En Isla Margarita, por el camino de Porlamar al Valle, en un patio frondoso y con tapias solariegas levantadas con barro del Cercado, entre jabillos, apamates, mangos, limoneros enanos, media decena de gatos, otra de pavos, un puñado de gallinas chuecas y un perro seco, pero enjuto, alegre y bonachón, pasé seis largos años.
Durante ese tiempo solamente dos veces mis manos tocaron el mar adormecido y calenturiento de su litoral. Lo veía de lejos, sentía su palpitar y me adormecía con el fulgor de su brillo de cobre y plata.
En largos meses, en los escalonados promontorios de Pampatar, esperamos la llegada de alguna tormenta, como un deseo interior de participar en el dolor y ausencia de ese mar interior perennemente adormecido.
Hicimos como el emperador en el poema de Cavafi: nos sentamos en la escalinata del imaginado templo a verla llegar. No surgió nunca por el horizonte que nos acerca a las frontones de Río Caribe.
Pero aquel hombre – mi cuerpo, anhelos y dudas – que se preparó para esperar la onda tropical no se dejó amedrentar por un capricho del ecosistema. Seguiremos esperando.
Miguel de Unamuno, el hombre mejor preparado para la espera, dijo un día: “¿Qué va a ser de nosotros cuando no seamos nada?”.
Entonces, en respuesta, el vasco escribió una falcada de matices sobre el sentimiento trágico de la vida.
No fue una solución, sino una hemofilia de dudas.
Han pasado años de la muerte del autor de “Niebla” y la “Tía Tula”.
Ahora, con motivo de releer “San Manuel Bueno, mártir”, donde narra el duelo entablado por un sacerdote al que le acosa la duda y un hombre progresista y agnóstico, alguien comenta que Unamuno es uno de los escritores más auténticamente prolíficos: tuvo nueve hijos.
Esta gran afición a la procreación marcó decisivamente su creación literaria. El hecho de tener que alimentar a tantos nacidos y a una esposa, de profesión sus infinitas labores domésticas, con un ajustado sueldo de catedrático de Lengua y Literatura Griega de la Universidad de Salamanca, lo obligó, para incrementar sus ingresos, a un hombre casto como él, a practicar la mayor promiscuidad sexual de géneros literarios.
Y esto lo empalago ahora obre la cuartilla ante el recuerdo de una isla Margarita – y una tormenta tropical, convertida al final en un suave y acariciador viento costero.
Ahora, sobre mi cutícula, esa isla lejana, me sabe a salitre endulzado.
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