Alicia Álamo Bartolomé: Lo que faltaba

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En mi artículo anterior, Todo cambia, hablé de las novedades en el béisbol, deporte que he seguido, con intervalos, durante 82 años. Sin embargo, se me quedó algo importante en el tintero -quizá sea más apropiado decir en el teclado-: la evolución del jonrón. Antes, este colosal batazo era una rareza, se podía asistir a varios juegos sin que apareciera ninguno; hoy, puede haber hasta dos y tres en la misma entrada de un inning. Hay profusión de jonrones. ¿Qué ha sucedido? ¿Los bateadores han subido de calidad, mientras ha descendido la de los lanzadores? Creo lo primero, pero no lo segundo, he visto varios partidos que son un duelo de lanzadores, los hits y carreras brillan por su ausencia. Y esto es una consecuencia de la apreciación personal que tengo de estos hechos.

Hoy en día, el bateador quiere alcanzar lo máximo, ese batazo que sobrepasa las fronteras del campo de juego y hace gritar a locutores deportivos, entusiasmados: ¡Despídanse de esa pelota…! ¡Esa pelota no regresa más…! Vértigo de emoción en que caen los presentes y ausentes, a través de las pantallas de televisión. Claro, el pelotero se clava en home para esperar el lanzamiento y hacerle el swing del jonrón. No siempre la pega, muchas veces se poncha; en su ambición del más se queda, no con el menos, sino con nada. ¡Cuantas veces nos pasa a nosotros en la vida! Por ambición desmedida, nos quedamos con las manos vacías.

Con esta búsqueda insaciable del jonrón, el béisbol ha perdido la belleza de su artesanía. Antes, un hombre llegaba a primera base por hit sencillo, base por bolas, pelotazo o jugada de selección y había que llevarlo a home con arte y maña. Avanzaba de una base a otra por un rolling, un sencillo, un robo de base y, una vez en tercera, la antesala, un fly -o mariposita, como decía Abelardo Raidi- de sacrificio, lejano en el outfield, con un pisicorre, lo traía feliz a casa. ¿No era bonito este fino bordar de la jugada? No es que ahora no usen estos recursos, pero los usan a destiempo. Hace poco vi un jugador robarse la segunda almohadilla, con un compañero en tercera y dos outs. ¿Qué consiguió? Que lo pusieran out y terminara la entrada. ¿No era mejor esperar a que el bateador de turno hiciera algo? ¡A lo mejor un hit!

Los bateadores de hoy ambicionan el jonrón, lo buscan más que al hit sencillo. Esto los hace, como ya señalamos, cuadrarse en el home para soltar su swing potente ante el envío, ¡y cuántas veces se quedan abanicando el viento! Es lástima. Con batazos menores se van empujando carreras, no en masa, como el jonrón, pero con la eficacia que da la perseverancia en lo pequeño. Y esto es una lección de vida.

¡Cuántas veces nosotros gastamos nuestras energías en vano! Buscamos metas que nos sobrepasan. Nos pasamos la vida tras sueños imposibles, arrastramos ilusiones muertas y nos quejamos de la suerte que otros tienen. En la mayoría de los casos, esa “suerte” ajena no es sino el fruto de un empeño callado, de un intenso trabajo y un aprovecharse de las cosas pequeñas para acumularlas y lograr lo grande. La envidia, inconsciente o no, nos hace ver los resultados y no la lucha que hubo detrás. Otros, con amargura, dicen: Pero es que ellos heredaron… Sí y otros, que también heredaron, dilapidaron esa herencia. Es cuestión de ser sujetos atentos a lo que nos trae la Providencia y aprovecharlo con moderadas ambiciones.

¿Acaso la ambición es mala? No, con ésta, muchos héroes han sido héroes y muchos santos, santos. Son ambiciones sanas, que buscan el bien común para una sociedad, una patria o el mundo. No el lucro o la fama personal. Es más, una cuota de ambición nos viene bien para lograr metas. El error está en volverla una pasión malsana. Como son errores todos los excesos.

Que sigan acumulando premios nuestros héroes deportivos, como el jonronero y gran robador de bases, Ronald Acuña Jr. y el insigne bateador Luis Arráez, en las Grandes Ligas del béisbol del norte. Como la vinotinto, tratando de llegar a la hasta ahora inalcanzable meta del campeonato mundial de fútbol. Por primera vez en la historia, está hoy, en la preclasificación, en el cuarto lugar, ¡por encima de Brasil! ¡Insólito! Pero…

Hay un lunar, ¡y grande! El juego que empataron Venezuela y Ecuador, no pude terminar de verlo. Cambié el canal con asco. Yo quería ver fútbol, no un boxeo sin reglas. Ecuatorianos y venezolanos se daban golpes a mansalva, ¡qué feo! Si el referee hubiera sacado tarjetas, habrían terminado juego los dos arqueros solos, todos los demás merecían la expulsión. ¡Así no…! Si esta es la forma de llegar al mundial, ¡que se queden en su casa!

El fútbol, esa pasión universal, debe revisar estos procederes, porque de deporte para la unión y comprensión de los pueblos, se está convirtiendo en una siembra de fanatismos y odios. Eso no es deporte. Es una guerra más de las muchas que sacuden al planeta.

Si el deporte no es un camino de paz y armonía entre las naciones, debería desaparecer. Tenemos ya suficientes conflictos para buscarnos más, ¡y a propósito de diversión! Es tal la desazón que el fútbol está produciendo entre sus fanáticos, que incluso antes de empezar el juego, como acaba de suceder en esta preclasificación iberoamericana para el mundial, empieza el zaperoco. Se enfrentaban Brasil y Argentina, creo que en el estadio Maracaná, en Brasil. Antes de comenzar el encuentro, fue tal la agresividad de los brasileños contra la fanaticada visitante argentina, que Lionel Messi retiró a sus jugadores con la intención de no jugar. Afortunadamente se superó el impasse. ¡Pero qué tristeza da que sucedan estas cosas! A mí, por lo menos, me ponen mal y me hacen reflexionar sobre la triste condición humana. ¡Señor, ni siquiera sabemos divertirnos en paz! ¡Era lo que nos faltaba!

 

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