Portada de ‘Averroes o el secretario del diablo’.
Nacido en 1126 en Córdoba, experimentó la gloria y la desgracia. Publicamos un capítulo de ‘Averroes o el secretario del diablo’ (Almuzara), una biografía ficcionada sobre él escrita por Gilbert Sinoué
Marrakech, 9 de diciembre de 1198 de la era latina
Venidos de las estrellas, descienden embriagantes perfumes y antiguas endechas, mientras que, adosada a las murallas de la ciudad ocre, la noche habla a mi memoria.
Vine como el agua.
Me iré como el viento.
Pronto, el alba lanzará a la copa de las tinieblas la piedra que hará volar las estrellas.
¿Quién soy?
Los latinos me llaman Averroes. Los judíos, Ben Rochd. Para los árabes, soy Abú al-Ualíd Mohammad Ibn Ah-mad, Ibn Roshd.
Nací hace setenta y dos años en Córdoba, entre los contrafuertes de Sierra Morena y las ricas llanuras de la Campiña. Vivíamos entonces una época de gran saber, pero también de grandes tumultos.
Cuatro siglos antes de mi nacimiento, un jefe guerrero beréber cruzó el Estrecho que separa Occidente del Magreb y desembarcó en un lugar conocido por miles de hombres. Ese guerrero dejó su huella en todo el sur antes de lanzarse hacia el norte y tomar Toledo.
Cuatro siglos hace, pues, que los árabes ocupan gran parte de la Península. Cuatro siglos durante los cuales varias dinastías sucesivas se destrozaron las unas a las otras. Omeyas, abbasíes, almorávides y, en el momento en que escribo, son los almohades los que reinan. En cuanto a los reyes cristianos, a pesar de sus ataques repetidos, aún no han podido acabar con nuestra presencia. ¿Por cuánto tiempo todavía?
Escribo para mi hijo, Yehád. Último superviviente de mis tres hijos.
No escribo más que para él.
Consciente de la deriva que arrastra nuestro mundo hacia la intolerancia, ¿cómo podría dejar de prevenirlo y revelarle lo que a mí me fue prohibido expresar? He vivido amordazado, he vivido bajo la amenaza y, esta noche, mi último temor es que estas páginas caigan bajo miradas indiscretas. Me tocaría, entonces, una doble muerte. Después de haberme leído, los teólogos que de Aláh no saben más que el nombre, arrancarán mi mortaja para echarme a los perros. En su inmensa mayoría, desgraciadamente, la búsqueda de estos hombres no es la elucidación del Corán, del que no comprenden nada. Son fuerzas oscurantistas que se apoderan del texto sagrado para elaborar otra forma de religión. Al actuar así, representan un peligro de disensión para la comunidad musulmana y amenazan el consenso.
Si el Creador de los mundos me concede tiempo para acabar estas memorias, las confiaré a mi hijo que, después de enterarse de su contenido, las remitirá a alguien de confianza, puesto que no quiero, por nada del mundo, que las conserve. Sería demasiado peligroso. El hombre en quien pienso se llama Ibn ‘Arabí. No es un amigo; incluso estuvimos en desacuerdo. Pero la traición, ¿acaso no suele venir de nuestro entorno?
Cuando lo conocí por primera vez, Ibn ‘Arabí era todavía un adolescente imberbe. Yo tenía entonces cincuenta y tres años y él catorce. Yo era jurista y filósofo reconocido, autor de numerosos escritos, entre los cuales hay un libro que considero esencial tanto por las críticas envenenadas que suscitó como por la certeza de haber redactado una obra maestra (Averroes habla sin duda de Fasl al-maqál, Discurso decisivo, cuya redacción se sitúa alrededor de 1179).
Lo que había oído sobre Ibn ‘Arabí me había sorprendido mucho. Durante las sesiones de meditación, el chico habría recibido respuestas a las preguntas que nosotros, los filósofos, nos hacemos. Quería darme cuenta por mí mismo de cómo alguien, entrando como ignorante en una estancia meditativa, podía salir de ella tan transformado. Siendo yo amigo de su padre, rogué a este último que organizara un encuentro.
Después de haberme leído, los teólogos que de Aláh no saben más que el nombre, arrancarán mi mortaja para echarme a los perros
El día fijado, el adolescente se presentó en mi domicilio. Lo recibí calurosamente. Incluso lo abracé. Cuando se marchó, mi opinión ya estaba hecha. A quien había tenido delante, como inicialmente había pensado, no era un filósofo sino un místico.
Este chico formaba parte de esos seres que reivindican una experiencia en el seno de la cual el conocimiento, el amor, el puro intelecto, los sentidos, en definitiva, todo se confunde. Están convencidos de que la meditación les permite superar los límites en que a veces la razón está obligada a encerrarse. En el transcurso de nuestro intercambio mencionó la “inspiración divina”. ¡No existe “inspiración divina”! Para acceder al conocimiento, solo cuenta el pensamiento racional, independiente de cualquier influencia emocional.
Durante mucho tiempo no tuve noticias de Ibn ‘Arabí. Y he aquí que, hace poco, me hizo llegar los versos de un poema aún inacabado. Los memoricé y los transcribo tal cual: “Mi corazón está abierto a todas las formas, es monasterio para los monjes, templo para los ídolos, y la Kaaba para quien dé vueltas a su alrededor, tablas de la Torá y hojas del Corán. Mía es la religión del Amor. Allá donde sus caravanas dirijan sus pasos, el Amor es mi religión y mi fe”.
Este texto me pareció de una grandísima belleza, pero no me cabía la menor duda de que si algún día fuera publicado, el autor sería anatemizado por los religiosos. Sabemos cuán arriesgado es salir de su sendero. Sea como fuere, le guardé a este pensador un sincero afecto, a pesar de que haya declarado, a veces, aquí y en otras partes, no haber aprendido nada de mis obras.
Los que saben son presa de la duda, y los ignorantes se nutren de certezas
Puede resultar sorprendente que yo quiera confiar este manuscrito a alguien que no haya visto desde que era adolescente. La respuesta es sencilla: son las líneas de este poema las que me guiaron. Un hombre capaz de expresar así el amor no puede traicionar. Un hombre capaz de afrontar las leyes, resistir con tanta vehemencia a tantas presiones y coacciones, este hombre conservará estas páginas sin miedo y sabrá a quién transmitirlas más tarde.
Algunos días soleados, desde mi terraza, más allá de la llanura y el desierto, vislumbro las cumbres nevadas del Atlas e imagino, en alguna parte la punta majestuosa del dyebel Tubqál. Inmóvil, eterna.
La naturaleza permanece.
Los hombres pasan.
Solo la montaña, impasible como el tiempo, conoce la verdad. Ella distingue a los vencedores y a los vencidos; a los sultanes y a los míseros; los palacios y las casuchas; el poniente de los almorávides y el triunfo de los almohades. Dos dinastías, dos águilas que, por turnos, se disputaron el derecho de cavar los riñones de la tierra para verter su semilla en ella.
Tanta sangre, tantos muertos; tantas ruinas, pero también tanta grandeza.
Cuando contemplo mi rostro en el espejo de bronce, ya no puedo contar mis arrugas. Cada una de ellas representa las interrogaciones que me atormentaron y seguirán atormentando en lo que me queda por vivir.
Solo. Me iré solo. Poco importa. Cuando las alas de la muerte se han replegado sobre nuestros huesos, ya no somos nada más que un recuerdo encallado en la memoria de los que nos conocieron. ¿Nos habrán querido nuestros hijos? Sentenciado, seguro que sí. Nuestros hijos, y tal vez algún hombre o alguna mujer que experimentó hacia nosotros alguna consideración ya que, la verdad muy escasos son los que se preocupan por saber si estamos vivos o muertos.
¿Quién soy?
¿Qué grano de arena desencadenará con su caída la cuenta atrás de mi última hora? ¿Adónde irá mi alma? Este alma sobre la que tanto he escrito. ¿A qué palmeral divino?
Yo que he evocado la unidad del todo, que he afirmado que el universo y su Creador forman uno solo, hoy oscilo bajo la violencia de la duda mientras que, en mi propia carne, siempre he sabido que la verdad no podría ser contraria a la verdad, que los seres y sus causas nacen de la ciencia de Aláh. Así es: los que saben son presa de la duda, y los ignorantes se nutren de certezas.
Teología, matemáticas, jurisprudencia, filosofía, medicina, Aristóteles, mi maestro Aristóteles. Aristóteles fuente de todos mis conocimientos. ¡Fieles amigos, compañeros de infortunio! Gracias a vosotros, he aprehendido el cielo. A causa de vosotros, he rozado la Gehena. He sido amado. He sido más odiado que amado. Lo seré sin duda mucho tiempo después de mi muerte, ya que la ignorancia lleva al miedo y el miedo lleva al odio. Esta es la ecuación.