Cada cierto tiempo, determinados laboratorios políticos se dedican a propagar en la opinión pública el fetiche en torno al cercano advenimiento de un “outsider” en el contexto oficialista: un liderazgo emergente diseñado en el PSUV para remontar la cuesta electoral que tiene planteada el chavismo, y proponer, sin fisuras, el relevo político de Nicolás Maduro.
Este personaje, conjugado siempre en una hipótesis, -alguna vez, Héctor Rodríguez; últimamente, Rafael Lacava- es interpretado como una especie de ajuste autocrítico hecho por el chavismo ante su grave debilidad en las encuestas. Como un intento de reconectar con las masas para derrotar a la oposición en buena lid en unos comicios que, incluso, podrían ser competidos.
La presencia de Maduro en Miraflores es la concreción de una suma de intereses creados que compromete a muchas personas en un equilibrio político que parece asentado.
La información y los comentarios sobre la existencia de un auténtico debate interno sobre cuál debe ser ese “outsider” que se convierta en el pivote de la reconexión popular del chavismo, se filtra por los grupos de WhatsApp, se manifiesta en las encuestas como una posibilidad, y se toma como toda una eventualidad en el análisis político.
El propio Nicolás Maduro, en la entrevista que le hiciera Ignacio Ramonet, dejaba colar de manera expresa que tal circunstancia no era del todo imposible, agregando, como lo aconseja la escuela chavista, que “es muy temprano” para determinar si él iba a ser, de nuevo, el candidato de las fuerzas revolucionarias o no.
Ningún escenario debe quedar descartado en una crisis política y de poder tan prolongada como la que ha vivido Venezuela, pero ciertamente que la decisión de un candidato alterno iría a contrapunto de uno de los hábitos más arraigados de la izquierda ortodoxa latinoamericana: escoger un solo líder, habituarse a la perpetuidad, organizarse en torno a una presencia y una persona, llámese ella Fidel Castro, Daniel Ortega, Hugo Chávez o Nicolás Maduro.
Tener “un líder”, al cual decirle “ordene”, forma parte de un hábito cultural muy arraigado del comunismo en todos los tiempos. El sesgo militar que tiene el chavismo, además, exige de forma natural la existencia de “un líder”, que cope la presidencia del Estado y del partido, que permita al resto de los factores organizarse para conservar la estabilidad interna.
La alternabilidad en el poder, los relevos políticos, los debates internos, la rendición de cuentas, la legalización de tendencias en los partidos, las elecciones por las bases, son valores del juego limpio de la democracia, y para cualquier chavista, para cualquier castrista, para cualquier guevarista, para cualquier izquierdista clásico, una perdedera de tiempo. Pamplinas del pensamiento burgués.
Las especulaciones en torno al “outsider” que algunos periodistas y analistas suelen hacer, es una interpretación autocomplaciente y excesivamente electoral en torno a la morfología, la dinámica, los equilibrios y los objetivos ulteriores que tiene el llamado movimiento bolivariano; un campo político con algunas visiones encontradas y claros intereses creados en las Fuerzas Armadas.
Por otro lado, ni Héctor Rodríguez, ni Rafael Lacava, ni ningún otro alto dirigente de la jerarquía chavista interpretado como “alternativo”, parece garantizar la estabilidad necesaria, el punto de equilibrio sin tensiones, el mandato unánime dentro de las tendencias internas del PSUV. Ni siquiera Jorge Rodríguez.
El mito de “outsider” puede terminarse pareciendo a aquella infusa tesis de “el chavismo sin Chávez”, que también se inventó la opinión pública venezolana, tan de moda en un año como 2005: la presunta existencia de una corriente cuestionadora del liderazgo del caudillo barinés, que proponía un debate interno en torno a los procedimientos democráticos del movimiento bolivariano, que se supone comenzaba a cansarse del estilo lenguaraz y sin resultados concretos del Comandante, y que se apropiaría de la conducción del proceso político en curso. En 2014, Nicolás Maduro llegó a Miraflores para explicarnos qué era el famoso “chavismo sin Chávez”.
Aunque con un campo social muy achicado, el partido oficialista ciertamente tiene un jefe, llamado Nicolás Maduro, y un segundo al mando, Diosdado Cabello, que antes que andar imaginando cómo sacar de la silla a su compañero como hizo Gómez con Castro, -como suele creer cierta oposición-, más bien parece haber comprendido cuál es su papel en esta historia, cuál la encomienda que le dejó Hugo Chávez, como stopper y último hombre en la línea de defensa de “la revolución”.
La presencia de Maduro en Miraflores es la concreción de una suma de intereses creados que compromete a muchas personas en un equilibrio político que parece asentado. En líneas generales, en los debates de opinión pública del sector democrático hemos soslayado esta realidad.
No es sencillo determinar con exactitud cómo toman vuelo con tanta rapidez determinados equívocos interpretativos como ese del “outsider”. Sería un interesante estudio en torno a los apasionantes misterios, los matices, los claroscuros que en ocasiones ofrecen los procesos de opinión pública.
Aventuro acá una impresión personal: Los actores políticos y civiles chavistas y proto-chavistas de esta hora, -sobre todo aquellos que presumen de “independientes” y “críticos”-, ponen a circular, con enorme premeditación y eficacia, matrices inexistentes en grupos de diálogo mixto y espacios de WhatsApp; espejismos para cambiar de conversación; revelaciones “acá entre nos”; humo para confundir al campo democrático, que, a diferencia del chavista, no opera con líneas políticas impuestas, le encanta contradecirse y, en general, no está organizado políticamente.
La Gran Aldea