Acaso el reto esencial para todo ser humano sea entenderse con la realidad; que ella no contradiga demasiado sus sueños, que éstos tengan siempre algún asidero en ella. Ante la indiferencia del universo, junto a esa ínfima realidad que somos frente a él, precisamos sentir que, de alguna manera, podemos relacionarnos con la realidad apoyados en ciertas verdades y razones. Frente al sentimiento de lo arbitrario o caótico a nuestro alrededor, nos resulta necesario imponernos la protección de un orden desde el cual relacionarnos con las cosas de acuerdo a nuestra pasión y a nuestra esperanza frente a ellas. Recuerdo la lapidaria frase de Valéry sobre la terrible contradicción entre el “sentimiento de serlo todo y la evidencia de no ser nada” que suele caracterizarnos a los seres humanos. Una manera de sentir que, si bien nunca alcanzaremos a “serlo todo”, siempre será posible, al menos, llegar a ser algo. Ser algo a partir de nuestra voluntad por realizar aquello que nos apasiona. Ser algo junto a nuestros actos y propósitos. Ser algo en nuestra entrega a cuanto amamos hacer.
Para asentarnos en la realidad y vivirla humanamente, nos resulta necesaria cierta fe, cierta motivación a partir de significados relacionados con una finalidad; con un norte de vida, capaz de ayudarnos a entender de qué manera vivir. De nosotros y solo de nosotros han de surgir esas prioridades y elecciones convertidas en personales respuestas a la realidad, a nuestra manera de resistir y de crecer dentro de ella. Solo de nosotros podrán surgir la esperanza y la voluntad capaces de dar un sentido orientador a nuestros actos e intenciones. Surgir, por ejemplo, el entusiasmo de entregarnos a eso que nos colma. Surgir una pasión al lado de la cual acompañar aptitudes que reconocemos en nosotros mismos. Surgir la posibilidad de distinguir en nuestra vida una continuidad, un sentido capaz de hilvanar demasiadas fragmentariedades en su interior…
Los seres humanos podemos prescindir de muchas cosas, pero creo que para la mayoría de nosotros siempre resultará esencial la convicción de un significado para eso que hacemos, una intención muy cercana a esa verdad descubierta en nosotros mismos y que llamamos vocación.
En algún momento de su obra, dice Jorge Luis Borges: “… a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve cara a cara consigo mismo.” Quizá podría identificarse el descubrimiento de nuestra vocación con el instante en que comprendemos de qué manera relacionarnos con la realidad junto a un sentido que logre legitimarnos.
Nuestra vocación: un personal argumento de la propia existencia de acuerdo a ciertas verdades sobre las que apoyamos nuestra voluntad de ser presencia en el mundo. Vocación proviene del término vocare , que conlleva etimológicamente el significado de llamar. Una vocación es exactamente eso: un llamado; un llamado que apela a nuestras más profundas elecciones: cómo vivir, qué elegir en nuestra vida. En su vocación un ser humano se reconoce a sí mismo. Remite más que solo a la realización de un trabajo o a la elección de una profesión. Implica una manera de vivir y de interpretar la propia existencia. No basta con identificarla. Es preciso descubrir su porqué, la manera como ella nos relaciona con la realidad. La vocación identifica cierto esencial “porqué” en la relación entre el ser humano con el mundo. Lo alienta permitiéndole descubrir en sus acciones una visión de finalidad.
Una vocación nos lleva a rodearnos de un orden personal dentro del cual erigir verdades y preferencias. Un orden que es perspectiva desde la cual distinguir intenciones y finalidades. En medio de ese orden elegimos, definirnos, actuamos, nos fortalecemos… Somos y hacemos para nosotros mismos; de acuerdo a nuestras ilusiones, convicciones e ideales.
Nuestra vocación para impregnarse de humanidad, no podría dejar de permanecer cercana a una ética que relacione nuestra singularidad con el entorno que es el nuestro. Una ética que proyecte nuestras intenciones más allá de sí mismas; que señale que lo que “solo para nosotros vale” puede también valer para esos otros a quienes comunicamos nuestras preguntas y respuestas, nuestras verdades y argumentos. Y, entonces, esa ética que convertimos en compromiso y elección de una manera de vivir, transforma lo importante para nosotros en algo importante para otros, útil para otros.
Cierta ley apócrifa sostiene que “lo que solo para nosotros vale, nada vale”. Es cierta; y, sin embargo: ¡qué fructífera puede ser esa opción de singularidad, de autenticidad individual! ¡De qué manera permitir la expresión de tantas y tantas ilusiones y certezas, convicciones y propósitos, sueños y esperanzas! Lo que solo para nosotros vale puede ser un necesario apoyo para elecciones, decisiones, propósitos… El punto de partida hacia un encuentro con el mundo a partir de nuestras más personales elecciones…
Somos contempladores y actores. Permanentemente buscamos un sentido para nuestros actos y miradas. Un sentido para entender el mundo y entendernos con él. Relaciono muy de cerca ese sentido con la reunión de comportamientos, actos y elecciones alrededor de nuestra voluntad por realizar o llevar a cabo eso que existe en nosotros, que forma parte de lo que somos y deseamos ser, de lo que podemos y no podemos hacer. Por supuesto pienso en nuestra vocación: en esa potestad por medio de la cual nos relacionamos con la realidad del lado de nuestras apuestas personales, de la mano de eso que “solo para nosotros vale”.