Nota: Tomado de mi novela El crimen más grande del mundo, ganadora del premio de Narrativa del Ipas-Me en el año 2010.
Para llegar a la orilla de la playa de “Castillito”, o a cualquier espacio, a lo largo de la costa, de este a oeste, hasta la desembocadura del hermoso río que dividía la ciudad en dos partes iguales, había que tomar un sendero preciso que primero atravesaba, según de donde uno partiese, la sabana de “Caigüire” o la de “Las Palomas”. Bordear los promontorios de basura que amontonaban los camiones del aseo urbano y ver volar los zamuros que acudían en busca de carroña.
Mientras uno descansaba bajo alguna mata solitaria de cují, podía ver una de esas misteriosas aves ejecutar su elegante y sorprendente danza funeraria: la danza del zamuro.
Zamuro come bailando, dice la gente. Y se acercaba a la presa en vuelo rasante; era la primera aproximación. “Este carajo parece que en verdad está muerto”, se dice así mismo y comienza su descenso de manera vertical, con lentitud hasta depositarse muellemente en la tierra, pero a discreta distancia del cadáver.
Tiene que estar seguro, absolutamente seguro, que “ese hijo de puta muerto esté”. Por eso mira atentamente desde lejos. Escruta el espacio circundante. Proyecta su cabeza y su cuello hacia adelante, como el viejo y experimentado marino mira al horizonte. Despliega las alas majestuosamente; levanta la pechuga, luego la pata derecha hasta apenas rozar ligeramente la tierra. De pronto se decide, da tres pasos breves y elegantes hacia adelante y luego dos en retroceso. Ha empezado el curioso ballet de la sabana. Se detiene de nuevo. Otra vez escruta hacia delante, atrás y a los lados. Así, bailando alrededor de su presa, la va cercando. Va estrechando los espacios. Ya está allí, al alcance de su filoso pico. Mira de nuevo con atención el cuerpo inerte; quiere captar cualquier signo que le permita descubrir si le han tendido una celada. Ve ligeramente a un lado y a otro.
De nuevo extiende sus alas, se prepara para un vuelo emergente; aspira profundo, inflama el pecho, se pone en tensión; escruta con todos sus sentidos la carroña y los alrededores; adelanta la pata derecha y, ¡zuás!, velozmente introduce el pico en el recto del animal tendido en la sabana. Con igual premura lo extrae.
Rápidamente se retira y observa; espera alguna reacción. Da hacia atrás dos o tres pasos ágiles. Repite de nuevo la coreografía que su naturaleza desconfiada ha creado. Y los versos de la danza popular: “Este zamurito que vino de Roma a comer podrío aquí en Las Palomas”.
Cuando decidimos continuar, avanzando por el sendero que conduce a la playa, el fino oído del zamuro capta las señales de nuestro movimiento y con prontitud levanta el vuelo. Al alejarnos, reinicia su original, escalofriante y bella danza. Hemos descendido suavemente. Estamos por debajo del nivel del mar.
¡Allí está la laguna inmensa, larga! Viene desde “Caigüire” buscando el contacto con el mar. En algunas partes se corta y abre espacios que se usan como trochas. En otras desciende el nivel y una rama, un tronco, un viejo artefacto abandonado, se usan como puentes.
Mientras uno va serpenteando el camino que a trechos se hunde, se recrea viendo bandadas de garzas, tigüitigüis, alcaravanes, disputándose el espacio y escucha cantar a todas las aves; un sonido se mezcla con muchos y, aun así, se puede saber a cuál de ellas pertenece aquel canto de notas altas y a quién el de las graves. El agua es cristalina, tan limpia como la que mana de la pila pública que está al lado de mi casa y de donde se surte el barrio. Por eso se puede ver toda la fauna de la laguna. Es un acuario en el que uno puede meter las manos, jugar con los peces, acariciarlos porque éstos despiertan una gran ternura.
Allí mismo, paralizados o caminando semi hundidos en el fondo cenagoso de la laguna, están los cangrejos azules, aquellos que adultos y niños buscábamos con avidez por ser un apetecible manjar; moros ariscos que al menor ruido se metían en sus cuevas; jaibas enormes y pequeñas, como para sólo el uso del acuario; bagres de todas las especies y una infinita variedad de seres vivos.
Un poco más adelante, se atravesaba en el camino el manglar que veníamos viendo desde que la sabana se metió en el caserío. Era una franja de tres o cuatro kilómetros de largo que acompañaba a la laguna desde “Caigüire” al “Salao”, hasta llegar a la margen derecha del río y de aproximadamente doscientos cincuenta metros de ancho, de aquel punto hasta el borde arenoso de la playa. Y allí, aún continuaba la laguna por debajo de los frondosos ramales de los árboles de mangle; árbol sobre el cual lo único que nos enseñó nuestra inocente escuela, fue que servía para obtener un tinte con fines industriales que el país compraba en el exterior.
Al fin, después de caminar un largo tiempo en el agua, a veces en semi círculo, voltear a la derecha o a la izquierda, con las alpargatas en la mano y los pantalones subidos hasta la rodilla, llegábamos a “Castillito”.
En los meses de lluvia había necesidad de hacer un nudo con la ropa y atravesar parte de la laguna a nado. Fue en ese manglar, también guarida de malandrines, resguardo de amantes furtivos y sitio apropiado para reuniones políticas clandestinas, donde conocí una tarde al negro Ramón. Era un hombre de mediana edad, flaco y alto; de risa fácil y con un deseo incontenible de comunicarse. Un analfabeta que extrañamente discurría sobre las teorías económicas, escuelas filosóficas y políticas del régimen con la facilidad de un catedrático universitario, que embobaba a los bachilleres que le escuchaban.
Hablaba con elegancia de los cuentos centenarios de la “Alhambra”. Hacía referencias a Granada. A princesas y príncipes moros o cristianos encantados, de cuevas que ocultaban tesoros incalculables. Historias para pobres soñadores; de hombres, que un buen día, al salir de las murallas de la Alhambra, encontraron un moro moribundo, al que generosamente ofrecieron su ayuda para que muriese piadosamente. Moribundo que en compensación entregaba el secreto para llegar a una cueva, donde algún moro muy rico que vivió alguna vez en Granada o un príncipe acosado por los ejércitos cristianos, escondió sus riquezas. O hablaba de las proezas del hidalgo que combatió con los molinos de viento e inventó una pócima para regenerar partes del cuerpo.
En aquel hermoso espacio vegetal también conocimos al “Morocho”. Así se presentó y nunca supimos su verdadero nombre. Había llegado a nuestro pueblo días atrás, en un viaje clandestino, desde Trinidad, con una breve estadía en la costa al otro lado del golfo. Era pescador, de baja estatura, tan ancho como alto; parecía un cuadrado; de pies descomunales; caminaba casi sobre los talones, con los dedos apuntando hacia arriba; llevaba siempre una espesa sustancia blanquecina en las comisuras de los labios; los ojos semi cerrados para limitar el paso de la luz pero nunca dio muestras de miopía. Trajo de la “otra costa”, en su peñero, de por allá de donde van a morir las toninas, a Ramón; lo sacó en peso de la embarcación y lo depositó sobre la arena de la playa, precisamente al borde del manglar, para aprovechar la seguridad que éste prestaba.
La tarde que le vi por última vez, yo estuve con Cristóbal, amigo desde los primeros años de la vida, siguiendo entre el manglar, a una pareja que buscaba un refugio para hacerse el amor. Antes revisamos los lazos de cerda de caballo que, en las primeras horas de la mañana, armamos para cazar tigüitigüis; al final de esta tarea, después de comprobar desconsoladamente que no había caído ninguno, vimos, siguiendo una de las “veredas” serpenteantes de la laguna y a la altura del manglar, una pareja. No era difícil adivinar lo que aquellos se proponían; a esa hora y en esa dirección un hombre y una mujer sólo podían llevar una buena intención.
Y comenzamos a seguirlos a una distancia prudencial. En la salida de un túnel vegetal, que se nos antojó poco conocido, encontramos de pronto, para sorpresa suya y nuestra, a Ramón, acompañado del “Morocho”; rodeados por un grupo de muchachos mayores que nosotros. A casi todos los conocíamos. Vivían en el centro de la ciudad y estudiaban en el liceo, donde días atrás precisamente, se había producido una huelga y por ella, hubo varios heridos y detenidos.
Ramón, que hablaba al grupo, en el momento que aparecimos en la boca del túnel, cayó; nos miró de frente, luego, al instante, siguió hablando, sin concedernos, en apariencia, ninguna importancia. Reinició su discurso, con muestras de disimulo, sobre una historia de amor y de alcatraces sabios y parlantes, que de noche viajaban de una ciudad a otra; que podían, desde el aire, escrutar el interior de las casas, escuchar lo que en ellas se dijesen y llevar mensajes a doncellas cautivas y a amantes desconcertados. Contaba historias, quizás sin saberlo, de los escritos de Washington Irving y las “Leyendas del Popol Vuh”, sobre búhos parlanchines.
Varios días después de aquel inesperado encuentro, el “Morocho”, sin despedirse, sin decir absolutamente nada, abordó el peñero, levó el ancla, prendió el motor de ciento cincuenta caballos y puso proa al norte; esa misma noche murió por los efectos de una borrachera descomunal.