Fernando Yurman: La realidad perimida

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Se ha cortado el internet, quizás por los chaparrones intensos de las nuevas lluvias, quizás por los cables, quizás por colisiones electromagnéticas en la atmósfera poblada de misiles, virus, falseos y fenómenos turbios. Días sin noticias, notificaciones, televisión, días en que la realidad desapareció y quedé nadando en el aire, braceando entre las jaulas de los otros. Estaba sin prisión ni pertenencia digital, como gente de hace mucho tiempo. Me salí, creció la hondura personal, se fue deslizando la costra de “extimidad”. Ya no soy un nodo estadístico del tráfico de ondas, puedo vivir como un ermitaño secreto, con pensamientos vagos y propios, menos precisos, pero más cómodos que el corsé fantasma, ese perfil interior que se estaba fundiendo con la epidermis. Retorno a cosas anteriores que laten, pero ya no están.

Vuelve como un cometa aquella observación de Pascal: “¡Qué vanidad la de la pintura que hace admirar en la copia lo que no se admira en el original!” ¿Cuál original?  ¿Qué hay ahí? Lo visible adquiere sentido desde el infinito invisible, sostenía alarmado hace más de ochenta años Maurice Merleau Ponti. Otra vez respira su abigarrado misterio. Pero ahora, multiplicado por el renovado mutismo de las cosas, sufre de mayor desnudez, aterido por la caída de vestiduras que siempre protegieron, dieron voz enfática y disfrazaron el desconocido mundo conocido.  También podría decirse lo mismo de la poesía o de la literatura, ¿qué nos agrega la duplicación verbal de las cosas?, por otra parte, casi nacen duplicadas, porque nadie sabe lo que hay un poco más allá del borde de palabras. John Berger había observado con justeza que, cuando se mira el dibujo de un árbol, en verdad se ve la mirada de alguien sobre un árbol.  ¿Pero qué agrega o quita eso al ignoto árbol? ¿Que suma la mirada anterior? En ese entresijo fugaz, parpadeo de ojo y mente, se filtra algo de la ignorancia de lo ignoto; se filtra y se evapora, pero alcanza a iniciar el deslavado de todas las certezas. La simple cotidianidad actual no requiere chispa fenomenológica, un índice filosófico iluminador para presentir una realidad ignota. El desierto ya sucede incesante, lleno de síntomas, acontecimientos bizarros y cisnes negros. Esta es la época en que la Antártida se derrite y se van los glaciares, las estadísticas de hambre y migraciones rinden culto a las profecías, pestes sin nombre invaden los destinos, una inteligencia nos imagina, y un archipiélago de poderes y saberes simula el mundo, aunque todos sospechan un pinchazo en el significado, un silbido que desinfla el simulacro y deja a la deriva grandes sargazos de signos, frutos secos de símbolos remotos.

Contra la pasividad genérica de la naturaleza, que siempre había sido benevolente por el rabillo del ojo, se impone un sobresalto que nada aplaca. Es la duda acechante que impide apostar por la realidad. No es un nihilismo elaborado, ni un refinamiento del caos, es una señal de nadie implantada para siempre en el horizonte de la especie. No se puede no mirarla. Esta ahí contra nosotros. ¿Qué efecto tiene su presencia?

Puede no incidir de modo directo, pero lo humano hierve en una destructividad nueva, casi inexplicable para su hipotética razón; el anhelo de oscuridad ciega la lucidez, los conceptos son fibras resecas para un tejido sin dueño, y la prehistoria nos invade, indetenible como el tiempo. Sociedad, historia, trascendencia, sentido, humanidad, pensamiento, apagados como velas después de una ceremonia. ¿Qué es lo que ha terminado?

Hace poco supe de un recorrido discreto, minucioso y colosal por esos arrabales de sombras. Era Carlo Guinzburg, el notable historiador que inició la microhistoria con su investigación prodigiosa” El queso y los gusanos”. Fue aquel un memorable análisis filológico, filosófico e histórico de la rudimentaria construcción teológica de un siervo medieval, procesado por la Inquisición en el norte de Italia. Ahora sorprende con el curso de otra investigación que, por sí misma, desvela otra costura de la evasiva realidad humana. Inmerso en una investigación sobre el pensamiento de Nicolás Macchiavello, el precursor de tanta modernidad política, nuestro historiador se encontró analizando una libreta de Bernardo Macchiavello, el padre de Nicolás. Era una lista de compras de libros, tratados teológicos casi desaparecidos, que podrían haber sembrado indirectamente las formas lógicas del discurso político en “El príncipe”. Uno de ellos, es una remota casuística medieval, el otro una ejemplificación de poder y religión mediante Moisés y sus mandamientos – imposible de nombrar libremente en tiempos inquisitoriales, otro la relación entre la excepción y la regla en el pentateuco. Ecos, manuscritos, plagios, traducciones, ediciones y ocultamientos. ¿Algún marranismo? ¿Una inspiración remota? Mas allá de la travesía por estos inesperados parajes librescos, lo que no deja de asombrar es el inescrutable tejido que configura, en algún ámbito, el telón de lo real. Emerge un extrañísimo abecedario de puntadas y pespuntes que configura el mundo que éramos, y quizás somos, pensamos y nos piensa. Aquello que nos formó y tomó la brizna de algún lado. Por ejemplo, la idea proverbial de un mal que produce un bien o evita un mal mayor, atravesó largas polémicas teológicas, y tiene un fundamento que no cesa desde Macchiavello hasta Lenin, y continúa hoy rampante con crecientes adeptos en la política y el saber tecnológico, derechos humanos y razón de estado. Es un razonamiento que sucede al borde cambiante de la moral, y fue usado para absolver la usura en algunos debates teológicos medievales. Parece que el origen de esta dinastía aforística de medios y fines, mal mayor y menor, tiene una de sus fuentes en una severa sentencia bíblica: “el incesto es aceptable si permite evitar la sodomía “. También se había sostenido este vínculo flexible de la excepción y la ley, tanto humana como divina, para reconsiderar el divorcio y legalizar un cambio conyugal a Moisés, el primer legislador occidental. De extraviados carbones del proverbio sagrado, desciende la fogosa lógica destructiva del adagio. Su dialéctica fue devanada magistralmente por Macchiavello en “El Príncipe” , pero también en su irreligiosa obra de teatro “La Mandrágora”. Larga carrera tuvo el razonamiento precursor del Fray Timoteo, el personaje pecaminoso de la obra. El fin justifica los medios fue luego el eje pragmático en todos los revolucionarios, de derecha a izquierda.

Las tentaciones del ateísmo, la creatividad del mal, la falta de escrúpulos, las tendencias destructivas de la especie, el nihilismo, que rondaban las intuiciones de Macchiavello, Hobbes, Spinoza, parecen provenir como mangas o enjambres de vislumbres hebreos, sumerios o egipcios, que se reproducen estancados en tiempos paralelos. El susurro “nadie va obedecer un hombre, a menos que esté acompañado por el poder de un dios; sin religión tiránica no hay nada”, parece circular invariable por arcaicos pasillos. La realidad bien podría ser un antiguo complot que se deshace, y que pierde en episodios tardíos su remoto cemento de ilusión y miedo. ¿Qué pensamiento nos hizo pensar?

Es difícil, en el ámbito tormentoso del Renacimiento italiano, no comparar el incesante espejismo poético que despliega Ludovico Ariosto en el “Orlando Furioso” con la adusta, implacable y lacónica realidad que ilustra Macchiavello. Son lentes contemporáneos afectados por las llagas de una vida nueva y común, creativa, impenitente, desaforada, cruel, envenenada de malignas redes de poder, y gangrenada de intrigas palaciegas y eclesiásticas. En la realidad, se nota, el bien absoluto no existe.  Ariosto huye de esa realidad infamada a través de laberintos de cristal, retomando los mitos caballerescos y el amor cortés en una irónica elevación de su trascendencia, hasta que aletean sus héroes por paisajes europeos inexistentes, castillos imposibles, dichas y sufrimientos infinitos. A diferencia de Cervantes, que volcó su vasta desilusión mediterránea en la seca tierra de una región de España, apegado a la insobornable realidad local por el contraste minucioso de la locura quijotesca, el Furioso remonta sus ideales por un firmamento de inspiración lunar que lo aleja de la miserable tierra corrompida. Ambos, sin embargo, tienen por contrapartida el mismo pesimismo terrible de Machiavello, la materialidad tenebrosa e irredimible que recomienda “El Príncipe”. Es evidente que Ariosto es un poeta que sueña con los ojos muy abiertos, sostuvo Attilio Momigliano en su ensayo sobre “Orlando Furioso”, y enfatiza que la meditación musical de su poema no desconoce la realidad de su siglo. Pocos años antes, Benedetto Crocce había declarado que Machiavello inventó la autonomía política, la captación desnuda del poder. La solida realidad que trataba Machiavello, pensaba, pulsa más allá de las imágenes atenuadas de una calma poética. En el caso de Cervantes, antes que Américo Castro observase sin remilgos españoles su impronta erasmista y el uso de la inteligente hipocresía, otros percibieron el notorio influjo marrano para pensar la intolerancia de su tiempo. Advertían la modernidad anticipada de su lenguaje, la denuncia de la doble identidad. Modos, en aquel triángulo verbal, Macchiavello, Ariosto, Cervantes, de procesar esa realidad nueva, compleja y feroz, que se llamó irreflexivamente Renacimiento. La superpoblada protección mitológica de los antiguos animaba para entrar en ese vacío blanco, hueco, la nada espeluznante de lo nuevo. Debía ser grave el estupor histórico de esa época, y el modo como se manejaba lo incierto, y como se evitaba el acecho disolvente, la sensación apocalíptica, para luego retomar alguna ruta. Esos espectros, y sus descendientes, otra vez se evaporan veloces en el horizonte de este presente perpetuo y desalmado. Bien lo sabe nuestra creciente desconfianza en la naturaleza y la cultura. La suspicacia es el complemento de toda fe, y de ahí sube el desengaño general que tiñe de impostura todas las cosas. No sentimos igual de genuina la suave brisa de la tarde, ni el sol baja vertido con legítima y ardiente inocencia, ni la noche vuela libre de intrigas, la lectura pierde prestancia, la letra empobrece, y sobre todo se notan las legiones de símbolos, señales, imágenes y signos que emigran afuera llevándose su sombra.

 

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