Son tiempos preocupantes para la enseñanza superior estadounidense. Por un lado, unos estudiantes de un puñado de universidades de élite han realizado duras declaraciones antiisraelíes, algunas de las cuales han cruzado la línea del antisemitismo declarado, y algunos presidentes de universidades han respondido con timidez. Sin embargo, por feos que hayan sido estos acontecimientos, no hay muchas razones para creer que la calidad de la educación en estas instituciones —que, en cualquier caso, representan una pequeña fracción de la matriculación universitaria en Estados Unidos— esté seriamente amenazada.
Por otro lado, el Sistema Universitario Estatal de Florida, que cuenta con más de 430.000 estudiantes, está siendo objeto de un intenso ataque político por parte del Gobierno republicano del Estado. La Asociación Americana de Profesores Universitarios (AAUP, por sus siglas en inglés) ha publicado recientemente un informe titulado Injerencia política y libertad académica en el sistema público de enseñanza superior de Florida, en el que se detalla la toma de puestos clave administrativos y de supervisión por parte de personas designadas por partidos políticos y la creciente presión sobre los miembros del profesorado para que eviten enseñar cualquier cosa que pueda considerarse woke [a favor de la justicia social, o progre]. Es casi seguro que este asalto político degradará la calidad de la educación universitaria para un gran número de alumnos, en formas de las que hablaré en un minuto.
Pero, primero, hagamos la pregunta obvia: ¿cuál de estas dos cuestiones educativas ha absorbido nuestra atención colectiva y cuál ha pasado básicamente desapercibida? Ya conocen la respuesta.
Pensemos en ello: el número total de estudiantes universitarios en Estados Unidos es de unos 20 millones; cerca de 70.000 de ellos estudian en las Ivies, las universidades más prestigiosas, y solo un poco más de 7.000 en Harvard.
Es cierto que somos una sociedad mucho más elitista y clasista de lo que nos gusta admitir y que los licenciados de las instituciones de élite tienen una influencia desmesurada en la vida pública. (Divulgación masiva: yo no fui a Harvard, porque rechazaron mi solicitud, pero, mira por donde, como consecuencia de ello me vi obligado a obtener mi licenciatura en Yale). Pero incluso teniendo en cuenta esta influencia, yo diría que prestamos demasiada atención a instituciones que educan a tan pocos estadounidenses y que son tan poco representativas del panorama educativo nacional.
¿Cómo se explica esta desproporción? Hasta cierto punto, se debe a que las personas que forjan el relato público son a menudo licenciados de instituciones de élite. Hasta cierto punto, se trata de un efecto indirecto de la cultura del famoseo, que se centra en los estilos de vida de los que pronto serán ricos y famosos.
Que quede claro que el resurgimiento del antisemitismo entre algunas facciones de la izquierda política es realmente inquietante. Hay gente con opiniones feas —tanto antidemocráticas como antisemitas— en la izquierda y en la derecha. Aunque los politólogos critican a menudo la teoría de la herradura de la política, según la cual la extrema izquierda y la extrema derecha pueden parecerse más una a otra que cualquiera de las dos al centro político, yo siempre he encontrado plausible esa teoría. Y no voy a excusar a los presidentes de universidad que cometen errores en este tema. Al fin y al cabo, guiar a sus instituciones a través de campos de minas intelectuales y políticos es, en gran medida, el trabajo de estos rectores.
Sin embargo, es crucial mantener la perspectiva. Puede que la extrema izquierda no sea moralmente mejor que la extrema derecha. Pero, en Estados Unidos, la extrema izquierda casi no tiene poder político, mientras que la extrema derecha controla una cámara del Congreso y varios estados.
Lo que me lleva de nuevo a las universidades de Florida. El informe de la AAUP entra en considerable detalle sobre las acciones legales y administrativas tomadas por el gobernador republicano de Florida, Ron DeSantis, y las personas que él ha nombrado. Pero la visión de conjunto es que la enseñanza superior pública se ha convertido en un frente clave en la “guerra contra los wokes, o progres” de DeSantis.
¿Qué cuenta como woke? La respuesta no está clara, pero esa falta de claridad es, en cierto modo, la cuestión. Enseñar a los alumnos cualquier cosa que pueda considerarse políticamente liberal o progresista podría interpretarse como progre. Según el informe, a un profesor de Florida “se le dijo que no enseñara que la Guerra Civil fue un conflicto sobre la esclavitud”, una proposición con la que, por ejemplo, Ulysses S. Grant, que sabía algo al respecto, estaría en desacuerdo. Este terreno resbaladizo crea un clima de temor que inhibe la enseñanza de muchas materias y parece estar expulsando del sistema a algunos de los mejores profesores.
Y cualquiera que suponga que existen límites claros en cuanto a lo lejos que puede llegar la intimidación —bueno, quizá sea un problema para las ciencias sociales y la historia, pero las ciencias duras están a salvo— es un ingenuo. ¿De verdad les cuesta imaginar que se presione a los profesores para que dejen de presentar las pruebas del cambio climático provocado por el hombre?
Así que, sí, exijamos responsabilidades a los rectores de las universidades cuando metan la pata en un tema importante. Y denunciemos los llamamientos a la violencia vengan de donde vengan. Pero centrémonos también en la mayor amenaza para nuestro sistema de enseñanza superior, que no procede de activistas estudiantiles de izquierdas, sino de políticos de derechas.