Agotada la dictadura militar implantada desde 1966, a principios de la década siguiente fue inevitable caminar hacia las elecciones en una Argentina demasiado convulsa. Salvadas las distancias, no sin asombro, ocurría algo semejante a Marcos Pérez Jiménez y su acrecida popularidad en Venezuela, porque Juan Domingo Perón ganaría seguramente los comicios sureños por lo que fue –previsiblemente, además– prohibida su nominación, viéndose forzado a plantear y a designar a un sucesor para la candidatura presidencial. El odontólogo Héctor J. Cámpora fue el agraciado por la incontestable voluntad del viejo general al que se le hizo imposible proponer e imponer a Isabel Martínez, su esposa, por demasiada confianza que le tuviera y alegara, ya que urgía de una figura conocida y reconocida por su trayectoria y experiencia en el seno del vasto movimiento político y social que suscitó y adquirió una extraordinaria complejidad; y, al menos, por lo pronto, debía guardar unas ciertas y mínimas formalidades para su encumbramiento. Acotemos, un movimiento que, por mucho que lo desearan como un asunto personalísimo y hasta familiar, comprometía inexorablemente la suerte de otros que de un modo u otro competían y concursaban su dirección, así fuese por los intrincados senderos de la intriga y maledicencia.
Por cierto, notorio en nuestro país por su recordada visita a principios de los cincuenta, Cámpora contaba con el talento y habilidad natural, trayectoria y experiencia, madurez y sosiego, para manejar no sólo la magnífica ampliación experimentada por el peronismo que cruzó los límites antes impensables de la izquierda, sino a sus competidores más cercanos, a los más arteros de la casa. No obstante, conquistando el gobierno para sí y los suyos, acusado frecuentemente de nepotismo, y asegurándole el poder al anciano y cansado general que no supo qué hacer con él, tres meses después de despachar en la Casa Rosada, el sufragio popular consumó el plan estratégico y, tras fallecer el nuevo titular, la tan vicepresidencial Isabel Martínez y José López Rega, literalmente un brujo, ascendieron para allanar el camino al desastre que provocó de nuevo una trágica y larga dictadura militar. De Cámpora quedaba la noción propagandizada de una ciega lealtad, el recuerdo de las tantas faenas compartidas con Eva Duarte y el Perón de la primera hora, la juramentación presidencial que tuvo por testigo de excepción a Salvador Allende, o la presidencial del Perón de la segunda hora y su definitiva e irresponsable vocación por sí mismo. Cual notario, Tomás Eloy Martínez en La novela de Perón (1985), le hace decir: “Hubiera cumplido mejor con su deber quedándose a deshacer esos entuertos: gobernando. Le di el poder. Ejérzalo. Yo para qué lo necesito aquí, Cámpora. Estoy amortizado. Puedo volver perfectamente solo. Me había reservado está semana para ocuparme de mí, pensar, estar sereno. Pero a usted se le ocurre viajar con un montón de ociosos que me piden audiencias personales: quieren que los reciba de a uno en fondo”. Y la respuesta no se hace esperar: “—Usted me mal entiende, mi General. No soy yo quien ha querido buscarlo en Madrid. La patria me ha mandado…”.
La retórica no lo puede todo, porque la política es interacción y no esa necia locuacidad que dice sustituir a los hechos evidentes, palpables y sonantes. Por ello, si no se tienen, el esfuerzo consiste en generar los líderes, voceros y operadores políticos indispensables, porque la escena y los escenarios de los que únicamente saben las más agudas y sobrevenidas coyunturas, jamás quedan vacíos. Al fin y al cabo, se trata de conquistar la dirección del Estado, o, por lo menos, en principio, intentar influenciarla. Quizá, por ello, a Manuel Caballero le fascinó tanto el papel de Gonzalo Barrios, un número dos de primera, como dejara constancia en La pasión de comprender (1983). Convengamos, la megalomanía peronista ha aportado hitos nada envidiables al Comala latinoamericano: antaño, dislocando el país para siempre, el incontrolable virus devenido cultura, elevó a la estratosfera a Isabel Martínez de profesión u oficio, esposa de Juan Domingo; hogaño, Cristina concibió la insólita maniobra de una fórmula que presidencializó a un kirchneriano que le agarró demasiado gusto a la comedia, hundiendo un poco más al otrora país pujante que el (neo)peronismo destruyó.
ADDENDA
Héctor J. Cámpora, algo más que mandadero, fue un importante referente y operador político predestinado a crear las condiciones necesarias para el regreso al poder de Juan Domingo Perón, no sólo en términos de seguridad personal, sino políticas al lograr – por ejemplo – el pacto de trabajadores y empresarios durante su particular interinato en la Casa Rosada, o la aquiescencia de los mandos castrenses, entre mayo y julio de 1973. Posteriormente, expulsado del Partido Justicialista, el odontólogo estuvo asilado por tres años en la embajada de México hasta que la dictadura le permitió salir del país a morir, en 1980, acaso, rememorando la visita que hiciera por diecisiete países desde mediados de 1953, incluyendo a Venezuela. Por entonces, había ejercido durante cinco años la presidencia de la cámara de Diputados en la que capitaneó a 167 de los suyos, frente a catorce opositores de Unión Cívica Radical. El prolongado y dorado paseo, fruto de una intriga palaciega que lo alejó de Argentina, lo hizo con el rango de embajador extraordinario y plenipotenciario, admitiendo sin rubor alguno que, “gran amigo y mejor servidor del Presidente Perón y él para hacerme más placentero el viaje, decidió concederme esta honrosa distinción”, además, “por algo les dije al comienzo que vengo a pasear, sólo a descansar”, como lo indicó en la rueda de prensa celebrada en el hotel Ávila de Caracas. El reportero de El Nacional se atreve a comentarle de los muchos intelectuales presos, como el académico Alfredo Palacios, pero Cámpora deja claro, por una parte: “… Los presos que pueden haber en Argentina son los que se han hecho acreedores a ello – respondió franco y sin temores …”. Y, por otra: “Yo sé que lo que soy de él (Perón) y solo ambiciono en la vida que algún día pueda saber que el Presidente también es mi amigo, porque así habría logrado mi mayor honor”.
El país que lo recibió por entonces, era gobernado por Pérez Jiménez, y pasaban cosas: la visita de Camilo José Cela, la designación del coronel Rómulo Fernández como jefe del Estado Mayor General y su equivalente en la rama aérea con el coronel J. M. Castro León (y la de Miguel Silvio Sanz como jefe de la Brigada Contra Homicidios de la Seguridad Nacional), la amenaza estadounidense de limitar sus exportaciones petroleras, la advertencia de que no hay prohibición teológica para que el papa viaje al exterior, el nombramiento parlamentario de José Humberto Quintero como Obispo Coadjutor de Mérida, la incorporación de Rafael Caldera como individuo de número de la Academia Nacional de Ciencias Políticas y Sociales, la inauguración de la Policía Montada, el armisticio en Corea. Interesa tanto la presentación de Aldemaro Romero en el club nocturno Bachellor House de Nueva York, como la reorganización del gabinete ejecutivo. Ya ha fallecido en prisión Alberto Carnevali, tiroteados en la calle el capitán Wilfrido Omaña y Antonio Pinto Salinas, como el capitán León Droz Blanco en Barranquilla. El Pasapoga es un prestigioso club nocturno, entre varios de la ciudad capital. Y Cámpora prosigue el viaje vacacional que tanto lo empeñaba, con el cigarrillo que competía con su sonrisa odontológica.
@luisbarraganj