Sebastián de la Nuez: Jorge Rodríguez, el gran Gatsby

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Cuando los analistas de la política y reporteros se permiten glosar la personalidad de Jorge Rodríguez, suelen caracterizarlo como «perverso», «mente macabra» o «goebbeliano». Uno coloca en el buscador de Google los vectores «Jorge Rodríguez» y «Goebbels» y aparecen 139 mil resultados en menos de un segundo. ¡Ciento treinta y nueve mil resultados relacionando al hijo del fundador de la Liga Socialista con el gauleiter de Berlín, la mano derecha de Hitler, el hombre que mantuvo en alto el orgullo nazi justo hasta que la cúpula se vio en la necesidad de suicidarse! ¿No estamos comparando peras con manzanas?

Jorge Rodríguez, actual presidente de la Asamblea Nacional (legítima o no, es harina de otro costal) y líder de la delegación chavista en las conversaciones de México, se parece más al gran Gatsby mirando desde arriba la fiesta alrededor de la piscina de su casa que a cualquier otro personaje, real o ficticio. Jorge Rodríguez es Jay Gatsby después de la quemazón, pero Jay Gatsby a fin de cuentas. Su fiesta acabará en tragedia: todos, lectores o espectadores, lo sabemos de antemano tan solo al verlo aparecer. Cuando se asoma a la escena es presagio de desgracia y esa desgracia le ocurrirá al más vulnerable dentro de su radio de acción, al más desvalido o desvalida. Una presencia, como la suya, tan impecable -vean las fotos de sus declaraciones al salir de las reuniones mexicanas-, tan resuelta en su arrolladora personalidad, dentro de un determinado contexto, no podrá desembocar sino en mala noticia. El gran Gatsby es el retrato de una era en plena decadencia, antesala de la Gran Depresión.

En realidad, lo único que emparenta a Jorge Rodríguez con Joseph Goebbels es la simpatía de la que ambos hacen gala.

El Padre Arturo Sosa, que siempre ha sido una extraordinaria mente pensante a pesar de sus errores de apreciación, hablaba en una conferencia en San Cristóbal, hace años, del pensar político como una actividad humana con una lógica propia. Decía Sosa, y se basaba para decir esto en su amigo Diego Bautista Urbaneja, que la idea de pueblo está en la raíz del pensar político y que esa idea comprende, al menos, dos ingredientes: lo que se piensa del pueblo tal como él existe en la realidad presente y la propuesta que se hace del pueblo necesario para darle vida al proyecto político que se impulsa. «En contextos de transformación es especialmente importante considerar estas dos caras de la idea de pueblo. Toda revolución sueña con producir un pueblo de hombres y mujeres nuevos», dijo el sacerdote jesuita, y seguramente aquello era una carta de buena voluntad expedida a favor de Hugo Chávez. Suponía que al golpista del 4F lo movía el deseo de fabricar un hombre nuevo, que se valiese por sí mismo en cada una de sus decisiones colectivas.

Vistas las acciones transcurridas luego de más de veinte años, se comprueba que nunca hubo ninguna idea de pueblo sino de masa que debe ser llevada, poco a poco, al matadero.

En tiempos de la política de pacificación, Jorge Rodríguez padre insistía dentro del MIR o Movimiento de Izquierda Revolucionario (escisión del partido Acción Democrática) en continuar la lucha armada. Estaba en el grupo comandado por Julio Escalona, que tenía el control de la juventud mirista. EL MIR se romperá finalmente en tres pedazos: los que se pliegan a la legalidad, los de Bandera Roja y los de OR u Organización Revolucionaria, que será brazo armado del partido Liga Socialista, el cual habría de tener un amorío tórrido con el chavismo. Era el bloque presidido por Julio Escalona, quien sería embajador chavista alterno ante Naciones Unidas. Él y Fernando Soto Rojas, que fue el comandante del frente guerrillero del Cerro El Bachiller, pero también Rómulo Henríquez (estuvo en Fogade) y Lino Martínez (fue embajador en México) han sido, o fueron, las fichas ex miristas más conspicuas del chavismo en el poder.

Jorge Rodríguez padre le buscó la concha en Caracas al dirigente Héctor Pérez Marcano, quien me brindó su testimonio como fundador del MIR y ha quedado grabado. Pérez Marcano quiso abandonar la guerrilla y quedarse en Caracas cuando todavía el MIR no se había roto. La comunicación con el resto del partido era a través de Jorge, ya que Pérez Marcano no podía salir del apartamento donde se hallaba enconchado, en la calle Las Flores de Sabana Grande. De modo que llegaba Jorge Rodríguez padre y conversaba con él las cosas que se estaban discutiendo en el partido, que estaba a punto de dividirse. Lo que Pérez Marcano recuerda de Rodríguez es su solidaridad y su valentía. Cuando lo matan, tiempo después, Pérez Marcano se encuentra en Libia, en un congreso internacional que había convocado Gadafi (un parapeto para su lucha antisionista); al regresar, lo primero que le dijeron quienes lo fueron a buscar al aeropuerto fue que habían asesinado a Jorge Rodríguez padre. Era 1976, cuando todavía estaba el industrial William Niehous secuestrado. Pérez Marcano nunca podría dar noticia sobre si Jorge Rodríguez padre estuvo involucrado directamente o no con aquel famoso secuestro; en todo caso, el gobierno de Carlos Andrés Pérez tenía información de que era la OR la que había secuestrado al ejecutivo de la Owens-Illinois y, por lo tanto, los de la Liga Socialista debían saber algo. Y sucedió lo que todo el mundo sabe, que a unos funcionarios bárbaros se les pasó la mano. Algo que les sucede, a menudo, a los esbirros del madurismo, por cierto.

La concha que le buscó Jorge Rodríguez padre a Pérez Marcano en la calle Las Flores era el habitáculo de un canario promotor del Mpaiac, movimiento separatista que nunca tuvo ni arraigo ni repercusión social ni seriedad alguna porque nadie en las Islas Canarias, jamás, se lo tomó en serio. Era un grupo más bien folklórico, aunque llegó a provocar el accidente de aviones en tierra más trágico en la historia de la aviación. Los canarios nunca han tenido la más leve intención de separarse de España. Pero aquel operador de Sabana Grande, sin duda un cantamañanas hablador de pistoladas, era amigo de Jorge Rodríguez padre y fue generoso al darle cobijo clandestino a Pérez Marcano.

Nuestro gran Gatsby mira la fiesta desde su ventana, alrededor de su piscina, y en ella hay narcos, asaltantes de caminos, tránsfugas, depredadores de vocación, simpatizantes del terrorismo internacional, capos de diversas mafias. Quizá él no forme parte del grupo, tal vez algo dentro de sí mismo lo haya puesto en guardia frente al resto; pero la fiesta está en su apogeo y tiene lugar alrededor de la piscina de su casa. Él la cubre desde su ventana. Los espectadores o lectores sabemos que nada bueno puede salir de allí y seguimos empeñados en que en Gatsby hay algo endiabladamente malévolo; lo vemos, incluso, con cierta admiración por la enrevesada inteligencia que demuestra alguien tan «perverso» y «goebbeliano». Pero no, no llega a tanto. Es tan solo el gran Gatsby caribeño, arrastrado desde niño por el resentimiento. No verá más allá del muro de su casa, donde acecha el pueblo, ese pueblo que se supone encarna el proyecto político para el cual trabaja: no, es tan solo masa amorfa que jamás hizo esfuerzo alguno por reivindicar o vengar al padre asesinado. Una masa tan vaga, tan atrabiliaria y desalmada que solo le sirve como comodín.

 

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