Debido a la guerra de la OTAN en Ucrania y al consecuente bloqueo de Rusia, las sanciones contra Venezuela aflojaron un poco durante el año 2023. Sanciones, bloqueos y acoso que se radicalizaron, por parte de Estados Unidos y de la Unión Europea, hace ya diez años y que terminaron con un largo período de crecimiento económico y de reducción de la pobreza en ese país, algo que la propaganda ha vendido exitosamente como un fracaso histórico. No por casualidad, la histórica hiperinflación venezolana ha bajado al 185 por ciento anual, es decir, por debajo de la alcanzada en Argentina este mismo año.
Como ya insistimos por años, las deudas (inflacionarias) de las neocolonias son necesarias para mantenerlas en un estado de necesidad productivo, algo muy similar a la lógica que ser reproduce dentro de las mismas sociedades entre trabajadores que apenas llegan a fin de mes y una oligarquía que se dedica a demonizarlos como “parásitos del Estado” cuando reciben algún subsidio o cuando ya están jodidos y no pueden cargar más bolsas de cemento.
Por estas deudas eternas, las neocolonias están obligadas a producir, exportar y comprar dólares para “honrar sus compromisos”. Al mismo tiempo que les exigimos “responsabilidad fiscal” a esas colonias, en Estados Unidos nos olvidamos de que somos los campeones de la irresponsabilidad fiscal, con déficits y deudas faraónicas que nunca dejan de crecer, como si nada. ¿Quién puede acosarnos y bloquearnos, cuando tenemos el ejército más poderoso del mundo? Históricamente inefectivo para cualquier guerra, pero todavía poderoso para acosar a otros y, más, para obligar a nuestra población a sangrar más recursos en aras de algún terror inoculado por los medios ―reacciones a nuestras propias intervenciones que, cuando no son suficientes, las inventamos con más provocaciones o con atentados de bandera falsa.
Aunque, inevitablemente, una economía imperial es muy productiva, la nuestra se sustenta en el consumo (70 por ciento), no en la producción. De hecho, no necesitamos producir mucho; ni siquiera necesitamos pagar impuestos para pagar las deudas del gobierno, instrumento de las corporaciones que atizan guerras por donde sea necesario para mantener vivo el déficit creciente del Estado y las transferencias masivas de capitales desde la clase trabajadora a sus arcas insaciables en Londres y Wall Street.
Los dólares los inventamos de la nada, ya ni siquiera en forma de papel. Claro, se pueden imprimir dólares, pero no se puede imprimir riqueza. La impresión masiva de una divisa global es una forma de extraer valor de otras regiones que la tienen como reserva o como ahorros personales. Si la inflación no explota en el país que la imprime, es porque gran parte de esa inflación se exporta.
También es un instrumento de extorción. Si un país no está endeudado, hay que endeudarlo. Lo reconoció el flamante ministro de Argentina, Luis Caputo, cuando en 2017 aseguró que el regreso al FMI y el masivo préstamo recibido “nos permite dejar más espacio al sector privado; no hay ninguna señal de crisis; esto es preventivo; es la primera vez que un gobierno [el de Mauricio Macri] hace cosas así, preventivas…”
El endeudamiento masivo, como el de Argentina, es inflacionario, casi tanto como el bloqueo de créditos y de mercados a Venezuela (por parte de los campeones del libre mercado), porque obligan a esos países a imprimir dinero o a abstenerse de inversiones en su propia sociedad. Ahora, que en Argentina los neoliberales hayan nacionalizado (estatizado), una vez más, las deudas privadas, es un nuevo insulto a la inteligencia del pueblo ―claro que tampoco se necesitaba una gran inteligencia; con un poco de memoria era suficiente.
Señalar el imperialismo global como la raíz de las mayores crisis económicas y sociales no significa quitar responsabilidad a sus administradores criollos. Sobre todo, al entreguismo cipayo. Tampoco significa que debemos poner a algún país como modelo para otros. Claro que aclarar esto es inútil. El pensamiento cavernícola nunca morirá, porque es efectivo como pocos: “Cuba sí o Cuba no”, “El Salvador sí o El Salvador no”; “vives en Estados Unidos y criticas a su gobierno, ¿por qué no te vas a vivir a Venezuela?”; “si criticas la masacre en Gaza, ¿por qué no te vas a vivir a Irán?”; “si defiendes tanto a los inmigrantes, ¿por qué no los llevas a dormir al cuarto de tu hijo?”; “si defiendes tanto a los gays, ¿por qué no te acuestas con uno?”… En fin, esa clásica dialéctica del borracho que ya comienza a perder la euforia de la última copa.
Ese ha sido otro error clásico: la descontextualización histórica y geopolítica de cada realidad. Para los libertarios libertos (neo-neoliberales), el mundo es plano como una pizza. No hay clases sociales, no hay naciones hegemónicas. No hay imperios ni hay parásitos opresores. Todo lo que pasa en un país, sobre todo en un país de la periferia, es simple y pura responsabilidad de los zurdos resentidos. Los gobiernos hacen una diferencia, para mejor o para peor, pero solos no deciden su propio contexto, como puede hacerlo un país capitalista del centro. Es decir, un país imperial ―hegemónico, si la palabra imperio hiere sensibilidades.
En algún momento, el capitalismo funcionó para una parte considerable de europeos y de estadounidenses, pero el mismo capitalismo (más radical, más desatado) nunca funcionó para Honduras, Guatemala, India o el Congo. Todo lo contrario, porque no es lo mismo ser una potencia imperial y extractiva, la araña que teje su red y domina desde el centro, que ser una de las moscas en la telaraña. Históricamente, los países no alineados han sufrido castigos económicos y financieros, cuando no militares (como invasiones, golpes de Estado, asesinatos de sus peligrosos líderes, ataques de bandera falsa, todo harto documentado), los que luego se traducían en “fracasos” que la propaganda imperial vendía y vende como demostraciones de que las ideologías alternativas “nunca funcionan” y clichés similares propagados por los medios globales, por las agencias secretas y, sobre todo, por los mayordomos criollos, quienes se encargaron siempre de reproducir hasta el infinito las ideologías parasitarias de los esclavistas y de las oligarquías coloniales.
Ya está. Hemos insistido sobre estos punto por décadas. En algunos libros, como Moscas en la telaraña, ordenamos estas mismas ideas de una forma más extensa y, a mi juicio, más clara, por lo que no voy a insistir más aquí. Pero sí es necesario recordar (y repetir hasta el hastío) los aspectos más simples que, estratégicamente, se echan al olvido. Siempre. Como, por ejemplo, que no hay desarrollo sin independencia económica; que no hay independencia sin uniones de no alineados; que no hay caminos propios sin independencia cultural; que eso de la periferia es sólo una realidad geopolítica, no necesariamente filosófica y cultural…
Esas cosas simples que, en los últimos siglos, los imperios del norte se han encargado de destruir a cualquier precio. Todo en nombre de la libertad y de la prosperidad ―todo eso que las moscas repiten mientras son disecadas por la araña salvadora.