Esa noche oscurecida, Isla Negra chorreaba penumbra entre sus intersticios socavados. Los mástiles despavoridos se hundieron en el océano y el mismo albor del crepúsculo no se atrevió a sacudir al horizonte resignado. Pablo Neruda, el juglar, recorrió encerrado en mortaja, frente a los acantilados cara a la furia del Pacifico, toda la gama de su lírica inmensa.
En su primera etapa – “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos” – cruzó sobrevolando el empapado sendero del romanticismo, y así, en “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”, nos legó el texto que casi hunde toda la poesía amorosa europea, desde los romances anónimos del siglo XV, pasando por los resquemores apasionados de Jorge Manrique, Juan de Encina, Baltasar del Alcázar, Lope de Vega, hasta varar en las “Nanas de la cebolla” o en las faldas de aquella casada infiel que todos en algún momento, envuelta en polvo y sudor, nos hemos llevado a la sombra de los cañaverales del río.
Al pie del hipogeo lo esperaba Gabriela Mistral, cuya obra, de una sexualidad arrebatadora, se había levantado sobre uvas y vientos.
De ella, años después, Pablo bebió hasta el hastío. Era agua fresca para el jolgorio de su espíritu. La había conocido siendo un pequeñuelo en aquellas calles de barro de Temuco, donde la poetisa solamente era Lucía Godoy Alcayaga.
Ese día del adiós inmemorial, el céfiro había huido a los promontorios encallados de espuma, mientras los borceguíes de los militares pisaban el mosto de la libertad para hacer vino de sangre.
Y en la misma, en el Palacio putrefacto ya estaba sentado sobre negrura y turbación el autócrata.
Una voz llegada del mar océano inquirió, quizás recordando el arrebatado bramido de Alfred de Musset:
“¿Se sabe dónde van las lágrimas de los pueblos, cuando las lleva el viento?”.
Cierto degolladero llegado del abismo profundo exclamó: “Se convierte en rabia descuartizada en pedazos”.
Si alguien ambiciona entender la irrealidad desolada que lo deduzca por el mismo mirando el mar océano.
No hubo en esos días en Isla Negra demasiado tiempo. Las hojas del almanaque se iban acercando en aquellos últimos días de diciembre congelados de aprensión, angustia e incertidumbre.
La raya de la libertad se iba descomponiendo entre la luz adolorida y desangrada.
Intervalos después, con anchurosa fosforescencia, la noche fragmentada se volvió resplandeciente, mientras un sacrosanto vocerío exclamaba a la inmensidad del tiempo venidero:
¡Encumbrar crespones purpúreos al poeta pagano llegado al espacio perdurable del Olimpo, lugar en que lo espera Dante acompañado Odiseo, Minos, Ciacco, Aquiles y Eneas!.
Nota: Se comentaba aquellos días en los mentideros de Madrid, que esa palabras solamente fueron oídas – o haber creído ser oídas – por amigos cercanos del bardo, entre ellos Federico García Lorca y Rafael Alberti.
rnaranco@hotmail.com