Con un acto que algunos consideran de gran audacia política, el presidente argentino, Javier Milei, ha iniciado su gestión presidencial: un decreto dictado con afán refundacional y a través del cual desea dar un golpe de timón a esa Argentina que desde hace tiempo persiste en una crisis inflacionaria, en un déficit público, en un endeudamiento masivo y sin capacidad de encontrar un camino hacia las reformas indispensables para salir de la policrisis interna sin fin.
Siguiendo una lógica del “vamos por todo”, Milei ha optado por acelerar la conflictividad del país con unmega paquete de 300 reformasde carácter legal usando el mecanismo del Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) que pretende, con base en un impulso de desregulación, reconducir al país hacia un derrotero sin inflación ni subsidios estatales, y la liberación de las fuerzas del mercado. Son justamente estas fuerzas las que deberán garantizar el avance económico después de unos tiempos duros y situaciones límite que anunció a la ciudadanía.
Desregulación radical
El interés central por terminar con el déficit fiscal no afectará solamente los ingresos de los trabajadores a raíz de aumentos impositivos, sino también las posibilidades de generar condiciones de mayor productividad en las empresas estatales a través de su privatización. Sin embargo, los inversionistas no solamente esperan mayores ganancias. También requieren confianza en que los cambios anunciados realmente tengan estabilidad y no sean revocados por las instancias parlamentarias.
La reacción de los sindicatos como la CGT no se hizo esperar; mucha gente, por resistencia o miedo, participa en las movilizaciones contra una política que ve como amenaza a los logros alcanzados y las posibilidades del futuro personal. Milei ataca con sus medidas anunciadas un poder central del sistema peronista, a los mismos sindicatos y su capacidad establecida de poder imponer su voluntad a los presidentes en turno o influir en los mismos para que no puedan avanzar en contra de los intereses propios de la organización, en muchos casos a costa de la sociedad entera y un sistema de corrupción ampliamente distribuido por el país.
Las modificaciones anunciadas en el régimen de las obras sociales y los futuros impedimentos para recaudar la cuota sindical van apuntando directamente al corazón de las centrales sindicales, ya que atacan las bases de su fuerza como actor central de la sociedad argentina, especialmente cuando se decretan restricciones al derecho a la huelga. Suenan las campanas de una huelga general, si desde el punto de vista sindical no se logra frenar el decreto en los tribunales o en las instancias parlamentarias.
La contundencia del impulso político de Milei puede haber sorprendido a los sindicatos, pero por igual a los mismos electores del presidente, que esperaban unas reformas profundas, pero con la negociación de consensos parciales en un sistema que a sus ojos había demostrado ser inviable para el futuro y hasta en el presente, con una carga de problemas irresueltos y postergados ante una crisis fiscal e inflacionaria sin solución a la vista.
Da la impresión de que se está abriendo un escenario en el cual la disputa la decidirá quien logre conquistar el control de la calle, por lo cual el mismo presidente avanzó más en esta dirección con un protocolo antipiquetes publicado por su ministra de seguridad, Patricia Bullrich. La misma visita del presidente al cuartel de la policía para seguir el operativo de control en las calles por medio de los militares es un claro indicio que será allí donde se va a decidir el avance o el fracaso de este intento de reforma intempestiva en la Argentina que, según el nuevo gobierno, estará cortando el nudo gordiano que impide el desarrollo del país.
Legitimidad electoral vs. legitimación social
Sin embargo, lo que para algunos parece ser audacia presidencial puede convertirse rápidamente en prueba de la incapacidad de comprensión del presidente ante el hecho de que la política también implica saber administrar conflictos. Tal enseñanza está muy presente en este país, en el cual muchos gobernantes tuvieron que aprender que la legitimidad de origen del éxito electoral puede diluirse rápidamente ante movilizaciones ciudadanas y cacerolazos masivos que generan una legitimación social para activistas quienes rápidamente logran que el pueblo en la calle decida sobre la suerte del gobierno en turno. De esto pueden hablar Fernando de la Rúa (1999-2001) y el mismo Mauricio Macri (2015-2019), quienes fracasaron en el intento por implementar medidas que encontraron un amplio rechazo en las calles de Buenos Aires y otras capitales departamentales.
Cuando las clases medias deciden apoyar las manifestaciones en la calle, rápidamente pueden desmoronarse alianzas políticas y caerse en pedazos los paquetes de rescate. A final de cuentas la pregunta central es: ¿Cuánto tiempo estarán dispuestos los ciudadanos a asumir sacrificios hasta que se cumpla la incierta promesa de Milei y lleguen “tiempos mejores”?
El público que Milei acostumbra a llamar los “argentinos de bien” ciertamente está fastidiado de los tantos años de kirchnerismo en sus diferentes variantes, donde nunca se logró resolver los problemas que los diferentes regímenes peronistas habían creado; sin embargo, este público no tiene una identidad fija que haya sido articulada políticamente por parte de Milei. Más bien es una colectividad que puede disolverse rápidamente en cuanto se genere la sensación de que el nuevo gobierno no resuelve las cosas sino más bien se enreda en múltiples conflictos a la vez.
Una interrogante que solamente se resolverá con el tiempo es si aparecerá un “Milei negociador” que deje a un lado la motosierra, logre superar su propia imagen de destructor y asuma un papel constructivo para no fomentar más las discordias en la sociedad y las divisiones sociales. Tanto las instituciones como “el pueblo en la calle” son indispensables para que se pueda encontrar el camino hacia un futuro común de los argentinos.