En este año del Señor que acabamos de inaugurar oiremos hablar mucho de pactos: de los que se hacen y de los que se evitan, de los que se compran y de los que se regalan (de estos oiremos hablar poco porque no hay). Cuando se le reprocha a Sánchez que pacte con partidos (o partidas, como las de forajidos) a los que hace no mucho repudiaba, sus acólitos le defienden diciendo que solo se pacta con los enemigos. Sabiduría de autoayuda, aunque en este caso ayude al jefe: ya se sabe que para algunos el jefe es la única parte de sí mismos que no desprecian. Pero después del pacto, el enemigo no suele convertirse en amigo, sino todo lo más en cómplice; desde luego, no en inspirador de la política a seguir y el relato a cultivar. Sánchez está dispuesto a estas insólitas concesiones porque él no cree en ningún relato y las medidas políticas le son indiferentes siempre que las firme él y trastornen a la derecha. El resto de los populistas iliberales chocan con otros países porque apoyan sus decisiones de gobierno, a menudo desacertadas, en proclamas ideológicas radicales de las que están orgullosos. Tener principios, aunque sean deleznables, siempre es una cortapisa y una especie de compromiso con los demás. Pero Sánchez no corre ese peligro: cualquier ideología le vale, con tal de que de momento le traiga clientes y refuerce su posición. Ya habrá tiempo de cambiarla si hace falta. Deja que sus palmeros justifiquen sus giros y piruetas según el caso, siempre en el fondo sin más legitimación que la ventaja propia y alentado por la oposición de la derecha. Él a lo suyo, mantenerse en el poder y colocar a los más fieles (preferiblemente si nada saben del asunto) en los puestos decisorios. El único pacto férreo e invariable de Sánchez es consigo mismo; todos los demás son corolarios de ese. En el año que empezamos cambiarán algunas cosas, pero seguro que esa no.