Hay una pregunta a la que hay que comenzar a dar respuestas: ¿Cuál es la transición deseable y cual la posible?
Sus formas son diversas, desde un formato mínimo para alejarse del autoritarismo hasta la reconstrucción de los principios de la democracia y las reglas de la Constitución después del derrocamiento de un régimen que la reprima.
La transición no es una revolución. Privilegia la vía del voto y avanza en base a consensos entre élites y consentimientos de los ciudadanos.
Un proceso complejo, lleno de tensiones y lento porque su oxígeno es la necesidad de estabilidad y su motor la atención a necesidades e intereses existenciales para la población.
La insurgencia y el golpe de Estado son salidas contradictorias con el voto y la evolución pacífica. No sólo entorpecen el cambio político que el país desea, sino que lo limitan a un cambio de los quienes sin afectar integralmente el modelo institucional y económico que genera distanciamiento civilizatorio, empobrecimientos de todo tipo y destrucción de la capacidad de producir bienes públicos.
Resulta inviable la idea de una estrategia de ataque frontal al régimen en espera de un momento en el cual se combine una fractura en el mundo dominante con la insurgencia callejera del mundo dominado. Aunque solo sea porque el tamaño de lo que hay que reconstruir exige un acuerdo de amplio espectro que incluya, como uno de los factores de nueva gobernabilidad la presencia o la cooperación de actores con proyectos de sociedad diferentes. Y para decirlo como ahora está de moda: incluido el chavismo realmente existente.
La actual relación de fuerzas socialmente favorables al cambio es lo que permite ceder paso a un diseño alternativo al de tierra arrasada.
Una opción que ofrezca y sea producto de una plataforma de coincidencias sobre cómo adelantar una redistribución del poder basada en la representatividad, el acatamiento a los períodos constitucionales, el libre ejercicio del voto, la progresiva institucionalización de Fuerza Armada y la reducción de respuestas violentas al conflicto político que conlleva todo cambio estructural.
Es una ilusión atada a su frustración alentar ideas que convierten al adversario político en un enemigo a aniquilar.
Si la estrategia electoral es una envoltura retórica para acumular condiciones que intenten una nueva salida con vestimenta democrática y regreso a la violencia, nos zambulliremos en un nuevo fracaso.
Soltar la cuerda a otro intento de poder paralelo, con la expectativa de que la represión del gobierno no dejará otra opción que el choque de trenes es la reproducción de una visión simplista, primitiva y extremista sobre cómo generar democracia en condiciones autocráticas y de resistencia autoritaria a la reconquista de la democracia.
El desafío para María Corina Machado es dejar atrás las concepciones de cambio atadas al pasado y abrirse a la pluralidad, complejidad e incertidumbre de la nueva época que se está abriendo en el país.
A ella le corresponde tejer una propuesta de transición que no obedezca a un modelo excluyente y hegemónico.
La nuestra debe ser una transición de los venezolanos y a la venezolana, con alegría, convivencia, solidaridad y claro propósito de ir al encuentro del futuro.
Si sacamos tiempo a estas fiestas navideñas hay que pesar y repensar el tema. Mientras tanto felicidades para todos y volveremos en el comienzo del esperanzador y difícil año 2024.