Me dice G. que hizo mucho frío en París cuando estuvo allí hace unas semanas. G. es un artista inmenso y el frío oscuro de París me recuerda a algunos de sus cuadros acechados por la hondura desesperada del invierno. No sé qué rumias del pensamiento me llevaron del frío de París al frío de la indiferencia. Mi mente caníbal, supongo, siempre buscando qué comer. Hace muy poco se cumplieron dos años desde que el 19 de enero de 2022 el fotógrafo francés René Robert, autor de algunos de los retratos más emblemáticos del flamenco español, se cayó en la calle, perdió la conciencia y permaneció allí, en una zona muy concurrida, a dos cuadras de la Place de la République, entre una óptica y una tienda de vinos, congelándose durante nueve horas. Nadie le prestó atención a ese bulto penoso, a ese hombre cuyo aspecto debió ser muy parecido al de un vagabundo, hasta que al día siguiente una mujer que vivía en la calle dio aviso a los servicios de emergencia. Robert, de 84 años, ya había muerto. En julio de ese mismo año, en la ciudad de Civitanova Marche, Italia, el vendedor ambulante nigeriano Alika Ogorchukwu fue asesinado en una calle céntrica por el italiano Filippo Claudio Ferlazzo. Ferlazzo golpeó a Ogorchukwu hasta derribarlo, se sentó a horcajadas sobre él y lo mató a la vista de todos. Hay un video en la web donde puede repasarse la matanza. La pandemia, decían los románticos, nos haría más humanos. Somos, en cambio, una especie jibarizada que vive dentro de un teléfono, copulando consigo misma en una piscina de bytes cada vez más grande y más áspera. Estas dos muertes no tienen mucho en común, pero las une la frase del escritor turco Hakan Günday: “Si consigo vender el miedo puedo vender el odio en cinco minutos, el racismo en tres minutos y, de propina, toda la cantidad de discriminación que quiera”.