El pesado trauma colectivo que ha significado ser gobernados por el chavismo – madurismo que son, en suma, equivalentes a 25 años de ejemplos cotidianos de represión, violencia, persecución, censura, prisión y exilio, nos han hecho caer en la desesperación y el frenesí de la búsqueda de contraejemplos que nos den guía hacia una Venezuela mejor a la que tenemos. Es entonces que, miopemente, Milei, Bukele y, más recientemente, las excepcionales condiciones que recibe el gobierno de Noboa en Ecuador, han hecho a más de uno sugerir que frente al crímen o frente a cualquier alteración del orden público es válido prescindir de los derechos humanos. Los argumentos van desde que “los criminales no reconocen los derechos de sus víctimas, por tanto, deben perder sus derechos”, hasta que “primero la seguridad y después la democracia”.
Cuando se levanta la voz frente a esos despropósitos surgen las falacias Ad hominem: “es que tú no has sido víctima del crimen, ¿a ver qué dices cuando alguien haga algo contra ti o contra tu familia?” o la otra más socorrida, “es que tú eres un adeco, un socialista, un izquierdoso progresista, un zurdo de…”. La verdad es que los derechos humanos, la existencia de un Estado de Derecho y los protocolos para el uso progresivo y diferenciado de la fuerza es lo que caracteriza la conducta de los gobiernos democráticos frente a las bandas criminales que desafían y atentan contra la ciudadanía y su patrimonio. Contrariamente, si el Estado es autoritario, si desconoce las leyes, si práctica la tortura, si ignora el debido proceso y realiza ejecuciones extrajudiciales ¿Qué lo diferenciaría de la operación de las mafias, de las guerrillas, de los grupos paramilitares, de los terroristas y del resto del crimen organizado? A la hora del té, quién está siendo sometido a la violación de sus más elementales garantías no puede sentirse mejor por el solo hecho de que su victimario sea un oficial del Estado y no el líder negativo de alguna banda criminal, el sufrimiento de la víctima sigue siendo el mismo.
En El Salvador, tener un tatuaje y ser joven puede ser motivo suficiente para sufrir una detención arbitraria; en Argentina, la protesta de los sindicatos corre el riesgo de ser criminalizada por parte de un gobierno que eleva sus ideas económicas al nivel de verdades reveladas; el Ecuador que hoy decreta un conflicto interno y declara a los criminales detenidos como “prisioneros de guerra”, corre el riesgo de recortar las libertades ciudadanas a cambio preservar la seguridad (o al menos eso es lo que recomiendan algunos opinadores nostálgicos de los gobiernos militares que plagaron América Latina durante el siglo XX). Ciertamente las instituciones democráticas deben defenderse y la seguridad ciudadana implica el ejercicio de la fuerza pública, pero la lucha contra el crimen no puede desconocer la vigencia y poder vertebrador de los derechos humanos porque de ser así la mismísima democracia que intentamos defender de sus enemigos deja de existir.
La lucha contra las mafias, los paramilitares, las guerrillas, los terroristas y criminales de toda monta debe ser apelando y reconociendo siempre los derechos humanos. No solo porque eso es éticamente correcto y con ello se legítima la acción de la fuerza pública, es que además, con una actitud garantista de los derechos fundamentales, cada centímetro de territorio arrancado del control del crimen significa beneficios para los ciudadanos medibles en más libertad, más igualdad y más fraternidad. Si una banda criminal controla un barrio, el triunfo de la fuerza pública y la restitución del control del Estado debe traer el goce de derechos civiles y sociales, detrás del tanque del ejército debe venir la escuela, el ambulatorio, el trabajo digno y la libertad de expresión. Sino ¿Qué sentido tiene esa guerra? ¿Cambiar un pran por otro?
Es necesario que en este debate abierto sobre la vigencia de los derechos humanos en contextos de crisis política, particularmente dentro de Venezuela donde entre sus élites abundan los sabios que se autodefinen liberales o admiradores del “modelo chino”, se desenmascare a quienes tienen el gatillo alegre para disparar contra los derechos humanos, contra la OEA, contra la ONU y contra la democracia solo por su cada vez más evidente incapacidad de aceptar una Venezuela mucho más diversa y amplia que los limitados confines de sus prejuicios. Más allá, mucho más allá, hay ciudadanos que anhelan ser incorporados plenamente al ejercicio de su ciudadanía, romper las cadenas de la pobreza, la violencia y la precariedad, ser venezolanos no solo por tener cédula sino también porque nos acompañan en el destino común que llamamos nación.
jcclozada@gmail.com – @rockypolitica