar un poco más el decreto, quizá hasta se notaría la agenda política de la oposición que, varias veces, ha superado las trabas de la censura y del bloqueo económico, porque la del principal partido de gobierno y su satelitaje, definitivamente se ha confundido con el Estado al que no logra darle todavía una definitiva identidad y sello. Obran los milagros de un instrumento ejecutivo, se dirá en las grisáceas urbes del socialismo del siglo XXI, pero son inevitables los colores de la realidad, desde los empedernidamente tenues hasta los militantemente estridentes: todos y cada uno de los problemas fundamentales del país, se mantienen y adquieren una densidad tan peligrosa como injusta, detrás del amperaje que jura empañarlos.

Salud, alimentación, seguridad personal, educación, agua, desindustrialización, vivienda, corrupción,  territorialidad, telecomunicaciones, entre otros asuntos hartos traumáticos, se suman al riesgo cierto y permanente de denunciarlos; por cierto, responsabilidad hazañosamente asumida por una consecuente dirigencia política y social que ha de lidiar con la desteñida prédica de lo que dio en llamar la antipolítica, hoy una extemporaneidad en las redes digitales. Paradójicamente, el período navideño está recuperando su más genuino origen y sentido en la misma medida que nos percatamos que no existen los milagros atribuidos al decretaje y a los decretales perniciosos, tratando de obligar una sonrisa en el rostro de las grandes mayorías, presumiéndolas en una rumba perpetua, dibujándolas en una bonanza petrolera más, aunque sin acreencias que tramitar; en definitiva, modelando una sociedad consumista, sin consumo.

Un indicador objetivo de la temporada festiva que desean forzar, están en las novedades musicales que no existen, pues, muy antes, las postrimerías del año constituían la oportunidad para lanzar a cantantes, grupos musicales, discos y espectáculos de todos los géneros y colores artísticos, absolutamente autosustentables: no existen ya las exitosas piezas gaiteras que acostumbrábamos, porque no hay mercado en el aislado país que todavía escucha, festeja sus cumpleaños y se recrea con el karaoke de las canciones que tienen medio siglo de editadas y estrenadas.  Y es que nuestro consumo cultural es el los más deprimentes del mundo, como puede notarse con las antiquísimas interpretaciones salseras, bachateras o valleneteras dominantes en el transporte público, permitiéndonos constatar, por una parte, que nos quedamos atrás al revisar la prensa extranjera respecto a las nuevas tendencias y conciertos de voces que nos son completamente ajenas; y, por otra, que nos ocurrirá algo equivalente a los que pudieron ver y oír libremente a Miguelito Jagger y sus Rolling Stones en La Habana,  en una festival del carbono-14.

@luisbarraganj

 

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