Alicia Álamo Bartolomé: La lengua

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Puede ser un miembro de nuestro cuerpo, inquieto y mordaz, como una capacidad intelectual. Hablamos de la lengua de Cervantes cuando nos referimos al castellano y así a otros idiomas, la lengua de Shakespeare o la de Racine, en cuanto al inglés o al francés. La lengua tiene aquí su significado más noble. Desgraciadamente, no siempre es así. Si bien puede subir a una significación de belleza poética, por ejemplo, cuando decimos lenguas de fuego, también descender a bajezas de conducta cuando hablamos de una mala-lengua o lengua de víbora. La lengua es así, oscilante y chispeante, entre el bien y el mal. Oigamos al apóstol Santiago el Menor, hijo de Alfeo (Cleofás, en griego), primo hermano de Jesús de Nazaret:

…. Ningún hombre puede domar su lengua. Mal turbulento, rebosante de veneno mortífero. Con ella alabamos al Señor y Padre, y con la misma maldecimos a los hombres, creados a imagen de Dios. Sale de la misma boca la bendición y la maldición. Hermanos míos, no es tolerable que así esto suceda. (Santiago 3, 8-10)

Sin embargo, sucede. Esta advertencia de Santiago está vigente. ¡Cuánto daño podemos hacer los seres humanos con la lengua! Miembro mínimo del cuerpo, rige nuestra capacidad de expresión, sólo a través de ella podemos decir palabras, enlazar frases y manifestar nuestros pensamientos, oralmente. Cuánto daño, pero también cuánto bien, pues con nuestra lengua podemos alabar, construir reputaciones, exaltar figuras, proporcionar modelos de conducta, ¿por qué destruir?

Lamentablemente, en nuestra sociedad, ¡y tanto en las redes sociales!, se acude al chisme más que a la información veraz. Son más noticia los deslices de una vida privada que las exitosas actuaciones públicas. Se acusa de abuso sexual a cualquier cristiano que tiende una mano a alguien que cae en el suelo o tiene una alegre muestra de efusividad. ¡Vaya, en unos tiempos en que la sexualidad ha sido explotada al máximo en la literatura, la cinematografía y la publicidad! Ahora es delito que alguien toque el hombro de una persona del sexo opuesto. Incongruencias.

Y son muchas las incongruencias que se cometen con la lengua. En una amena reunión social se alude a una persona pública, reconocida por su talento y obras positivas e inopinadamente salta una voz disidente: Sí, pero se robó unos cuantos reales en tal operación, o se plagió un ensayo, o abusó de su secretaria. Total, que, con tres palabras, se echa una reputación al piso. Quedaría por establecer la verdad de la aseveración. Generalmente el autor del “sí, pero” dice tener pruebas. En una reunión social, quién se va a molestar en constatarlas. Lo dicho, calumnia o no, quedó como agua en el suelo. ¡Qué daño tan grande se ha hecho!

En todo caso, había en esa reunión personas que admiraban a esa otra que ahora ven en entredicho y al menos, con ellas, se cometió un pecado de escándalo. ¡No hay derecho! Como dice Cristo en el Evangelio, el que provoca un escándalo, más vale que se ate una rueda de molino al cuello y se lancen al agua. Quien tiene deseos de desatar su lengua en contra de otros, que se la muerda, que se la trague, pero que no atente contra la fama ajena. Lo que Dios quiere de nosotros es, que, si no podemos elogiar, callemos.

La lengua desatada es enemiga de la justicia, la paz, la armonía, la convivencia, la tolerancia. Pequeña enemiga de la humanidad. Seríamos más congruentes y felices si atamos la lengua. ¡Cuántos rompimientos por intercambio de frases hirientes! Matrimonios, amistades, relaciones familiares. ¡Qué triste vanagloriarse de que se dijo la última palabra! Y se acabó una unión, una vida en común, un bienestar. ¡Cuántos avanzan hacia la soledad por no refrenar su lengua! ¡Y cuántos la provocan, egoístas, por no decir la palabra amable!

Porque los manipuladores de la lengua los hay de todos los estilos. Los aduladores son unos, tan dañinos para los políticos y los que hacen cabeza. Los envuelven en su humo. Los críticos por mezquinos que ponen sombras en todas las actuaciones. Los que escatiman la palabra de aprobación, generosa. Sucede mucho en los matrimonios. El diálogo cae en silencios insoportables. Él o ella omiten cualquier comentario. Se enfrascan en sus asuntos y se empieza a vivir la más sola de las soledades: ¡la soledad en compañía!

No. Tengamos señorío sobre nuestra lengua. Saber elogiar, construir reputaciones con ella, hablar cuando se debe hablar. Si por razones de trabajo o posiciones, tendríamos que hacer una advertencia sobre la capacidad o conducta de alguien, hagámoslo con toda discreción y sólo a quien compete decidir, sin habladurías. Dicen que la lengua es castigo del cuerpo, pero sobre todo del alma, porque la ensucia cuando falta a la caridad. Contraponemos esta virtud a la maledicencia; la una, construye el bien, la otra lo destruye. Vivir para dar vida, no muerte con esa arma húmeda y escurridiza que lanza su dardo venenoso y luego se encierra en la boca, su cuartel defensivo. Tras un rostro de apariencia inocente, de labios cerrados esbozando apenas una sonrisa, como la Mona Lisa, ¡puede haber tanta maldad cuando se abren sus fauces! Como un chorro de lava que destruye por donde pasa.

Debemos decir no a esta condición tan mísera de nuestra humanidad. Reprimir nuestra lengua en su lado febril y equivocado, que hiere al prójimo. Desgraciadamente tan en boga en el mundo de hoy y en nuestro país, donde un régimen político espurio escarnece a los honestos y aplaude y eleva a los sinvergüenzas. Que cese esta farsa diabólica.

No voy a terminar este artículo con esa visión caótica de la lengua. Ella tiene sus grandes valores: por su lado corpóreo nos entrega los innumerables sabores de la naturaleza y del arte culinario y, por su lado espiritual, la infinita belleza de la oración y de la poesía. ¡La lengua se salva!

 

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