En 2023, la economía estadounidense superó ampliamente las expectativas. La recesión que casi todos pronosticaban nunca llegó a producirse. Muchos economistas (aunque yo no) sostenían que para reducir la inflación se necesitarían años de desempleo elevado; en cambio, lo que el país ha experimentado es una desinflación inmaculada, una rápida caída de la inflación sin costes visibles.
Pero la historia ha sido muy diferente en la mayor economía del mundo (o la segunda más grande, según se mire). Algunos analistas esperaban una expansión de la economía china después de que el país levantara las draconianas medidas de “covid cero” que había adoptado para contener la pandemia. En lugar de ello, China ha obtenido peores resultados en casi todos los indicadores económicos, salvo en el PIB oficial, que supuestamente creció un 5,2%.
Esa cifra despierta escepticismo en muchos. Las naciones democráticas como Estados Unidos rara vez politizan sus estadísticas económicas —aunque pregúntenme otra vez si Donald Trump regresa a la presidencia—, pero los regímenes autoritarios suelen hacerlo. Y la economía china parece estar dando tumbos en otros frentes. Hasta las estadísticas oficiales afirman que China experimenta una deflación al estilo de Japón y registra un elevado desempleo juvenil. No es una crisis en toda regla, al menos de momento, pero hay motivos para creer que el país está entrando en una era de estancamiento y decepción.
¿Por qué tiene problemas la economía china, que hace solo unos años parecía abocada a la hegemonía mundial? Parte de la respuesta es un mal liderazgo. El presidente, Xi Jinping, empieza a dar la impresión de ser un mal gestor económico, cuya propensión a las intervenciones arbitrarias —algo que los autócratas suelen hacer— ha asfixiado la iniciativa privada.
Pero China tendría problemas, incluso si Xi fuera mejor líder de lo que es. Hace tiempo que está claro que el modelo económico chino se está volviendo insostenible. Como señala Stewart Paterson, el gasto de los consumidores es muy bajo como porcentaje del PIB, probablemente por múltiples razones. Entre ellas, la represión financiera —pagar bajos intereses por los ahorros y conceder préstamos baratos a los prestatarios favorecidos— que mantiene bajos los ingresos de las familias y los desvía hacia inversiones controladas por el Gobierno, una débil red de seguridad social que lleva a las familias a acumular ahorros para hacer frente a posibles emergencias, y otras más.
Con unos consumidores que compran tan poco, al menos en relación con la capacidad productiva de la economía china, ¿cómo puede el país generar suficiente demanda para mantener en uso esa capacidad? La principal respuesta, como señala Michael Pettis, ha sido promover tasas de inversión extremadamente elevadas, superiores al 40% del PIB. El problema es que es difícil invertir tanto dinero sin provocar una disminución significativa de los rendimientos.
Es cierto que unas tasas de inversión muy elevadas pueden ser sostenibles si, como China a principios de la década de 2000, un país cuenta con una población activa en rápido crecimiento y un elevado aumento de la productividad a medida que se iguala a las economías occidentales. Pero la población china en edad de trabajar alcanzó su máximo en torno a 2010 y no ha parado de reducirse desde entonces. Aunque China ha hecho gala de una impresionante capacidad tecnológica en algunos ámbitos, su productividad general también parece estar estancada. En resumen, no es una nación que pueda invertir de manera productiva el 40% de su PIB. Ahora bien, estos problemas han sido bastante evidentes durante al menos una década. ¿Por qué se agudizan ahora? Bueno, a los economistas internacionales les gusta citar la ley de Dornbusch: “La crisis tarda en llegar mucho más de lo que la gente piensa, y luego sucede con mucha más rapidez de la que cabría imaginar”. Lo que ha ocurrido en el caso de China es que el Gobierno ha sido capaz de enmascarar durante varios años el problema de la insuficiencia del gasto de los consumidores fomentando una gigantesca burbuja inmobiliaria. De hecho, el sector inmobiliario chino llegó a ser demencialmente grande según los estándares internacionales.
Pero las burbujas acaban pinchando. Para los observadores externos, lo que China tiene que hacer parece sencillo: poner fin a la represión financiera y permitir que una parte mayor de los ingresos de la economía fluya hacia las familias, así como reforzar la red de seguridad social para que los consumidores no sientan la necesidad de acumular efectivo. Y, mientras lo hace, puede reducir su insostenible gasto en inversión.
Pero hay actores poderosos, especialmente las empresas estatales, que se benefician de la represión financiera. Y cuando se trata de reforzar la red de seguridad, el líder de este régimen supuestamente comunista suena un poco como el gobernador de Misisipi, al denunciar el “asistencialismo” que crea “vagos”.
¿Hasta qué punto debe preocuparnos China? En cierto modo, la economía actual de China recuerda a la de Japón tras el estallido de su burbuja en la década de 1980. Sin embargo, Japón acabó gestionando bien su declive. Evitó el desempleo masivo, nunca perdió la cohesión social y política, y el PIB real por adulto en edad de trabajar aumentó un 50% en las tres décadas siguientes, no muy lejos del crecimiento registrado en Estados Unidos.
Mi gran preocupación es que China no responda tan bien. ¿Hasta qué punto estará el país cohesionado frente a las dificultades económicas? ¿Intentará apuntalar su economía con un aumento de las exportaciones que chocará frontalmente con los esfuerzos occidentales por fomentar las tecnologías verdes? Y lo que más miedo da, ¿intentará apartar la atención de las dificultades internas emprendiendo aventuras militares? Así que no nos regodeemos en el traspié económico de China, que puede convertirse en un problema para todos.
Premio Nobel de Economía.